lunes, 25 de julio de 2011

Escapadas desde Hellishólar (IV): Thórsmörk - Skógar (II)

Mientras Zaratustra subía por la ladera, iba pensando en las numerosas caminatas solitarias que había realizado desde su juventud y en las muchas montañas, sierras y cumbres que había escalado.

[...]

Y sea cual fuere mi destino, sea cual fuere el suceso que me acontezca, siempre será para mí un viaje y una ascensión: acaba por no vivirse más que lo que está en uno.

"Así habló Zaratustra", Nietzsche

El autobús prosiguió su marcha por los márgenes del siempre cambiante Markafljót. Las laderas del volcán que delimitaban el paso del río repentinamente en esa planicie compleja, difícil de entender. Era una paisaje que aparecía extraño a la mente que se había criado lejos de aquellas latitudes: las montañas estaban colmadas por profundos y amenazadores glaciares que cubrían pero no lograban a esconder la fuerza con la que aquellas imponentes colinas se habían creado bajo los glaciares que cubrían a la Tierra durante su última era glaciar. La roca derretida quería abrirse paso en el hielo para poder abrazar las glaciales mañanas ya pretéritas. En esta lucha entre hielo y roca fundida se crearon las montañas de palagonita, una débil roca de arena, típica de esa zona de Islandia. Una vez retirados los hielos, el mar se abrió paso y cinceló oníricas formas en la débil roca, unas esculturas que han nutrido el imaginario popular de la zona viendo en ellas centenares de seres; traídos a la vida en la cercanía del fuego hogareño en el largo invierno islandés.

Esos peñascos que punzan la imaginación colman las laderas de arena desprendidas de los mismos seres de arenisca, esa arena cubierta por la verde hierba veraniega de la que las ovejas islandesas dan buena cuenta. Una catedral ártica: las bóvedas heladas, las negras gárgolas escupiendo el agua que sus mismos desechos han de beber y el gris de la realidad acariciado por el perenne devenir. Las laderas son engullidas repentinamente por las carnavalescas riberas del río, creando un juego de ángulos que sorprende por su agresivo vértice. Y el musgo que se agarra a todo, bronceando las peladas colinas en invierno y tintándolas, en verano, de un verde exótico para estas latitudes. Allí ocurre algo mágico: ante la pasmosa novedad del paisaje, uno se ve obligado a aprender a leer de nuevo lo que tiene delante de los ojos, aprende a mirar de nuevo a lo que se le presenta delante de la tez.

Y cuando uno parece estar acostumbrado a esa nueva forma de mirar, de atender a lo que sucede delante de la nariz, estalla en la frente de uno esa bofetada helada que los glaciares propinan a las cuencas de los ojos. Imposible de hacerse con ellos a primer golpe de vista. Imposible de entenderlos y comprender lo que sucede. Uno se halla extraño delante de ellos: querer eliminar la partícula negativa de "imposible" y no lograrlo. ¿Cómo mirar a esa mole de hielo precipitándose de las cumbres? Sé que se precipitan, pero no los veo moverse. Sé que su paso ha creado la mayor parte de esta isla, pero siguen impasibles delante mío. Cruzo los brazos por delante de mi pecho y trato de cavilar qué tipo de lección puede darme esa cascada helada. Entonces miro a mi alrededor: turistas haciendo fotos de la lengua glacial que lame la montaña. Haciéndose fotos delante de él para después guardarlas olvidadas en un fichero del ordenador, el diafragma accionado para demostrar que se ha estado ahí. Y todo eso, ¿para qué?

Que la vida no tiene un sentido verdadero, no es un descubrimiento muy lúcido: sólo hace falta atender a lo que sucede. La lucidez se halla en saberse creador del sentido de la vida de uno mismo sin caer en absolutismos, siendo consciente de que en tanto cuanto sentido creado tiene la posibilidad de ser destruido; y, aún más importante, sin quedarse en el impotente nihilismo que nada ya quiere. Los turistas, con sus cámaras y sus recuerdos, parecen agarrarse al sentido de su vida, más allá si se saben creadores de él. Yo no me uno al sentido de sus vidas que entreveo entre sus acciones y su forma de comportarse. Ésa no es mi senda, esa no es la perspectiva desde la que quiero controlar mi vida. Ni me opongo ni me detengo en ella, no tengo tiempo para eso; hay que saber desechar a tiempo lo que no se quiere para ceder el tiempo a lo que uno pretende. Y es que el colmillo de la guadaña siempre anda cerca. Los vientos me soplaban desde el hielo, postrado frente a ellos sentí como la dirección de mi vida pasaba por la reflexión a través de la relación profunda y directa. Sin lentes u objetivos cómo intermediarios. Una relación a través de mis manos, mis pulmones y mis piernas. Yo no quería viajar para ser mediado, yo quería viajar para ser yo mismo: mediar a través de mí. "Recto, no que te pongan recto" que decía el Antonino. Relacionarme con lo que me rodea siendo yo mismo lo que me rodea: conociendo, buscando, caminando, escalando. Acción y no pasividad. Era el sentido con el que me encontraba cómodo: no digo que sea el verdadero, ni el aconsejable, ni el correcto. Simplemente, con el que me encontraba cómodo. Todo sentido creado puede ser destruido, quizás en un mañana venidero cambiaría de sofá otra vez, la cuestión era estar bien sentado.

