Mientras Zaratustra subía por la ladera, iba pensando en las numerosas caminatas solitarias que había realizado desde su juventud y en las muchas montañas, sierras y cumbres que había escalado.[...]
Y sea cual fuere mi destino, sea cual fuere el suceso que me acontezca, siempre será para mí un viaje y una ascensión: acaba por no vivirse más que lo que está en uno.
"Así habló Zaratustra", Nietzsche
El autobús prosiguió su marcha por los márgenes del siempre cambiante Markafljót. Las laderas del volcán que delimitaban el paso del río repentinamente en esa planicie compleja, difícil de entender. Era una paisaje que aparecía extraño a la mente que se había criado lejos de aquellas latitudes: las montañas estaban colmadas por profundos y amenazadores glaciares que cubrían pero no lograban a esconder la fuerza con la que aquellas imponentes colinas se habían creado bajo los glaciares que cubrían a la Tierra durante su última era glaciar. La roca derretida quería abrirse paso en el hielo para poder abrazar las glaciales mañanas ya pretéritas. En esta lucha entre hielo y roca fundida se crearon las montañas de palagonita, una débil roca de arena, típica de esa zona de Islandia. Una vez retirados los hielos, el mar se abrió paso y cinceló oníricas formas en la débil roca, unas esculturas que han nutrido el imaginario popular de la zona viendo en ellas centenares de seres; traídos a la vida en la cercanía del fuego hogareño en el largo invierno islandés.
Esos peñascos que punzan la imaginación colman las laderas de arena desprendidas de los mismos seres de arenisca, esa arena cubierta por la verde hierba veraniega de la que las ovejas islandesas dan buena cuenta. Una catedral ártica: las bóvedas heladas, las negras gárgolas escupiendo el agua que sus mismos desechos han de beber y el gris de la realidad acariciado por el perenne devenir. Las laderas son engullidas repentinamente por las carnavalescas riberas del río, creando un juego de ángulos que sorprende por su agresivo vértice. Y el musgo que se agarra a todo, bronceando las peladas colinas en invierno y tintándolas, en verano, de un verde exótico para estas latitudes. Allí ocurre algo mágico: ante la pasmosa novedad del paisaje, uno se ve obligado a aprender a leer de nuevo lo que tiene delante de los ojos, aprende a mirar de nuevo a lo que se le presenta delante de la tez.
Y cuando uno parece estar acostumbrado a esa nueva forma de mirar, de atender a lo que sucede delante de la nariz, estalla en la frente de uno esa bofetada helada que los glaciares propinan a las cuencas de los ojos. Imposible de hacerse con ellos a primer golpe de vista. Imposible de entenderlos y comprender lo que sucede. Uno se halla extraño delante de ellos: querer eliminar la partícula negativa de "imposible" y no lograrlo. ¿Cómo mirar a esa mole de hielo precipitándose de las cumbres? Sé que se precipitan, pero no los veo moverse. Sé que su paso ha creado la mayor parte de esta isla, pero siguen impasibles delante mío. Cruzo los brazos por delante de mi pecho y trato de cavilar qué tipo de lección puede darme esa cascada helada. Entonces miro a mi alrededor: turistas haciendo fotos de la lengua glacial que lame la montaña. Haciéndose fotos delante de él para después guardarlas olvidadas en un fichero del ordenador, el diafragma accionado para demostrar que se ha estado ahí. Y todo eso, ¿para qué?
Que la vida no tiene un sentido verdadero, no es un descubrimiento muy lúcido: sólo hace falta atender a lo que sucede. La lucidez se halla en saberse creador del sentido de la vida de uno mismo sin caer en absolutismos, siendo consciente de que en tanto cuanto sentido creado tiene la posibilidad de ser destruido; y, aún más importante, sin quedarse en el impotente nihilismo que nada ya quiere. Los turistas, con sus cámaras y sus recuerdos, parecen agarrarse al sentido de su vida, más allá si se saben creadores de él. Yo no me uno al sentido de sus vidas que entreveo entre sus acciones y su forma de comportarse. Ésa no es mi senda, esa no es la perspectiva desde la que quiero controlar mi vida. Ni me opongo ni me detengo en ella, no tengo tiempo para eso; hay que saber desechar a tiempo lo que no se quiere para ceder el tiempo a lo que uno pretende. Y es que el colmillo de la guadaña siempre anda cerca. Los vientos me soplaban desde el hielo, postrado frente a ellos sentí como la dirección de mi vida pasaba por la reflexión a través de la relación profunda y directa. Sin lentes u objetivos cómo intermediarios. Una relación a través de mis manos, mis pulmones y mis piernas. Yo no quería viajar para ser mediado, yo quería viajar para ser yo mismo: mediar a través de mí. "Recto, no que te pongan recto" que decía el Antonino. Relacionarme con lo que me rodea siendo yo mismo lo que me rodea: conociendo, buscando, caminando, escalando. Acción y no pasividad. Era el sentido con el que me encontraba cómodo: no digo que sea el verdadero, ni el aconsejable, ni el correcto. Simplemente, con el que me encontraba cómodo. Todo sentido creado puede ser destruido, quizás en un mañana venidero cambiaría de sofá otra vez, la cuestión era estar bien sentado.
De nuevo en el autobús nos adentramos en ese conjunto de elementos que, una vez más, me hacía desprender mi mandíbula hasta latitudes cercanas a la nuez. Las rocas que no habían sido erosionadas por el río glaciar habían creado unas montañas en las que la vegetación había florecido con más fuerza que en el resto del Sur de Islandia debido a la protección del viento por las altas montañas y las relativas altas temperaturas de este enclave cerrado entre picachos. Las regiones forestadas aparecían como oasis entre cuencas de feroces e intratables ríos glaciares. Parecían goletas perdidas en un inmenso y caótico mar de rocas pulidas por el río, aguas cargadas de sedimentos y arena espesa. Un lugar, de nuevo, difícil de entender; la vida se generaba dónde uno menos se lo esperaba: en el medio del aparente caos que reinaba aquel lugar.