Hay una clara diferencia entre lo vivido y lo explicado. Se suele condenar al que exagera en lo explicado, cuando no hay otra forma de explicarse. ¿Cómo hacer llegar al otro lo que uno sintió en el fondo de su estómago en aquél preciso instante en el que sintió que toda su vida iba a virar hacia otros mares y hacia otras corrientes? Cuando algo se explica, el oyente debe ejercer un gran esfuerzo empático para tratar de ponerse en nuestro lugar. Y es imposible. ¿Cómo hacer llegar a alguien todos los sentimientos que uno ha tenido al pedalear entre las montañas boreales? ¿Cómo hacer llegar el dolor de, no ya sentirse perdido, sino no sentirse? ¿Cómo hacer llegar el miedo y su superación? Esa espera ante la sala de operaciones dónde se siente esa desazón que recorre los recovecos de la nariz cuando el humor salado se aventura y precipita más allá del párpado, hacia las curvadas comisuras que le indican un camino de vuelta en los horizontes meridionales de la tez. Jamás el oyente sentirá en su piel la vívida pureza de lo que el hablante explica. Afinidad. Sólo puede llegar a comprendernos levemente el carga con experiencias afines a las nuestras. Jamás nos podrá entender. El entendimiento, mal que nos pese, empieza y acaba en nosotros; y a veces, ni empieza.
Y, sin embargo, tratamos de explicar lo vivido a los que no son afines a nuestra experiencia. Una de las claves de este intento de explicarse es la catarsis que se produce al revivir lo vivido a través de lo explicado: poniéndolo en un contexto, ordenándolo y dándole un sentido. Algo que la escritura y la literatura logran con mucha más precisión que la palabra viva. La escritura nace del momento vital de la creación y ordenación de lo vivido tamizado a través de nuestras manos al escribir, para venir a fenecer en el papel. Una muerte especial, en la que el muerto puede volver a la vida para revisarse, transformarse, trabajar sobre su estructura y volver a morir. Una revisión sobre lo escrito que se erige como cuasi imposible en la revisión de lo dicho en el diálogo vivo, a no ser que uno tenga un escriba o una grabadora.
Ese es, precisamente, una de las principales razones por la que escribo: un catarsis dirigida hacia mí mismo, tratar de aliviar el aturdimiento del desorden. Poner en orden el caótico diálogo conmigo mismo y, de paso, servir de cuña para aquellos que quieran acercarse a un entendimiento más prístino - aunque nunca dejará de ser turbio - sobre mí.
Y, sin embargo, tratamos de explicar lo vivido a los que no son afines a nuestra experiencia. Una de las claves de este intento de explicarse es la catarsis que se produce al revivir lo vivido a través de lo explicado: poniéndolo en un contexto, ordenándolo y dándole un sentido. Algo que la escritura y la literatura logran con mucha más precisión que la palabra viva. La escritura nace del momento vital de la creación y ordenación de lo vivido tamizado a través de nuestras manos al escribir, para venir a fenecer en el papel. Una muerte especial, en la que el muerto puede volver a la vida para revisarse, transformarse, trabajar sobre su estructura y volver a morir. Una revisión sobre lo escrito que se erige como cuasi imposible en la revisión de lo dicho en el diálogo vivo, a no ser que uno tenga un escriba o una grabadora.
Ese es, precisamente, una de las principales razones por la que escribo: un catarsis dirigida hacia mí mismo, tratar de aliviar el aturdimiento del desorden. Poner en orden el caótico diálogo conmigo mismo y, de paso, servir de cuña para aquellos que quieran acercarse a un entendimiento más prístino - aunque nunca dejará de ser turbio - sobre mí.