De nuevo en el autobús nos adentramos en ese conjunto de elementos que, una vez más, me hacía desprender mi mandíbula hasta latitudes cercanas a la nuez. Las rocas que no habían sido erosionadas por el río glaciar habían creado unas montañas en las que la vegetación había florecido con más fuerza que en el resto del Sur de Islandia debido a la protección del viento por las altas montañas y las relativas altas temperaturas de este enclave cerrado entre picachos. Las regiones forestadas aparecían como oasis entre cuencas de feroces e intratables ríos glaciares. Parecían goletas perdidas en un inmenso y caótico mar de rocas pulidas por el río, aguas cargadas de sedimentos y arena espesa. Un lugar, de nuevo, difícil de entender; la vida se generaba dónde uno menos se lo esperaba: en el medio del aparente caos que reinaba aquel lugar.

sábado, 23 de julio de 2011

Escapadas desde Hellishólar (IV): Thórsmörk - Skógar (I)

Enlace al álbum de fotos:

Thórsmörk - Skógar (July 2011)


Os aconsejo la lucha y no el trabajo. Os aconsejo la victoria y no la paz. ¡Que vuestro trabajo sea una lucha, que vuestra paz sea una victoria!

[...]

Pero el enemigo más peligroso que puedas encontrar será siempre "tú mismo". Eres "tú mismo" quien te acecha en las cavernas y en los bosques.

Nietzsche, Así habló Zaratustra


Ya lo habíamos dicho. Dejábamos el trabajo. La noticia no había sido muy bienvenida en aquél entorno familiar que dominaba nuestra granja. Habíamos pasado de ser el trabajador fiable, duro y rentable al proscrito que abandonaba la familia. Algunos se lo habían tomado nuestra partida como algo inherente a la capacidad de decisión de los seres inteligentes y en parte libres y otros como una ofensa personal, lo que había llevado a algunos integrantes del grupo de trabajadores a dejarnos de lado para mostrar, sin abrir la boca, que estaban del lado de quien les daba de comer. Y como al fin y al cabo todo es cuestión de interés y egoísmo, las sacudidas de mi conciencia acerca de la responsabilidad no lograron penetrar demasiado en mi mente y un hombre con bigote me ayudó a respaldar mi opción. Aunque, sobretodo me tenía a mí mismo respaldándome, recordando aquél mayúsculo y musculoso "ser uno mismo" que se esconde tras el "ahora os ordeno que me perdáis y que os encontréis a vosotros mismos" que parece cerrar el primer libro de "Así habló Zaratustra". Ellos tendrían sus hombres sin bigote, clavados a una cruz, con sombrero o con bastón respaldando las suyas. ¿Mi opción? No había nada más que aprender allí, la vida es demasiado importante para dejarse arrastrar por la superfluidad del aburrimiento y dejarse llevar en algo en lo que no se cree ni se quiere ser. Ni, por supuesto, olvidar que el principal interés de dejar de lado por un tiempo mi aprendizaje a través del viaje estaba interesado en una búsqueda de financiación para el mismo viajar que el trabajo no llegaba a satisfacer. Había aprendido muchas sobre la cultura islandesa y el comportamiento de sus habitantes, sobre el campo y sus diferentes métodos de trabajo, sobre la psicología en un bar, sobre cómo no llevar un negocio y cómo aguantar 17 horas seguidas trabajando. Ya había sido suficiente. Ya estaba saciado. Ahora tenía otros cuellos que morder y otras sangres que beber. Tomar el control de mi vida, aprender a navegar y a dirigir, ese había sido mi objetivo este año y debía llevarlo a cabo.

Nos quedaba unos cuatro días libres antes de dejar el trabajo. El primer par de ellos habíamos decidido pasarlo caminando entre el valle de Thórsmörk y Skógar. La última y extraoficial etapa de la ruta del Laugavegur, entre el magnífico valle de Landmannalaugar y el valle de Thórsmörk, rodeado y protegido en una crépida pero bella simbiosis con los glaciares y los volcanes. Entre ellos el Eyjafjallajökull, el infame volcán de las aerolíneas pero aún más infame entre los granjeros de la zona que jamás salieron en los noticiarios europeos. Lo dicho más arriba, interés y egoísmo, algo inherente al ser humano y que todos hemos tratado de esconder tras ese amor al prójimo y esa compasión que sirven bien para su propósito: adiestrar.

Llegamos a la gasolinera y vimos el "gentío" turista esperando por el autobús. Tras un año viviendo en Islandia 20 personas le parecen a uno una ciudad entera reunida. Compré los billetes hablando en mi islandés, salteando y eludiendo lo que no entendía con unos perfectos "Já" que me sacaban del apuro. Me gustaba ver como poco a poco aquél idioma se había metido en mí sin estudiarlo siquiera, podía entender la mayoría de conversaciones acerca de bebida, viajes, mujeres, montaña y comida. Una vez en el autobús me dí cuenta de cuán bien conocía aquél país. En un año había viajado más que la mayoría de islandeses en toda su vida. Conocía pequeños pueblos y lugares que muchos de mis compañeros de trabajo ni sabían que existían. Veía cómo los turistas buscaban en los mapas los lugares de interés y cómo erraban el tiro al localizar Vestamannaeyjar, Eyjafjallajökull o el mismo valle al que nos dirigíamos. Incluso no sabían nada de la historia de Njál y sus héroes de la era vikinga que había transcurrido por aquellas colinas cercanas a la planicie que atravesábamos. Yo sólo podía sonreír y saber que, al menos había cumplido uno de mis objetivos al pisar esta isla: empaparme de ella y tratar de hacerla mía. Ellos lo harían a su manera. Los respetaba pero no compartía su forma de hacerse con el mundo: el turismo es la peor forma de comerse una tierra, de digerirla y hacértela tuya. Para eso hay que vivir en ella y de ella, hay que ser amante de lo profundo y buscar agua que beber en sus cavernas. Ver aquellos turistas tratando de hacerse con la isla que había tardado un año en comerme - y que tanto me quedaba por degustar - abría en mi mente la vital discusión entre la superfluidad y la profundidad. La llamada curiosa de lo profundo que llama al explorador a adentrarse en las más frondosas junglas y en las más altas cumbres. El seguro susurro de lo superfluo que llama al turista a quedarse en los caminos asfaltados y preparados, tratando de comerse a golpe de cámara un paisaje que le queda demasiado lejos: un comensal sentado demasiado lejos de la mesa con unos cubiertos demasiado cortos que, colmado de locura, cree haber comido y estar saciado sin haber tocado un pedazo del festín.

