viernes, 30 de julio de 2010

El paisaje y sus posibilidades en la forma circular y textura cerámica propia del plato, o el "Plokkfiskur"

Empiezo esta sección por recomendación paterna, traslado aquí sus palabras.
Hola, veo por las fotos que lo estas pasando en grande espero que estes haciendo una investigacion de la gastronomia en la zona. Te sugiero que pruebes los platos típicos, mira siempre de conseguir las recetas con sus ingredientes y describe su historia. No te preocupes del presupuesto envianos los gastos que lo finaciaremos nosotros. El objetivo es tener una relación lo mas amplia posible de todas las recetas mas significativas e históricas del lugar. Espero que sigas disfrutando y cuelga lo antes posible la primera receta comentando el proceso de su elaboración, ingredientes y su historia.
Un fuerte abrazo.
Aunque no lo manifieste expresamente eludía a mi consabido agrado por Manuel Vázquez Montalbán y su especial manía por la gastronomía. Ni quiero emularle ni quiero rendirle ningún sobado homenaje, pero debo decir que comparto esa típica idea dónde la gastronomía va más allá de la nutrición y entra en el terreno artificioso de la cultura, brindando la oportunidad de conocer de mejor mano (y mejor estómago) las costumbres de una región o de un país.

En este viaje en bicicleta, que hoy me deja en Bildudalur, he estado ejerciendo un mentalizado ataque frontal contra toda idea gastronómica. Lo que andaba entre mis dientes sólo tenía un claro fin nutritivo. El hombre, ávido de artificio, necesita ir más allá de lo natural; tiende hacia lo artesanal. Busca la civilización en el desierto y clama al cielo cuando no encuentra algo que lo remita hacia sus congéneres. La inmensidad de la naturaleza empequeñece y asusta al pobre hombre y la saturación de lo civilizado le hastía de tal manera que puede llegar a odiar a sus coetáneos. De ahí, supongo, esa cruel mirada con la que los habitantes de las grandes urbes se desafían entre sí. Aún así, el hombre, inmerso en la inexorable fuerza de lo natural tiende a buscar rasgos civilizados. Ya sea con el pequeño contacto con cualquier dependiente de una perdida gasolinera, profiriendo alguna palabra que le recuerde su débil condición humana, o buscando aquél lugar de reunión donde se congreguen amistosamente sus desconocidos seres con los que guarda, histórica y biológicamente, una íntima relación.

En definitiva, harto de comer para nutrir mis músculos y asegurar mis pedaladas de la próxima jornada, me he sentado en un bar de Bildudalur y me he dejado dominar por el impulso cultural. No he escogido los energéticos platos de pasta, ni me he decantado por los apetitosos platos combinados de hamburguesas. He tendido hacia la exploración cultural. El "plokkfiskur". "Una tremenda guarrería" pensaba antes de comerlo, pero debía tragarlo para saber qué tierra estaba pisando.

Todo ha cambiado con el primer bocado. Una inusitada cremosidad ha invadido todo mi paladar y la combinación de la patata, el pescado, el pan moreno y la mantequilla se han fundido en mi boca, adquiriendo una melosidad que, horas después de haber dado la primera dentellada cultural, aún campa a sus anchas por los oscuros recovecos de mi boca.

Una receta típica de Islandia y, en un primer momento, totalmente necesaria, nutritiva y muy lejana a toda pretensión cultural. El "plokkfiskur" era lo único que los primeros pobladores de Islandia pudieron sacar de esta fértil pero gélida tierra y de sus peligrosos mares: la patata y el pescado. Más tarde llegaría la oveja, que mantendría a salvo a los islandeses durante siglos. Este animal se considera aquí como el cerdo en España, de ella se aprovecha absolutamente todo. Es increíble la total libertad de la que gozan en los meses de verano, campan a sus anchas por todos los rincones del paisaje islandés. Hasta que llega el "réttir" o el retiro hacia los corrales invernales. Cuando ellas no estaban, los primeros colonos hubieron de ingeniárselas para alimentarse y protegerse del frío. Así se forjó el nutritivo "plokkfiskur" las patatas podían resistir el frío en las camas de estiércol y el pescado se conseguía lanzando al mar alguna red que otra. No era más que un plato de lo único que había: tubérculos importados y pescados de los fiordos.
Más tarde, cuando algunos vikingos dejaron de lado el nomadismo saqueador, las vacas y las ovejas conocieron los volcánicos suelos de Islandia. Fué entonces cuando se añadió al mantequilla y la leche a la fácil receta. Poco a poco la cultura iba impregnando lo que antaño había sido una mera necesidad nutritiva y, por ende, natural. El artificio se iba consolidando. El paso de los años fue consolidando una receta a la que hoy en día se le añade un componente demasiado exótico para estas heladas tierras, el curry; o algo tan conocido para los catalanes como la famosa cebolla que aliña y acompaña amigablemente nuestra sana y deliciosa escalivada.