* * *
Dejaba atrás Reykjavík. Sólo por unos días. Me dirigía hacia el Norte, hacia aquellos fiordos del Oeste dónde comenzó todo, allí me enfrenté por vez primera con todos mis miedos, con el paisaje más antiguo de Islandia cómo testigo. Era allí dónde sentí la fuerza de este paisaje: los más altos picachos a escasos metros del mar. El océano luchando por reclamar su tierra a las montañas y éstas tratando de escapar del abrazo de las olas tocando con sus dedos el cielo. Aquél paisaje, a través de su sempiterna lucha, me había devuelto las fuerzas para vivir. Descubrí que la gente de aquellos lares tenía una inhóspita hospitalidad: sabedores de la dureza de aquellas tierras y la inminente soledad del invierno, no dudaban en hablar contigo y ayudarte en todo lo posible para continuar con tu lucha.
Recorrí todas las carreteras por las que había jadeado. Sonreí y aquella desazón que pronostica la lágrima se apoderó de mi nariz. Fui muy valiente, ahora lo podía decir a viva voz. Reconocía cada codo de la carretera y cada poste en el que posé mi bicicleta y me tumbé en el asfalto para calmar mis pulmones. Traté de explicar algo, pero preferí dejar los momentos de entendimiento para otro día. Aquella experiencia necesitaba tiempo para ser mejor explicada.
En ese viaje a los fiordos del Oeste me dí cuenta de mi error: había escogido mi lugar de trabajo en el sitio equivocado. De hecho, había estado trabajando de guía de montaña pero preferí dejar ese sueño para vivir y trabajar junto a los iris azulados con los que me despierto cada mañana. El único lugar para realizar ese proyecto conjunto era en una granja o en algún restaurante. Me ofrecieron la oportunidad de trabajar en una granja en el Sur de Islandia, con comida y habitación doble. La acepté. En aquél momento no me acordé del impacto de los fiordos del Oeste. Fue cuando respiré el aroma de aquellos fiordos cuando me dí cuenta de que yo no quería trabajar en el Sur.
Hay una clara diferencia entre el Norte y el Sur de Islandia: mientras en el Sur puebla lo turístico y lo confortable, en el Norte suele poblar la realidad ártica, la dureza y la soledad.
Ya era demasiado tarde para buscar un trabajo en una granja: todo estaba ocupado. Me pasé el viaje preguntando a la gente dónde encontrar alguna oferta de trabajo. En los fiordos del Oeste todo el mundo se conoce y no es difícil encontrar algo si se busca en el momento adecuado. Yo llegaba tarde.
Camino de vuelta de Selárdalur, un valle abandonado dónde sentí aquella lucha entre ola y peñasco, la rueda se desinfló. Hubimos de cambiarla y, ya en Bíldudalur, busqué un mecánico para repararla. Bíldudalur es un pequeño pero acogedor pueblo que ni siquiera muchos islandeses conocen, está justo en medio de los fiordos del Oeste. En medio de nada y en medio de todo. Traté de encontrar un mecánico y, cómo no, el hombre estaba de vacaciones en Reykjavík. Típico de estas tierras. Aquí la gente ha aprendido a aprender para sobrevivir, así que todo el mundo sabe hacer un poco de todo. Me metí en una fábrica de pescado y busqué ayuda allí. Encontré a los dos jefes de la fábrica jugando al billar, les expliqué el problema y me dijeron que les trajera la rueda allí. La repararon y, mientras lo hacían, les pregunté por trabajo, en efecto había trabajo: montar balas de hilos con anzuelos a 2500isk por bala, se debían alcanzar mínimo de tres balas por día, pero me dijeron que lo normal era hacer siete balas en siete horas. Un trabajo duro y repetitivo, pero en los fiordos del Oeste, en el paraíso.
Mi trabajo en el Sur comenzaba en 3 días y sentía la plena necesidad de buscar un trabajo lo más lejos del Sur posible. Tenía la posibilidad de trabajar en aquella fábrica de pescado, pero cuando miraba a aquéllos iris azules, me daba cuenta de que había ciertas divergencias acerca de nuestras preferencias de trabajo. Estaba claro que el Noroeste era mucho mejor, para mí incluso las condiciones de aquél trabajo eran buenas, pero no para la otra mitad del proyecto.