El autobús se paró en una de aquella oportunidades que Islandia da a los superfluos turistas de creerse y saborear un pedazo de pan del que se alimentan los profundos. Aquella cascada de Seljandafoss que permite ese característico "ir más allá" de los que tienen el alma henchida de profundidad. Me senté en uno de los bancos que miraban a la cascada y a la ristra de turistas que circulaban por detrás de ella, abrí el libro por donde lo había dejado y leí un premonitorio:

Antes soñaban con llegar a ser héroes; ahora solo son gozadores. La imagen del héroe les causa espanto y pesadumbre. Pero, en nombre de mi amor y de mi esperanza, yo te conjuro: ¡no arrojes lejos de ti al héroe que hay en tu alma! ¡Santifica tu más alta esperanza!

Nietzsche, Del árbol de la montaña, Así habló Zaratustra


viernes, 24 de junio de 2011

Escapadas desde Hellishólar (II) - Vestmannaeyjar (I)

Llegaban los dos días libres tan deseados después de días de trabajo duro cortando la hierba de toda la zona de las tan artificiales cabañas de Hellishólar, después de reparar durante un día entero el techo de una de ellas, aprendiendo cómo hacerlo con un carpintero de la zona y conociendo al fin el por qué de esos techos y paredes islandesas.

Los techos islandeses suelen ser cubiertos por unas planchas de chapa onduladas para guiar el agua hacia el confín de la cubierta, clavados con unos clavos de acero al techo de madera. Suele ser una cubierta eficaz, barata y rápida de montar. El carpintero con el que trabajé no abrió la boca hasta que vio cómo clavaba las hileras de clavos más rápido que él, eludiendo y no escuchando el dolor en mis brazos ni en mis manos, tratando de ganarme su confianza hasta que lo conseguí al oír salir de su boca un "chico, vamos a tomar un café". Nos bajamos del techo y empezó a hablar sin parar acerca de la carpintería en Islandia. Ante mi pregunta sobre por qué las casas de este país también tienen el mismo material de chapa en los techos y en las paredes del exterior me espetó un: "en Europa llueve de arriba hacia abajo, en Islandia llueve de lado también". Una verdad como un templo que había comprobado en el año que llevaba viviendo aquí, aprendiendo a distinguir en los días de lluvia a los turistas de los residentes: quién enarbolaba un paraguas era definitivamente un turista, inconsciente del sempiterno y repentino viento que aparece cuando uno menos se lo espera.

Un tipo peculiar aquél carpintero que me brindó la oportunidad de conocer en mis propias manos, desde el Norte, el oficio de mi abuelo. Un oficio relacionado con algo inseparable del ser humano y seguramente esencial en él: el hogar. Sin duda un trabajo tras el que uno no necesita exprimir el cuerpo corriendo por los alrededores o liándose a puñetazos con el saco de arena del gimnasio antes de ir a dormir. La reciente lectura de las Meditaciones del emperador Antonino me habían ayudado a aguantar con una sonrisa y con un abrazo aquellos duros trabajos.

Antes de despedir la soleada noche decidimos a dedo sobre el mapa la excursión de los dos días siguientes: una ruta desde el bosque de Thor - Thórsmörk -, el valle rodeado por dos de los glaciares más bonitos de Islandia el Myrdasjökull y el Eyjafjallajökull. Un valle al que sólo se puede llegar con un buen 4x4 debido a los grandes ríos que provienen de los glaciares y se extienden por todo el Markafljót. Había un autobús partiendo de la ciudad más cercana a nuestra granja, Hvolsvöllur y decidimos levantarnos pronto para llegar a coger el autobús a las 10:30h. El primer día consistía en una caminata por empinadas colinas, con la ayuda de cuerdas, hasta el lugar por el que el Eyjafjalla empezó a rugir: Fimmvordurháls. Allí pasaríamos una noche en un refugio de montaña y exploraríamos la zona en busca de los ríos de lava que aún corrían por debajo de la superficie: más de un compañero aquí en Islandia me había enseñado instantáneas de esos ríos y de cómo la suela de los zapatos se les había llegado a derretir. Hacer esa excursión entre una geóloga y un curioso amante de la vida hacía un tándem perfecto de entusiastas en busca de lo inaudito.

En nuestro nuevo mapa los cartógrafos habían perfilado incluso la forma de las nuevas montañas producidas por la última erupción. El segundo día lo habíamos cincelado cómo el descenso por el maravilloso e inhóspito cañón del río Skogá hasta su suicidio final en la catarata de Skógafoss, acompañando al río en su senectud nos despediríamos de su fenecimiento alzando el pulgar para tratar de volver a la granja a través de la curiosa actividad del autoestop.