Los ingredientes que conforman el actual artificio para el gusto, o disgusto, de cuatro comensales son los siguientes:
  • 600g de bacalao sin piel ni espinas
  • 1 litro de leche
  • 1 cebolla cortada a la juliana
  • sal
  • pimienta
  • curry (yo preferiría no ponérselo, le da un exotismo índico que no concuerda con el sentir ártico de la receta)
  • 30g de mantequilla (la margarina no le quedaría nada bien)
  • 30g de harina (para espesar la mezcla)
  • patatas (hervidas y cortadas a trocitos pequeños; los trozos pequeños y redondos combinan perfectamente)
  • mantequilla fría (para untar con el pan moreno y mojar en el "plokkfiskur")
  • pan moreno (mejor si no es agrio)
Proceso de elaboración:

  1. Hervir el bacalao y escamarlo con un tenedor
  2. Ablandar la cebolla en la mantequilla y agregar la harina para hacer una salsa cremosa
  3. Añadir la leche a la salsa mientras se agita continuamente y llevar a ebullición. Cocinar a fuego lento durante varios minutos
  4. Apartar un poco de salsa a un lado
  5. Agregar el pescado y las patatas a la salsa y mezclar cuidadosamente juntos. Cocinar a fuego lento hasta que las patatas estén bien calientes. Añadir el curry si se desea
  6. Si la mezcla está muy seca agregar un poco de aquélla salsa apartada anteriormente
  7. Sazonar y agregar la mantequilla fría untada el el pan moreno
  8. Se puede gratinar un poco la superficie si se desea
  9. Acompañar con una cerveza
He aquí una receta bien sencilla y eminentemente histórica. Tenerla entre mis labios me ha evocado aquéllos primeros colonos que hubieron de sobrevivir aquí con tan poco. Una lástima el curry, a parte de los inmigrantes pakistaníes que vienen a buscarse la vida por la zona de Reykjavík, esta zona no tiene nada de índico. Con la tonadilla de la multiculturalidad y la globalización todas las fronteras se están desvaneciendo. Algo pasionalmente deseable para algún filántropo pero algo terrible para la identidad cultural. Se podría pensar esto y se podría pensar que, sin la mezcla cultural, no habría identidad española a la que algunos querrían asirse ni hubiese existido un estallido cultural entre los áticos. Una vez más reclamo algo de naturalidad en el artificio. ¿Mezcla cultural? Sí, pero alejada del inventario patético del maldito gafapastismo y del ideario aparentemente internacionalista de muchos cantores que elevan sus voces hacia lo mestizo, hacia lo que se da naturalmente, forzándolo de tal manera que dan arcadas sus proclamas lanzadas entre tambores, flautines y guitarras del Congo.





lunes, 19 de julio de 2010

Típico y tópico

En este enlace podéis encontrar las fotos de los primeros días en Reykjavík:


Aún no me lo creo demasiado, quizás mejor así. Creo estar viviendo un juego. Sólo me he encontrado conmigo mismo en dos momentos, y han sido los momentos más duros. Puede decirse que ya estoy en Reykjavík, que ya estoy en esa ciudad que, tras unos cuatro años, desee visitar. Ahora vivo en ella.

