Son las 5 y media de la mañana. No puedo dormir más. Alguien se ha sentado en mi pecho y no me deja respirar, otra vez vuelvo a necesitar ese corretear de mis dedos entre el teclado. Aún no he tenido tiempo. Digerir. Fue, ha sido y está siendo una semana atípica. Este martes, tomando alguna copa de Porto, decidimos preparar la travesía entre Landmanalaugar, en la que ya veníamos pensando unas semanas antes.
Decidimos partir el miércoles por la mañana para tener tiempo de recorrer los 55km de la ruta entre los Highlands hasta el domingo. Eso implicaba saltarse alguna que otra importante clase, pero preferíamos el páramo antes que el aula. Una checa, un austriaco, un alemán, un italiano y yo nos metimos con todo nuestros enseres en un Nissan Terrano hacia las 7 de la tarde. En Islandia y, a sabiendas de que debíamos atravesar cierta parte de los Highlands sólo reservada a coches con buen ropaje, eso significa que si hay problemas no los vas a ver: aquí las noches nubladas no son oscuras, son abisales. Para los neófitos, los Highlands en Islandia es toda aquella tierra lejana al necesario bálsamo marítimo en estas tierras árticas. Todo lo lejano al mar en esta latitud se convierte en un núcleo climático continental. Veranos secos e inviernos fríos. Sólo la vecindad de algún glaciar aporta ese alimento que permite la floración del musgo. Lejos de los glaciares sólo hay roca y arena. Sólo. Nosotros andábamos a tientas por la relativa cercanía del glaciar. Lo sabíamos por el mapa. No había musgo en los montes para testificarlo. Nuestro único mundo era una vía sin asfaltar iluminada por los tenues faros del Nissan, ausencia a un lado y otro de las ventanas de nuestra fortaleza. Me esforzaba por sentir algo y lo único que abrazaba era esa sensación de tremendo escalofrío cuando uno piensa en lo peor. El sentir es posterior al digerir. Antes de llegar a nuestro primer lugar de reposo, un cauce que engullía paso a paso la vía nos obligó a pararnos ante él. Bob, el alemán y el dueño del coche, se enfundó unos pantalones de pesca y comprobó la profundidad del río. Los faros del coche dibujaban un cono entre la caótica lluvia desordenada por el viento. En la radio sonó una canción que debía ponerme los pelos de punta. La falta de digestión cubrió mi piel con una final capa de helado metal. Montamos la tienda entre un vendaval intrépido que nos asestaba dolorosos picotazos lanzándonos finas gotas de agua contra la cara. Pusimos el coche frente a la dirección más común del viento. Común. Aquí jamás se sabe por dónde va a venir el imponente céfiro, sólo hay un lugar por el que es más común que éste se deslice.
Tras una noche con la tienda en la cara, vencida por el hijo de Hípotes, Eolo, el dueño y señor de los vientos, pusimos rumbo hacia el destino del día a una hora cercana al mediodía. Calculé la dirección de marcha con la brújula pues se oteaba algo de espesa niebla en el horizonte, aunque no había que preocuparse mucho. La senda estaba bien marcada. Debía sentir algo de emoción por empezar la nueva ruta. No sentía nada. Comer demasiado rápido puede conllevar una digestión complicada. Atravesamos parajes creíbles aunque inimaginables: el verde, el rojo, el azul, el naranja, el negro, el gris, el amarillo, el celeste y mil colores más se reunían ante un escenario que clamaba al cielo en desesperados aullidos cromáticos. Las sulfatas se sucedían y el paisaje cambiaba cada cinco minutos. Me esforcé por sentir algo de nuevo. Miraba a mis flancos y me detenía para tratar de captar algo. Nada. Mi estómago necesitaba reposo. Asimilar, otra forma distinta de entender la digestión. Cuando llegamos a la cima de un collado se presentó ante nosotros un yermo negruzco repleto de obsidiana repartida por aquí y por allá. Mirando al horizonte encontré con mis ojos un hito entre la niebla. Me acerqué a él. Recuerdo perfectamente su nombre. Ido Keinan. Un memorial hacia ese chico de 25 años que en Junio de 2007 murió congelado entre una tormenta muy cerca del refugio. No podría ver ni sus propios pies entre la niebla. Esta vez la digestión se reanudó por unos momentos y mi cuerpo se estremeció ante aquél montón de piedras que recordaban unos huesos, una carne, una sonrisa. Una vida. Lo vivo recordado con lo inerte. Cruel destino para el hombre. Ido Keinan, ese nombre me hará recordar por el resto de mis días que ninguna senda es completamente segura. La falta de respeto hacia lo que te supera es una vía directa hacia el óbito, así cómo el miedo es un buen carburante en esa autopista hacia el memorial, hacia el recuerdo a través del helado canto.
Luego de atravesar un paquete de hielo llegamos a la cabaña, flanqueada por el Este con una enorme y enfurecida sulfata. Montamos las tiendas entre unos círculos de piedra que protegían el débil tejido de las embravecidas ráfagas de viento. En aquella cabaña encontré una respuesta inesperada. Me encontré con un alemán que me habló de su viaje hacia el Yukón. Charlamos sobre Jack London y sobre nuestro sueño común de la infancia, aquélla ilusión por descubrir los parajes que London nos dibujaba en nuestras hambrientas mentes. En medio de Islandia, entre una rojiza sulfata rodeada de anaranjadas montañas y glaciares cubiertos de ceniza volcánica, estaba planeando viajar hacia el otro lado del océano. Algo no iba bien. "Más despacio" escuché entre las puertas de la cabaña. La rapidez suele detener las digestiones, al menos en mi sufrido estómago. El resto de la tarde lo pasé encerrado entre mi garganta, tratando de reanudar aquella interrupción digestiva que me impedía mirar al horizonte con honestidad.
A la mañana siguiente el tiempo fue más duro de lo esperado. Decidimos reconstruir nuestros pasos, desandar lo caminado. No tuve tiempo para deglutir bien lo comido y de mi boca sólo salían estúpidos sonidos que nada tenían que ver con la justicia debida a mí mismo. Podría escribir acerca del paisaje que recorrimos. Podría. Y me dolería. No sentí nada. No puedo escribir honestamente si no siento algo en mi piel. Mi estómago estaba completamente saturado. El exceso de acción satura la pasión, principal motor de mis palabras. Pasé el viaje de vuelta encerrado en mi esófago, tratando de encontrar aquella puerta por la que entrar y pisotear toda aquella comida que ansiaba ser deglutida.
El ansia de exploración saturó mi emoción. No tuve tiempo de asimilar todo lo que iba comiendo, todo lo que iba viviendo. Sin digestión no hay comprensión. Una vez más el lenguaje, las palabras, se revelan como ése estómago que tritura lo vivido y lo hace comprensible o, en su defecto, sensible. La rápida acumulación de lo vivido sólo conduce a una experiencia turista, lejana a la sensación reflexiva que deseo encontrar en el ártico. Respirar, pausar, masticar, engullir y digerir. El exceso de comida deslizándose por el esófago satura al estómago, sumergiendo al cerebro en un baño de angustia que impide la nueva ingestión de vivencias. En mí, al menos, sé que la rapidez sólo conduce al desencanto y a la helada apatía que aleja el alado deseo de seguir viviendo.