Había sido un día duro de trabajo pero nos íbamos a dormir con una sonrisa, a la mañana siguiente seríamos cómo dos críos ante un nuevo mundo. Cuando pasó la noche, la madrugada y la mañana se nos abrazó tan fuerte que nos dejó pegados a la cama. Después de preparar todo lo más rápido posible, dejamos la granja demasiado tarde cómo para tratar de coger el autobús. Aún a sabiendas de ello, empezamos a caminar con todos los enseres y con el pulgar levantado para tratar de llegar a Hvolsvöllur, pasaron unos cuántos coches de turistas, que no suelen recoger a caminantes debido al miedo que recogen en sus peligrosos países, hasta que llegó el coche de un islandés, acostumbrados a otro modo de hacer y otra moralidad en carretera. Era un ingeniero que vendía una máquina de muñir automática y nos explicó todo el proceso que seguía y de dónde venía la leche que bebían todos los islandeses, admirable pues las vacas en este país brillan por su ausencia. Aún con todo, me prometió que había muchas cabezas de ganado en el Sur. Tras agradecerle el viaje y su ilustración de las costumbres lecheras boreales nos dejó en la gasolinera.

Cuando un europeo aterriza en Islandia trata de buscar las paradas de autobús por todos los lugares posibles, cuando de hecho sólo hay una y muy pequeña en Reykjavík. Uno se siente un poco perdido sin la marquesina y la ausencia de carteles y horarios, pero tras un año viviendo aquí sé que voy a añorar la desolación de información en la saturación europea. Los islandeses usan las gasolineras a modo de estación de autobús. Normalmente no hay carteles de información de horarios, uno debe acercarse a la caja y preguntar por el autobús. Así que me acerqué a la caja: el autobús ya había partido.

Nos planteamos cómo llegar. Igual podríamos hacer la ruta al revés y tratar de conseguir un coche a dedo hasta Skógar. Lo tratamos durante media hora y en esa media hora una gran nube se empezó a posar por encima de la ruta que habíamos planeado, en ese momento un coche se paró ante nuestro dedo. Un carpintero islandés que estaba arreglando la casa de su hijo. Nos dijo que había vivido en todos los países angloparlantes pero que siempre volvía a su querida isla. Asentimos ante la magia de este pedazo de lava en el Atlántico y le transimitiomos nuestro creciente amor por ella. Le comentamos nuestras dudas acerca de nuestro destino y nos dijo que el único lugar dónde se veía brillar la hierba era hacia el Sur, hacia Vestmannaeyjar. Nos miramos entre los dos, asentimos y el carpintero viró hacia la costa, hacia el Sur.

sábado, 18 de junio de 2011

Subsitencia por encima de la existencia (III)

Tras las gafas de sol tapaba las tímidas lágrimas que secundaban mi sonrisa. Ascendiendo con el coche por aquellas montañas llegamos, sustituyendo el asfixiante pedaleo por el cómodo juego de pedal, a las desérticas planicies que colman los fiordos del Oeste: con la roca quebrada por el hielo y los cúmulos de agua formando lagos que vendrán a morir en impresionantes saltos de agua hacia el fondo de los fiordos. Y entre aquellas precipitaciones de agua se encontraba la magnífica cascada de Dynjandi, una de las más grandes y bellas de aquella zona. Fue allí dónde comí la última lata de atún que encontré en mi mochila, con la bicicleta tirada en el suelo y mi espalda apoyada en las alforjas. La larga cabellera de agua que acariciaba las rocas más antiguas de Islandia sería también el testigo de el último giro de mi rueda trasera, cuando los radios decidieron combar la rueda en un despreciado óvalo.

Con la vibración del coche y el cansancio de todo lo recorrido me vine a dormir con la cabeza apoyada contra la ventana para despertarme en lo alto del paso de montaña más alto de Islandia, entre Arnarfjördur y Dýrafjördur. Más allá de aquél paso de montaña se encontraba la pequeña localidad de Thingeyri, en la que vendría a parar con mi maltrecha bicicleta a golpe de creencia y con el tesón de la convicción.

Cuando bajamos de las colinas hacia la pequeña localidad de los fiordos del Oeste, miré hacia aquellas montañas que rodeaban Dýrafjordur y volví a reencontrar mi hogar en aquella isla perdida en medio del Atlántico. Las montañas, aún salpicadas por la nieve, se reflejaban en medio del fiordo y eran el claro testigo de la diferencia entre el Norte y el Sur de Islandia: mientras en Reykjavík el verano ya había llegado haciendo explotar las hojas de árboles y flores, en Westfjörds el invierno no se había despedido aún. Las cimas de los fiordos me abrazaban como ya lo habían hecho durante aquellas tres semanas de Agosto de 2010, aquél era un sitio realmente especial: dónde todo terminó y todo volvió a comenzar.

Las carreteras en Westfjords suelen adaptarse y se dejan mimar por el terreno. Allí uno siente que no traiciona al paisaje, la carretera dibuja y perfila la línea de la costa: ora hacia el océano, ora hacia la horquilla del fiordo. Y dibujando hacia dentro y hacia afuera, llegamos a aquél rincón de Dýrafjordur en el que pasé buena parte del verano tratando de comenzar todo: mi meta pero no el destino de mi cabalgada con bicicleta por el Oeste esta isla.

En la puerta de Núpur me esperaba Siggi, uno de esos empresarios islandeses que día a día han construido su pequeño negocio y siguen con una sonrisa en la tez a pesar de la dureza de aquellas tierras. Me estrechó la mano cambiando su sempiterno cigarrillo de lado y me saludó con un entusiasmado: "Here he comes again, the bike-man!" Puesto que así era conocido por aquellas tierras al ser el único estudiante de aquél curso de islandés que llegó con una maltrecha bicicleta en vez de hacer uso del autobús que el curso ponía a nuestra disposición.

Le pregunté por la oferta de trabajo en las cercanías y me dijo que ahora era bastante tarde pero que podía probar en la cafetería regentada por la pareja de belgas en Thingeyri o podía llamar a su tocayo Siggi, que vivía en Flateyri y era un buen conocedor de la situación económica de la zona al ser él mismo uno de los mayores emprendedores de la zona.