El primer día no fue mágico, que digamos. No esperaba la llegada perfecta y, quizás por eso mismo, no la tuve. Me dormí en el avión y no pude ver los hermosos campos de lava que rodeaban Kleflavík. Cuando salí del avión y vi aquellos carteles con sus extraños nombres pensé en lo que me dijo mi tía: "Ahora estás tú solo, tú y tus manos". Uno de los mejores consejos que me han dado jamás, y no me vino dado por ningún gurú ni filósofo de alta curnia, sino por una mujer que friega suelos y gana su sueldo "haciendo casas", como ella dice. De eso ya hace un par de días, en la dura despedida. Todos en corrillo, esperando pacientemente mi ronda de abrazos, algunos lloraban y otros hacían bromas para intentar no llorar. Intentaba apretar fuerte mis dientes, tratando de retener las lágrimas entre ellos. Jamás me ha gustado llorar en público. Mis ojos no lo querían creer y mi cabeza les asestaba martillazos sangrientos para convencerlos. Un año entero. Un año sin ver aquellas caras, sin abrazar aquellos cuerpos, sin sentir su calor, sin estar en acuerdo o en desacuerdo, en concordia o en discordia, sin reír con ellos, sin estar con ellos y en ellos, sin vivir, en definitiva, a su lado. Por un momento pensé en que yo no tenía derecho en sentirme así, que había gente que se veía forzada a despedirse para siempre, no por causas ociosas ni asquerosamente bohemias. Envié rápidamente ese sentimiento al carajo. A veces el respeto acalla la vida, yo debía sentir aquél momento como me venía al corazón y punto. Cualquier pretendido respeto que mitigara mi dolor al compararlo con otro, no era sino una forma cruel de hipocresía. Cada vida es un mundo, con sus sufrimientos y agonías, no podía estar dispuesto a vivirlas todas, no tenía tanto tiempo. La empatía, mal entendida, puede ser traicionera.
Cada paso que daba hacia el detector de metales era un paso más hacia el desapego, arrancaba mis aposentadas raíces en el nutrido suelo paternal, era realmente complicado. A cada paso sabía, una vez más, que se acercaba mi hora y mi turno. No sólo me despedía de unos trozos de carne a los que amaba, que levantaban sus brazos y los blandían en el aire, intentando atraparme con ellos. Me despedía de una época, de un estilo de vida. Allí se quedaba. Por un momento sentí la brisa correr entre mi nuca. Ahora estaba realmente solo, atrás quedaba mi tierna fundición entre aquellos abrazos que arrancaron lágrimas y carnavalescas sonrisas. Me sentía como aquél hoplita que abandonaba la formación y dejaba atrás a su compañero de pernera desprotegido, y no sólo a él, sino a toda la estirpe. Mi pesado escudo ya no me servía, ahora podía sentir el viento correr entre mi cara y mi cuerpo. Allí atrás iba quedando aquél grupo que alzaba al aire sus lanzas intentando exhortarme para volver al hogar, intentando evitar la deserción. Allí estaba mi madre, con mi partida, ¿quién la protegería ahora? Y a mi novia, ¿quién pondría ahora un escudo sobre mí ante los envites de la desazón? Nuestras carnes, en nuestra perfecta formación militar, se habían enternecido, ocultas tras los escudos a los rayos del sol. Era momento de curtir nuestras pieles, de separarnos y volver más fuertes. Quizás fuera todo una gran excusa, pero daba razón de ser a lo aparentemente irracional.

El vaso de té que acompaña estas líneas no se imaginaba jamás que mis labios se posarían sobre él. La vida, una suerte de suertes. Los primeros pasos en Reykjavík han confirmado la dureza de mi proyecto y, sin embargo, el azar o el carácter extrañamente amable de estas gentes han mitigado soberanamente la dificultad de la empresa. Y digo extrañamente amable por el consabido tópico de la frialdad nórdica, un título que se desvanece con el trato eminentemente humano que te ofrecen los islandeses. Llegué a mi casa como un peregrino al estilo moderno, cubierto de sudor, con una mochila de 35 kg a la espalda, y con una bicicleta con dos alforjas repletas de herramientas. Había dormido poco y mal. Cuando me bajé del autobús que venía del aeropuerto no había nadie esperándome, "típico de la frialdad nórdica" pensé. No podía entrar en mi casa, pues no sabía dónde andaba la dichosa ama de llaves a las 3h de la mañana. Pasé al interior de la estación con todos mis enseres: la bicicleta empacada en cartón y la interminable mochila. Allí se encontraban unas cuatro o cinco personas que dormían y roncaban a pierna suelta. Me aposenté entre ellos y me dispuse a mi tarea: dormir. Algo complicado con el sol de medianoche.