Así que seguí el viaje hacia el Norte, tratando de buscar desesperadamente un hueco, una excepción que me llevase a residir por mis propias manos en el Noroeste del Norte.
Recorrí todas las carreteras por las que había jadeado. Sonreí y aquella desazón que pronostica la lágrima se apoderó de mi nariz. Fui muy valiente, ahora lo podía decir a viva voz. Reconocía cada codo de la carretera y cada poste en el que posé mi bicicleta y me tumbé en el asfalto para calmar mis pulmones. Traté de explicar algo, pero preferí dejar los momentos de entendimiento para otro día. Aquella experiencia necesitaba tiempo para ser mejor explicada.
En ese viaje a los fiordos del Oeste me dí cuenta de mi error: había escogido mi lugar de trabajo en el sitio equivocado. De hecho, había estado trabajando de guía de montaña pero preferí dejar ese sueño para vivir y trabajar junto a los iris azulados con los que me despierto cada mañana. El único lugar para realizar ese proyecto conjunto era en una granja o en algún restaurante. Me ofrecieron la oportunidad de trabajar en una granja en el Sur de Islandia, con comida y habitación doble. La acepté. En aquél momento no me acordé del impacto de los fiordos del Oeste. Fue cuando respiré el aroma de aquellos fiordos cuando me dí cuenta de que yo no quería trabajar en el Sur.
Hay una clara diferencia entre el Norte y el Sur de Islandia: mientras en el Sur puebla lo turístico y lo confortable, en el Norte suele poblar la realidad ártica, la dureza y la soledad.
Ya era demasiado tarde para buscar un trabajo en una granja: todo estaba ocupado. Me pasé el viaje preguntando a la gente dónde encontrar alguna oferta de trabajo. En los fiordos del Oeste todo el mundo se conoce y no es difícil encontrar algo si se busca en el momento adecuado. Yo llegaba tarde.
Camino de vuelta de Selárdalur, un valle abandonado dónde sentí aquella lucha entre ola y peñasco, la rueda se desinfló. Hubimos de cambiarla y, ya en Bíldudalur, busqué un mecánico para repararla. Bíldudalur es un pequeño pero acogedor pueblo que ni siquiera muchos islandeses conocen, está justo en medio de los fiordos del Oeste. En medio de nada y en medio de todo. Traté de encontrar un mecánico y, cómo no, el hombre estaba de vacaciones en Reykjavík. Típico de estas tierras. Aquí la gente ha aprendido a aprender para sobrevivir, así que todo el mundo sabe hacer un poco de todo. Me metí en una fábrica de pescado y busqué ayuda allí. Encontré a los dos jefes de la fábrica jugando al billar, les expliqué el problema y me dijeron que les trajera la rueda allí. La repararon y, mientras lo hacían, les pregunté por trabajo, en efecto había trabajo: montar balas de hilos con anzuelos a 2500isk por bala, se debían alcanzar mínimo de tres balas por día, pero me dijeron que lo normal era hacer siete balas en siete horas. Un trabajo duro y repetitivo, pero en los fiordos del Oeste, en el paraíso.
Mi trabajo en el Sur comenzaba en 3 días y sentía la plena necesidad de buscar un trabajo lo más lejos del Sur posible. Tenía la posibilidad de trabajar en aquella fábrica de pescado, pero cuando miraba a aquéllos iris azules, me daba cuenta de que había ciertas divergencias acerca de nuestras preferencias de trabajo. Estaba claro que el Noroeste era mucho mejor, para mí incluso las condiciones de aquél trabajo eran buenas, pero no para la otra mitad del proyecto.
Así que seguí el viaje hacia el Norte, tratando de buscar desesperadamente un hueco, una excepción que me llevase a residir por mis propias manos en el Noroeste del Norte.