Fuimos a dormir al gimnasio: un enorme edificio que servía a modo de hospedaje gratuito para los conocidos de Siggi. Allí se encontraba la zona de deporte de la que había sido la única escuela de Dýrafjordur, dónde se había formado gente del calibre de Jón Gnarr, el actual alcalde de Reykjavík. Y es que estos vientos árticos y los inviernos en los fiordos del Oeste, suelen estimular la esquizofrenia.
En aquél caótico y tétrico edificio se encontraba una piscina vacía, duchas, lavabos, una pista de baloncesto y centenares de habitaciones por las que, con la compañía del viento, tu imaginación se dejaba llevar de la mano de seres salidos del fondo de tus miedos. Buscamos una habitación de las menos tétricas y nos acomodamos allí. La soleada noche nos despedía y en mi mente tenía una clara idea: debía encontrar un trabajo en medio de toda aquella magia, debía encontrar la forma de pasar allí la el mayor tiempo posible, a sabiendas de que el perfil de aquél paisaje sacaba lo mejor y lo peor de mí. Al fin todo era cuestión de eso, de sacar algo.

jueves, 9 de junio de 2011

Subsitencia por encima de la existencia (II)

Con la rueda reparada y el teléfono del jefe de la planta de pescado en mi bolsillo, emprendimos el viaje de nuevo. Conducía aquél coche y no podía parar de pensar en mi cabalgada a lomos del equino metálico que kilómetros por delante pasaría de ser la montura portante a montura portada. Me acercaba, fiordo a fiordo, a aquél punto en el que los radios de mi rueda empezaron a estallar uno tras otro, debido a los 30kg de equipaje en la rueda trasera cuando sólo eran permitidos unos 20kg. Algún radio había estallado ya en Selárdalur, pero lo había compensado tensionando y destensionando los contiguos.

Al volante de aquél cajón metálico desde el que se imaginaba uno el paisaje, me acordé de la sensación que tuve al levantarme aquella mañana de Agosto en Bíldudalur. Un Domingo en el que todo estaba cerrado y sólo me quedaba un paquete de puré de patatas y una lata de atún. Por delante tenía unos 120km de carretera de montaña, entre fiordos, subidas con porcentajes asfixiantes y bajadas tenebrosas hacia el fondo de los valles. Miré el mapa. Observé la distancia entre Bildudalur y Þingeyri, el siguiente asentamiento humano. El único con abastecimiento alimenticio en todo el desolado recorrido entre las dos ciudades. En invierno, el paso está cerrado y las penínsulas del Sur son abastecidas desde Patreksfjordur, la ciudad más importante del sur de Westfjords; mientras que las penínsulas del Norte son abastecidas desde Ísafjordur. Así que ese paso que tenía que recorrer era tierra de nadie en invierno y, por eso mismo, la población se limitaba a una serie de granjas salpicadas por aquí y por allá, muchas de ellas derruidas y abandonadas.

No me la podía jugar. No me quedaba comida. La idea de dormir a mitad de camino era impensable. Pedalear con 30kg subiendo colinas y pasos de montaña exige aportación calórica. Dormir sin haber comido, despertarse con el estómago vacío y seguir pedaleando inducía claramente a esa sensación de mareo y confusión que debía evitar a toda costa para mantener la cabeza fría y tomar las decisiones correctas. No había otra. Me dije a mi mismo antes de salir de la tienda: "hoy llego a Þingeyri, sea como sea". Jamás había creído tanto en una sencilla frase. Me lo creía para hallar esa pasión sin la que lo imposible se ve incapaz de destruir su propia definición. Me lo creí antes de abrir la cremallera de la tienda para pisar la hierba con fuerza y decisión, lanzando una mirada al cielo que habría de prensenciar aquél espectáculo.

Los fiordos y sus azules aguas oceánicas fueron pasando y siendo dejados atrás. Estábamos atrapados en aquella estructura metálica que te impedía disfrutar del paisaje, que te impedía hacerte uno con él. Una unión que me fue posibilitada en mi pedaleo veraniego.

Y llegamos al puente, aquella estructura de cemento anterior a las cerradas curvas que escalaban aquellas montañas que se perfilaban como los molares de un lobo desde la lejanía. Aquél puente que cruzaba aquél río, dónde había una roca que servía a forma de mesa. Ante aquél envite recordé cómo paré la bicicleta y, con el estómago aún vacío, me puse a cocinar el último paquete de puré, aderezado con todas las hierbas comestibles que encontré por la cercanía. Desde el coche veía la mesa en la que aposenté mi bicicleta y conté los radios rotos: cuatro. No dije nada, quería aquél recuerdo sólo para mí. La garganta empezó a sentir el impulso que avecina el sollozo. Intenté rememorar mis sentimientos ante la mala noticia que recibí aquella mañana de verano: cuatro radios rotos en tan sólo cuarenta kilómetros. Recordé cómo en aquél momento las cuencas de los ojos se tornaron más acuosas de lo habitual, y me llevé las manos a la cabeza tratando de acariciar mi sien, tratando de consolarme en la soledad de aquél páramo. Solo. Ni un coche me había cruzado en toda la mañana. Comí el puré mientras sollozaba en silencio. Tenía miedo. Era débil. Todo aquél viaje se resumía en ese momento, sabía que ese instante debía llegar. Me había estado esperando. Todo mi esfuerzo se resumía en la acción que había de emprender: llamar y pedir ayuda, rechazando el envite del miedo, o abrazarse al temor y seguir pedaleando. Todo aquél viaje lo había preparado para superar el miedo, surgido de las calavéricas paredes del hospital, a valerme por mis propias manos. Había llegado la hora de dar un sentido a todas las pedaladas que me habían llevado hasta allí.




