Me despertó un estruendo. Nadie más se levantó, deberían estar realmente cansados o felizmente drogados. Un grito en un extraño idioma me hizo girar bruscamente la cabeza. Había un loco en el improvisado dormitorio. Él pobre borrachuzo empezó a tararear una canción mientras daba unos interesantes brincos que desafiaban la biomecánica de sus rodillas. Otro tópico de los nórdicos se había cumplido: son unos borrachos. Pensé que ya iba siendo hora de salir de aquél atolladero y hacia eso de las 4 me fui a fuera a montar la bici con un sol de tres pares de pelotas. Una vez montada puse rumbo hacia lo que debía ser mi casa. En mi mente se estaba fraguando otro tópico, había quedado con la ama de llaves en la estación y no se había presentado ni había respondido a mis llamadas. Todo me sonaba a timo y ya iba pensando en algún hostal barato. En efecto, con el cansancio lo dije: estos nórdicos son unos ladrones.
Tras un par de horas callejeando por Reykjavík, con la mochila a cuestas y la bici entre las piernas, encontré mi casa. Eran las 10 de la mañana. Me tumbé fuera y me puse a dormir. No lo logré. Mi cabeza lanzaba imaginaciones al vuelo, miré los buzones y el nombre de aquella a quién había pagado la estancia no asomaba por ningún lado. El timo se hacía más grande en mi cabeza. Posé mi dedo sobre el anticuado botón y sonó un timbre. Esperé. Resoplé. Pensé en buscar un hostal entre las páginas de mi guía. Miré el primer escalón y puse mi pié sobre él. ¡Qué comienzo más duro joder! Cuando mi mente ya andaba durmiendo en un hostal y mis pies andaban sorteándose los escalones, escuché un crujir de bisagras. Giré la cabeza rápidamente y de aquella puerta salió una mujer cuarentona. Le pregunté si vivía allí una tal Rut. Me dijo que no me esperaba tan pronto. Yo no entendí nada. Le dije: "ai am de erasmus estudent", con mi inglés de señor bachiller. Me hizo un gesto con la mano con el que me invitaba a entrar a aquella casa. Se empezó a disculpar y me enseño lo que debía ser mi habitación. Me enseñó toda la casa y se disculpó mil veces por no tener recogida la habitación. Yo le dije otras tantas que a mi me la traía floja, que yo lo que quería era dormir. Sonó el timbre. Era la ama de llaves. Se pusieron a hablar entre ellas en perfecto islandés y, ora una después otra, se iban ruborizando. Mis ojeras no daban crédito. La casera me soltó otra ristra de disculpas. Habían entendido que llegaba un día más tarde. Ahora comprendía toda aquella amabilidad. Les volví a repetir que a mi me daba igual, que me gustaba intentar dormir en estaciones pero que ahora prefería mi cama. Insistieron en que fuera a comprarme algo de comer. Eran dos mujeres cuarentonas. Dos madres. Era imposible negar el envite. Me acompañaron al supermercado más barato en coche y quisieron esperarme a que comprara todo para traerme de vuelta a casa, les dije que no hacía falta, que tenía ganas de ir a ver una película. Que me iba al cine. Se quedaron bastante sorprendidas. "Is de mitnaigt sun" les espeté. Al final me dejaron en paz. Cuando me compré la comida de reglamento, pagué y la abuelita de la caja me sonrío. O iba falta de experiencias pre-menopáusicas y le gustaban los latinos con cara de zombie o los tópicos se iban destrozando.

