miércoles, 26 de mayo de 2010

25 kg y una bicicleta

A los pocos años de existencia en este mundo un bombero me animó a participar en una carrera de bicicletas. A partir de allí se sucedieron 15 años viviendo con una bicicleta entre las piernas: lo único que, por mi poca convicción seductora, podía acercar a los confines de mi entrepierna.

Caídas, entrenos a altas horas de la noche, frío, desplazamientos madrugadores y nervios antes de la salida. Recuerdo aquéllos momentos previos a la carrera, colocados todos los ciclistas ante la línea de meta, cuando hacía venir a mi horondo entrenador y le preguntaba:

-Elías, si no gano, ¿no pasa nada no?
-Claro que no.

La misma pregunta. Salida tras salida. Y aquél buen hombre siempre me respondía con una sonrisa entre los labios y un golpe cariñoso en el casco. Yo lo tenía claro. Si no ganaba, no pasaba absolutamente nada. Fácilmente podría desprenderse de esa arenga conformista un actitud pasiva. No era mi caso. Era la educación que, a golpe de pedal, se me había inculcado en las carreteras cercanas a mi ciudad. Aquéllos días de entreno y aquéllos momentos de salida fueron forjando mi carácter: la victoria era sólo un premio reservado a un momento, lo importante era la lucha agónica y silenciosa que se desarrollaba entre la reiteración harmónica del pedaleo.

En los momentos previos a la carrera, después de recibir el capón en el casco por la mano de mi entrenador, miraba alrededor. Allí estaba mi padre, mi madre y mi hermana. Normalmente también se apuntaban, alguna vez, mis primos. Se habían levantado temprano. Habían aguantado las impertinencias de mis nervios y se estaban dejando la voz más allá de la línea de meta. Yo tenía la mente fijada en el suelo. No tenía en mente ganar. No tenía en mente llegar el primero. Lo único que se paseaba por mi mente era una intuición clara: iba a sufrir, me iba a exponer a un dolor increíble en las piernas, iba a jadear violentamente y, evidentemente, iba a luchar hasta el fin. Escuchaba a la gente gritar, pero por encima del ruido escuchaba una voz: ¡aguanta como un jabato! Mi padre, recordándome lo más importante: ese aguante tan común entre mi familia. A veces, pensaba en mi abuelo. Muerto solo en Alemania, tratando de alimentar a toda su estirpe. Aquello me hacía ser consciente de que en la relajación de la lucha probablemente se avistaba un albor de la muerte y que, a veces, no había mejor óbito que el desfallecimiento en plena lucha.

El juez se retiraba de la línea de meta, todos los ciclistas estábamos en tensión. Todos sabían que yo iba a poner las cosas duras desde el principio: controlando la carrera y mandando órdenes a los que entorpecían el paso y la seguridad del pelotón. Mi lucha infundía respeto. No era el que más ganaba. Estaba sólo y no tenía equipo, pero era el único que rompía la carrera a mi antojo. No tenía miedo a perder, no tenía miedo a desfondarme y llegar el último. Lo único que temía era acogerme a la seguridad del pelotón, a esa pasividad que llegaba a desconectarte de la lucha... a terminar la carrera y sentir que, todo el desplazamiento, todo el esfuerzo de los que me habían llevado hasta allí, había sido en vano. Lo único que temía era dejar de sufrir, dejar de sentir dolor en las piernas, dejar de estar vivo.
El juez se retiraba e iniciaba la cuenta atrás. ¡Salida! Todos me miraban, respiraban tranquilos, no había salido esprintando. Me colocaba entre el pelotón e iniciaba mi lucha, contactaba con aquéllos que no teníamos equipo y organizábamos una estrategia para desbancar a los equipos consolidados. Los convencía y los unía a mi lucha. Lanzábamos ataques combinados y intentábamos dejarlos sin aliento. A veces sólo hacía falta una mirada, yo desde un lado del pelotón y un aliado desde el otro. De repente se escuchaba un cambio bajando de piñón: ¡crac! ¡crac! Todos temblaban: ahora comenzaba el dolor. Salíamos disparados cuando menos se lo esperaban, desde atrás, los hacíamos removerse de sus asientos. Quién no se unía, quedaba atrás, perdido en una lucha seguramente perdida por recuperar el asilo del pelotón. No era nuestro problema, nuestro hogar no estaba en el pelotón, en la protección de la comunidad, nuestra casa era la lucha asfixiante que nos hacía sentirnos llenos de vida. A veces salía bien y a veces realmente mal. Pero, ¡qué más daba! Mirábamos a la gente y sabíamos que lo habíamos hecho bien, les brindábamos una sugerente lección y un apetecible espectáculo: el esfuerzo era la verdadera victoria. Podían dar la copa al primero que cruzaba la meta, pero todas las felicitaciones nos las llevábamos aquéllos guerreros solitarios que no se conformaban con el edulcorado rebufo del pelotón.

Esa actitud de sumisión y aceptación del sufrimiento fué lo que me llevó a obtener alguna victoria que otra. Fué aquél carácter el que me permitió soportar la dura vida del ciclista, fué aquella forma de vivir la que, trasladando aquella educación a la vida diaria, me llevó a aguantar horas y horas delante de los libros, la que me condujo a aguantar los momentos más duros de la vida que llevo vivida.

Un hospital y una recomendación mal interpretada, me llevaron a confundir la relajación por el cese de la lucha. Dejé de pedalear. Dejé de vivir. La actitud activamente guerrera pasó a convertirse en una conformidad hiriente. Sé que aquella actitud de lucha sólo podrá ser recuperada desde mi vuelta al pedaleo; ese movimiento repetitivo y circular que, desde el agotamiento en la reiteración, se transforma en una energía capaz de dirigir tu vida hacia cualquier parte y destrozar las barreras de la desazón. No hay más. El jadeante pasar de las horas encima de la bicicleta es una de las mejores escuelas de vida.

Y, ¿quién sabe? Quizá en aquellos confines cercanos al círculo polar ártico vuelva a recuperar aquél espíritu de lucha que dejaba con la boca abierta a los espectadores y que desencajaba las cansadas mandíbulas de mis compañeros.

De momento, me llevo en el avión la bicicleta y 25kg en material que creo que debería ser el necesario para aguantar un año en Reykjavík. Definitivamente, eso espero, mi entrepierna volverá a las andadas: a encontrarse a gusto entre el ir y venir constante de mis muslos. Y no. No es una especie de oda a alguna extraña práctica onanista ni orgías árticas. Es un canto esperanzado hacia aquél carácter que, paradógicamente, se perdió entre las salas de un hospital.