Llegando a las carreteras que se encaramaban a lo alto de los fiordos, dónde ocurrió todo. Foto tomada en verano de 2010, Arnarfjordur.


Paré el coche. Aquello no era una simple mesa, era el sitio dónde
se había librado la batalla que me abrió los caminos de una nueva conciencia, de una nueva vida. Un lugar común convertido en monumento, un hito histórico que servía de testigo de mis pasos por este mundo.

"Por qué paras el coche?"
"Es un lugar histórico"
"Por qué?"
"Aquí fue dónde el antiguo y el nuevo Víctor se despidieron para siempre en un tembloroso abrazo"

No hacían falta más palabras, volví a encender el motor y continuamos el viaje. Encaramé el morro del coche hacia las cuestas dónde hube de dar vueltas y más vueltas a mis piernas, dónde escuché cómo los radios rebentaban uno tras otro. Dónde lloré cómo un crío recordando a mi abuelo y a mi madre, pidiéndoles ayuda y consejo desde la lejanía, desde ninguna parte. Dónde tuve miedo de quedarme sin rueda en medio de la nada a 40km del último pueblo y a 80km del siguiente. Dónde me dí cuenta de que una llamada a la policía significaba el continuar aterrado y encerrado en mis miedos; mientras que un pedaleo, aún a grito, lágrima, temblor y sollozo, me hacían dueño de mí mismo, abrazándome al miedo y superándolo.

En aquéllas cuestas, dónde mi vida cambió a través de la superación mediada por el sufrimiento: cuando yo lo quise, como yo lo quise. Dónde tomé las riendas de mi destino y me hice con él. Más tarde, en mi escritorio de Reykjavík leería en un oscuro invierno las palabras del alemán con bigote tupido y recordaría aquéllas pedaladas asustadas pero decididas: "Soy así porque yo lo quise, mi vida es así porque así la quise"

domingo, 5 de junio de 2011

Subsitencia por encima de la existencia (I)

Hay una clara diferencia entre lo vivido y lo explicado. Se suele condenar al que exagera en lo explicado, cuando no hay otra forma de explicarse. ¿Cómo hacer llegar al otro lo que uno sintió en el fondo de su estómago en aquél preciso instante en el que sintió que toda su vida iba a virar hacia otros mares y hacia otras corrientes? Cuando algo se explica, el oyente debe ejercer un gran esfuerzo empático para tratar de ponerse en nuestro lugar. Y es imposible. ¿Cómo hacer llegar a alguien todos los sentimientos que uno ha tenido al pedalear entre las montañas boreales? ¿Cómo hacer llegar el dolor de, no ya sentirse perdido, sino no sentirse? ¿Cómo hacer llegar el miedo y su superación? Esa espera ante la sala de operaciones dónde se siente esa desazón que recorre los recovecos de la nariz cuando el humor salado se aventura y precipita más allá del párpado, hacia las curvadas comisuras que le indican un camino de vuelta en los horizontes meridionales de la tez. Jamás el oyente sentirá en su piel la vívida pureza de lo que el hablante explica. Afinidad. Sólo puede llegar a comprendernos levemente el carga con experiencias afines a las nuestras. Jamás nos podrá entender. El entendimiento, mal que nos pese, empieza y acaba en nosotros; y a veces, ni empieza.

Y, sin embargo, tratamos de explicar lo vivido a los que no son afines a nuestra experiencia. Una de las claves de este intento de explicarse es la catarsis que se produce al revivir lo vivido a través de lo explicado: poniéndolo en un contexto, ordenándolo y dándole un sentido. Algo que la escritura y la literatura logran con mucha más precisión que la palabra viva. La escritura nace del momento vital de la creación y ordenación de lo vivido tamizado a través de nuestras manos al escribir, para venir a fenecer en el papel. Una muerte especial, en la que el muerto puede volver a la vida para revisarse, transformarse, trabajar sobre su estructura y volver a morir. Una revisión sobre lo escrito que se erige como cuasi imposible en la revisión de lo dicho en el diálogo vivo, a no ser que uno tenga un escriba o una grabadora.

Ese es, precisamente, una de las principales razones por la que escribo: un catarsis dirigida hacia mí mismo, tratar de aliviar el aturdimiento del desorden. Poner en orden el caótico diálogo conmigo mismo y, de paso, servir de cuña para aquellos que quieran acercarse a un entendimiento más prístino - aunque nunca dejará de ser turbio - sobre mí.

* * *

Dejaba atrás Reykjavík. Sólo por unos días. Me dirigía hacia el Norte, hacia aquellos fiordos del Oeste dónde comenzó todo, allí me enfrenté por vez primera con todos mis miedos, con el paisaje más antiguo de Islandia cómo testigo. Era allí dónde sentí la fuerza de este paisaje: los más altos picachos a escasos metros del mar. El océano luchando por reclamar su tierra a las montañas y éstas tratando de escapar del abrazo de las olas tocando con sus dedos el cielo. Aquél paisaje, a través de su sempiterna lucha, me había devuelto las fuerzas para vivir. Descubrí que la gente de aquellos lares tenía una inhóspita hospitalidad: sabedores de la dureza de aquellas tierras y la inminente soledad del invierno, no dudaban en hablar contigo y ayudarte en todo lo posible para continuar con tu lucha.

Recorrí todas las carreteras por las que había jadeado. Sonreí y aquella desazón que pronostica la lágrima se apoderó de mi nariz. Fui muy valiente, ahora lo podía decir a viva voz. Reconocía cada codo de la carretera y cada poste en el que posé mi bicicleta y me tumbé en el asfalto para calmar mis pulmones. Traté de explicar algo, pero preferí dejar los momentos de entendimiento para otro día. Aquella experiencia necesitaba tiempo para ser mejor explicada.

