sábado, 23 de julio de 2011

Escapadas desde Hellishólar (IV): Thórsmörk - Skógar (I)

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Thórsmörk - Skógar (July 2011)


Os aconsejo la lucha y no el trabajo. Os aconsejo la victoria y no la paz. ¡Que vuestro trabajo sea una lucha, que vuestra paz sea una victoria!

[...]

Pero el enemigo más peligroso que puedas encontrar será siempre "tú mismo". Eres "tú mismo" quien te acecha en las cavernas y en los bosques.

Nietzsche, Así habló Zaratustra


Ya lo habíamos dicho. Dejábamos el trabajo. La noticia no había sido muy bienvenida en aquél entorno familiar que dominaba nuestra granja. Habíamos pasado de ser el trabajador fiable, duro y rentable al proscrito que abandonaba la familia. Algunos se lo habían tomado nuestra partida como algo inherente a la capacidad de decisión de los seres inteligentes y en parte libres y otros como una ofensa personal, lo que había llevado a algunos integrantes del grupo de trabajadores a dejarnos de lado para mostrar, sin abrir la boca, que estaban del lado de quien les daba de comer. Y como al fin y al cabo todo es cuestión de interés y egoísmo, las sacudidas de mi conciencia acerca de la responsabilidad no lograron penetrar demasiado en mi mente y un hombre con bigote me ayudó a respaldar mi opción. Aunque, sobretodo me tenía a mí mismo respaldándome, recordando aquél mayúsculo y musculoso "ser uno mismo" que se esconde tras el "ahora os ordeno que me perdáis y que os encontréis a vosotros mismos" que parece cerrar el primer libro de "Así habló Zaratustra". Ellos tendrían sus hombres sin bigote, clavados a una cruz, con sombrero o con bastón respaldando las suyas. ¿Mi opción? No había nada más que aprender allí, la vida es demasiado importante para dejarse arrastrar por la superfluidad del aburrimiento y dejarse llevar en algo en lo que no se cree ni se quiere ser. Ni, por supuesto, olvidar que el principal interés de dejar de lado por un tiempo mi aprendizaje a través del viaje estaba interesado en una búsqueda de financiación para el mismo viajar que el trabajo no llegaba a satisfacer. Había aprendido muchas sobre la cultura islandesa y el comportamiento de sus habitantes, sobre el campo y sus diferentes métodos de trabajo, sobre la psicología en un bar, sobre cómo no llevar un negocio y cómo aguantar 17 horas seguidas trabajando. Ya había sido suficiente. Ya estaba saciado. Ahora tenía otros cuellos que morder y otras sangres que beber. Tomar el control de mi vida, aprender a navegar y a dirigir, ese había sido mi objetivo este año y debía llevarlo a cabo.

Nos quedaba unos cuatro días libres antes de dejar el trabajo. El primer par de ellos habíamos decidido pasarlo caminando entre el valle de Thórsmörk y Skógar. La última y extraoficial etapa de la ruta del Laugavegur, entre el magnífico valle de Landmannalaugar y el valle de Thórsmörk, rodeado y protegido en una crépida pero bella simbiosis con los glaciares y los volcanes. Entre ellos el Eyjafjallajökull, el infame volcán de las aerolíneas pero aún más infame entre los granjeros de la zona que jamás salieron en los noticiarios europeos. Lo dicho más arriba, interés y egoísmo, algo inherente al ser humano y que todos hemos tratado de esconder tras ese amor al prójimo y esa compasión que sirven bien para su propósito: adiestrar.

Llegamos a la gasolinera y vimos el "gentío" turista esperando por el autobús. Tras un año viviendo en Islandia 20 personas le parecen a uno una ciudad entera reunida. Compré los billetes hablando en mi islandés, salteando y eludiendo lo que no entendía con unos perfectos "Já" que me sacaban del apuro. Me gustaba ver como poco a poco aquél idioma se había metido en mí sin estudiarlo siquiera, podía entender la mayoría de conversaciones acerca de bebida, viajes, mujeres, montaña y comida. Una vez en el autobús me dí cuenta de cuán bien conocía aquél país. En un año había viajado más que la mayoría de islandeses en toda su vida. Conocía pequeños pueblos y lugares que muchos de mis compañeros de trabajo ni sabían que existían. Veía cómo los turistas buscaban en los mapas los lugares de interés y cómo erraban el tiro al localizar Vestamannaeyjar, Eyjafjallajökull o el mismo valle al que nos dirigíamos. Incluso no sabían nada de la historia de Njál y sus héroes de la era vikinga que había transcurrido por aquellas colinas cercanas a la planicie que atravesábamos. Yo sólo podía sonreír y saber que, al menos había cumplido uno de mis objetivos al pisar esta isla: empaparme de ella y tratar de hacerla mía. Ellos lo harían a su manera. Los respetaba pero no compartía su forma de hacerse con el mundo: el turismo es la peor forma de comerse una tierra, de digerirla y hacértela tuya. Para eso hay que vivir en ella y de ella, hay que ser amante de lo profundo y buscar agua que beber en sus cavernas. Ver aquellos turistas tratando de hacerse con la isla que había tardado un año en comerme - y que tanto me quedaba por degustar - abría en mi mente la vital discusión entre la superfluidad y la profundidad. La llamada curiosa de lo profundo que llama al explorador a adentrarse en las más frondosas junglas y en las más altas cumbres. El seguro susurro de lo superfluo que llama al turista a quedarse en los caminos asfaltados y preparados, tratando de comerse a golpe de cámara un paisaje que le queda demasiado lejos: un comensal sentado demasiado lejos de la mesa con unos cubiertos demasiado cortos que, colmado de locura, cree haber comido y estar saciado sin haber tocado un pedazo del festín.

El autobús se paró en una de aquella oportunidades que Islandia da a los superfluos turistas de creerse y saborear un pedazo de pan del que se alimentan los profundos. Aquella cascada de Seljandafoss que permite ese característico "ir más allá" de los que tienen el alma henchida de profundidad. Me senté en uno de los bancos que miraban a la cascada y a la ristra de turistas que circulaban por detrás de ella, abrí el libro por donde lo había dejado y leí un premonitorio:

Antes soñaban con llegar a ser héroes; ahora solo son gozadores. La imagen del héroe les causa espanto y pesadumbre. Pero, en nombre de mi amor y de mi esperanza, yo te conjuro: ¡no arrojes lejos de ti al héroe que hay en tu alma! ¡Santifica tu más alta esperanza!

Nietzsche, Del árbol de la montaña, Así habló Zaratustra