En ese viaje a los fiordos del Oeste me dí cuenta de mi error: había escogido mi lugar de trabajo en el sitio equivocado. De hecho, había estado trabajando de guía de montaña pero preferí dejar ese sueño para vivir y trabajar junto a los iris azulados con los que me despierto cada mañana. El único lugar para realizar ese proyecto conjunto era en una granja o en algún restaurante. Me ofrecieron la oportunidad de trabajar en una granja en el Sur de Islandia, con comida y habitación doble. La acepté. En aquél momento no me acordé del impacto de los fiordos del Oeste. Fue cuando respiré el aroma de aquellos fiordos cuando me dí cuenta de que yo no quería trabajar en el Sur.
Hay una clara diferencia entre el Norte y el Sur de Islandia: mientras en el Sur puebla lo turístico y lo confortable, en el Norte suele poblar la realidad ártica, la dureza y la soledad.

Ya era demasiado tarde para buscar un trabajo en una granja: todo estaba ocupado. Me pasé el viaje preguntando a la gente dónde encontrar alguna oferta de trabajo. En los fiordos del Oeste todo el mundo se conoce y no es difícil encontrar algo si se busca en el momento adecuado. Yo llegaba tarde.

Camino de vuelta de Selárdalur, un valle abandonado dónde sentí aquella lucha entre ola y peñasco, la rueda se desinfló. Hubimos de cambiarla y, ya en Bíldudalur, busqué un mecánico para repararla. Bíldudalur es un pequeño pero acogedor pueblo que ni siquiera muchos islandeses conocen, está justo en medio de los fiordos del Oeste. En medio de nada y en medio de todo. Traté de encontrar un mecánico y, cómo no, el hombre estaba de vacaciones en Reykjavík. Típico de estas tierras. Aquí la gente ha aprendido a aprender para sobrevivir, así que todo el mundo sabe hacer un poco de todo. Me metí en una fábrica de pescado y busqué ayuda allí. Encontré a los dos jefes de la fábrica jugando al billar, les expliqué el problema y me dijeron que les trajera la rueda allí. La repararon y, mientras lo hacían, les pregunté por trabajo, en efecto había trabajo: montar balas de hilos con anzuelos a 2500isk por bala, se debían alcanzar mínimo de tres balas por día, pero me dijeron que lo normal era hacer siete balas en siete horas. Un trabajo duro y repetitivo, pero en los fiordos del Oeste, en el paraíso.

Mi trabajo en el Sur comenzaba en 3 días y sentía la plena necesidad de buscar un trabajo lo más lejos del Sur posible. Tenía la posibilidad de trabajar en aquella fábrica de pescado, pero cuando miraba a aquéllos iris azules, me daba cuenta de que había ciertas divergencias acerca de nuestras preferencias de trabajo. Estaba claro que el Noroeste era mucho mejor, para mí incluso las condiciones de aquél trabajo eran buenas, pero no para la otra mitad del proyecto.

Así que seguí el viaje hacia el Norte, tratando de buscar desesperadamente un hueco, una excepción que me llevase a residir por mis propias manos en el Noroeste del Norte.

viernes, 20 de mayo de 2011

Carta de ánimo de los residentes españoles en Islandia

Desde Islandia también nos hemos movilizado para apoyar a esas protestas que han surgido en España. "Democracia Real Ya - Islandia" (esta es nuestra página en Facebook: http://www.facebook.com/pages/Democracia-real-YA-Islandia/146041072134563) ha enviado esta carta a las distintas acampadas y plazas de España.


Carta de ánimo de los residentes españoles en Islandia.


Compañeros y compañeras de todas las acampadas y plazas de España,


os escribimos desde el Norte, a un paso del círculo polar ártico, Islandia: los últimos retazos del mundo conocido, la Última Thule.

La leyenda suele contar que el griego Piteas fue el primero en avistar esta tierra desde su navío. Dicen que viajó más allá de las columnas de Hércules con su pequeño barco. Una amalgama de madera, tela, cuerda, carne y hueso no llega tan lejos sin orden, participación ni comunidad; sin pertenencia al todo que forman las velas, el casco, el timón, el capitán y la tripulación.


Era ese mismo barco griego el que más tarde se quiso extender por todo Occidente y, como una gota de perfume en el ancho mar, se perdió entre las mareas. Hoy queremos buscar esa gota de perfume en el fondo oceánico, sacar a la luz aquella idea de democracia y ponerla en sintonía con nuestro contexto.

Somos conscientes de que una democracia sana necesita de algo que la mayoría de los países modernos no puede lograr: una extensión territorial reducida en la que unos ciudadanos puedan conocerse unos a otros. Pues es el veto de la vergüenza el mejor resorte para provocar en el individuo el sentimiento de la responsabilidad. En una comunidad reducida, conociéndose todos entre todos, la deliberación previa a la toma de decisiones se toma con cuidado, a sabiendas de que dichas decisiones pueden perjudicar a aquél quien fuera tu compañero de escuela, a tu vecino, a tu familia o al amigo de tu amigo.

El dolor provocado por una mala decisión se recuerda mucho más en el estómago que el buen hacer salido de una buena decisión. Evidentemente, la corrupción está al orden del día pero sabiendo que en tus manos recae, como ciudadano que participa en el proceso de deliberación, el destino de tu ciudad, hay que pensárselo dos veces antes de traicionar a todo aquello que te otorga significado. Y es en ese punto, para bien o para mal, dónde nos hemos perdido: en la Antigua Grecia, el individuo no se entendía sin el Estado. Era el todo el que otorgaba sentido a la parte, era la parte la que participaba en y del todo. Era la ciudad la que otorgaba sentido al ciudadano, era el ciudadano el que participaba en y de la ciudad.


¿Somos ciudadanos de nuestros Estados? ¿Tomamos parte en el proceso de deliberación que forja los moldes de nuestro destino? ¿Sirve una papeleta cada cuatro años en una urna para realizarnos como ciudadanos?


La participación en la deliberación política necesita de tiempo, probablemente por eso mismo en Atenas el ciudadano que participaba era el que tenía tiempo para ello; es decir, el que no era esclavo. Hoy las cosas han cambiado pero sigue vigente en la idea de que una buena democracia no debe alejarse de reconocer al ciudadano como elemento propio de la deliberación en la toma de decisiones del Estado, de hecho se basa en eso mismo. Aunque, ¿cómo hacer que toda la masa ingente de población delibere? No es muy difícil caer en una oclocracia si todo habitante se pone a deliberar sin ton ni son. Hay que encontrar formas de conexión entre pueblo y políticos, más allá de una mera representación. Y si hay que encontrar dichas formas de convergencia, de conexión, si hoy estáis acampados en la mayoría de plazas de España, es porque se ha dado una divergencia entre el pueblo y la clase política. Algo que, los que vivimos en el Norte, vemos como una contradicción sangrante en la base de la democracia dónde es el político es ciudadano y el ciudadano es político. Es esa divergencia y esa distancia la que crea la falta de responsabilidad en muchos miembros de la clase política, viendo ellos mismos una distancia clara entre su estómago y el pueblo al que representan. Y es que, cómo dijo Aristóteles:


Así pues, es evidente que la ciudad (el Estado) es por naturaleza y es anterior al individuo; porque si cada uno por separado no se basta a sí mismo, se encontrará de manera semejante a las demás partes en relación con el todo. Y el que no puede vivir en comunidad, o no necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la ciudad (el Estado), sino una bestia o un dios

Aristóteles, Política, Libro I, 1252b


La mayor parte de nuestra clase política se ha auto-proclamado, enarbolando la legitimación de nuestro voto, como un micro-Estado dentro del propio Estado. No es que sean bestias -que muchos ciudadanos así lo creen- ni que sean dioses -que muchos de ellos así lo piensan- sino que han creado su propia comunidad dentro de nuestro Estado, pues son humanos y como tales necesitan vivir en comunidad. Una bonita palabra que recoge el término griego koinonía y que viene a significar un grupo común de personas unido por la asociación, intencionalidad, colaboración y común acuerdo.


No hace falta pensar mucho para ver que la comunidad política y la comunidad ciudadana divergen mucho en intenciones, colaboraciones y acuerdos.


¿Y quién es responsable de esta situación? El pueblo español. Nosotros. Con todas nuestras divergencias y con todas nuestras diferencias tenemos una intención y un acuerdo común: vivir en un país más justo. Con nuestra pasividad y nuestro silencio hemos permitido que nuestro sistema político vuelva a aquél perjudicial bipartidismo de la Restauración.


Los residentes españoles en Islandia vemos como la democracia representativa ha creado una herida casi irreconciliable entre la clase política y el pueblo al que representa. El pueblo, ahora mejor formado y más informado que nunca, quiere tomar parte del proceso de deliberación que guía los pasos de nuestra comunidad. ¿Cómo haremos de nuestra democracia una democracia más deliberativa? Es difícil decirlo, pero debemos trabajar por ello. Hay una cosa clara: ni todo el mundo quiere participar, ni todo el mundo debe participar. Estamos navegando en un barco que queremos reparar sin sacarlo del agua y eso siempre es algo difícil. Hay que estar preparados, estar formados y mantener la curiosidad para fomentar un continuo aprendizaje. Es en una sociedad formada, informada y crítica dónde la deliberación parece conducir a una mejor toma de decisiones y a una mejor ejecución de las acciones. Es esa responsabilidad de sabernos ciudadanos y responsables del rumbo de nuestro país la que debe fomentar un impulso para aprender y formarnos aún más para poder entender, emprender y construir las bases de una nueva democracia; una gobierno del pueblo alejado de la oclocracia y cercano a un gobierno del pueblo crítico, formado y leído. Somos el futuro de nuestro país y debemos luchar por ello: con el ejemplo de la experiencia de nuestros padres y abuelos, con la fuerza de un joven y con la curiosidad proteica de un chiquillo.


Desde el Norte os mandamos ánimos y esperamos que este movimiento se concrete en una demanda por un cambio de la democracia en nuestro país. Sabemos que la Junta Electoral, a pesar del artículo 21 de la Constitución Española, ha vetado la acampada, resistid y alzad vuestra voz de forma pacífica. Esperamos con el corazón en un puño que este movimiento de renovación democrática vaya mucho más allá de las elecciones de este Domingo.


Mucha fuerza.


¡Salud y democracia!


Residentes en Islandia:

  1. Victor Francisco Pajuelo Madrigal,
  2. Mario Ruiz Sánchez ,
  3. Paula de Lucas Gudiel,
  4. Cristina Bajo Santos,
  5. Carlos Fernández Asensio,
  6. Luis Ignacio Huete Coca,
  7. Ricardo Moure Ortega
  8. María Dolores Moya Ortega
  9. Alberto González Fernández
  10. Jesús Rodríguez Comes
  11. Yurena López Hernández
  12. Olga Vázquez López
  13. Mónica Otero Vidal
  14. Elena Jiménez Gutiérrez
  15. Ana Maria Gutiérrez Muñoz
  16. Pablo Alcón Hernández
  17. Cristina Hernández Rollán
  18. (Faltan más para firmar)