Al día siguiente me dispuse a ir a dar una vuelta en bicicleta, quería conocer los caminos para salir de Reykjavík y dirigirme al Norte cuatro días después. La salida me demostró dos cosas: que debería entrenar más y que los nórdicos sonríen cuando los saludas encima de tu bicicleta. Llegué hasta el puente que separa el monte Esja de la Bahía de Reykjavík. De vuelta a casa vi un letrero que apuntaba hacia Alþingui, el lugar donde puede ser observada la deriva continental y donde se reunió el primer parlamento eruopeo. Subí la colina que llevaba hacia aquél destino y observé la inmensidad que me separaba de mi objetivo. Una llanura salpicada de verde y ocre, luchando por sobreponerse a la negrura volcánica. Hacia la derecha la cordillera del Esja y hacia la izquierda unos montículos de arena grisácea colmados por un fresco musgo. Las montañas me indicaban el destino, el letrero me hechaba hacia atrás. 30 km más. Ya llevaba 40. Tenía hambre y me quedaba poca agua. Abandoné la empresa y volví a mi hogar.

Un año parece demasiado tiempo y, con el mapa de Islandia delante, se me hace que se me va a quedar corto. Cada día que paso entre procesos burocráticos es un día menos que tengo para estar entre los montes. Y un día que aprovecho para destrozar tópicos. Hoy, sin la amabilidad de los islandeses, no hubiera salido adelante. Ni aquél conductor que me ha perdonado 100 aurar por que no tenía más, ni todas las personas que han soportado mi inglés (diccionario en mano) en la universidad, ni la señora del Registro Nacional que ha modificado cuatro cosas para que me den el número de identificación antes de lo normal y pueda hacerme una cuenta en un banco. Sin olvidarme de la señora de gestión académica, que me ha estado vigilando las cosas mientras otra me iba a explicar cómo funcionan los iMacs en la sala de ordenadores. Sí, ¡la Universidad de Islandia es un bellezón! Ni los tintes soviéticos de la UAB ni el carácter catedrático de la central. No se que tiene pero es increíble.

Un cierre que esto se me escapa. Lo típico y lo tópico. Lo que suele ser destruido, martillo en ristre, por aquél que viaja atento a lo que acontece.

jueves, 15 de julio de 2010

¿Adiós?

A punto de cambiar de país, de vida, de aire, de costumbres y de modos de hacer. Muchos lo han hecho antes. Soy consciente de ello, la originalidad no se halla en el sino de la acción humana, en el centro de ésta gravita la repetición. La vuelta a las andadas de los mismos caminos que ya se habían recorrido pero que, quizá olvidados, vuelven a tomarse. Da igual. De todas maneras jamás he sentido algo semejante en mis carnes. Con eso basta. Mi cabeza me dice que otros lo han hecho, mi estómago me dice que soy el único.

La última noche, una noche cualquiera. Mi madre anda liada con su interminable lucha por persistir, mi padre tiene montado un concierto con sus ronquidos y mi hermana se desespera por escuchar los diálogos de aquella película, interrumpidos por los resoplidos de mi padre. Todo normal y todo tan extraño. Aún no he acabado nada y parece ser que estoy cerrando una puerta. Ha llegado tarde, pero ha llegado. Me voy de casa. Y me voy con una mano delante y con otra detrás: no entiendo el idioma y no tengo dinero para sobrevivir un año entero. Igual que mi abuelo. Igual que millones de personas a lo largo de toda la historia. Encontrar originalidad en la repetición, parece extraño, ¿verdad? Voy a tener que adaptarme a otras formas de hacer, a otra manera de hablar, voy a tener que buscar (obligatoriamente) un trabajo compartido con los estudios. Aún así, no tengo a nadie a quien alimentar, de mi sueldo no depende ninguna boca y puedo estar respaldado en algún momento de debilidad económica que, por respeto a los postulados de mi proyecto, no debería aceptar. Él, en cambio, estuvo solo. Verdaderamente solo. Cambió la dehesa por el campo teutón, de sus manos dependían los estómagos de sus pequeños y hubo de aprender un idioma realmente extraño para aquél extremeño de campo que jamás conocí. ¿Por qué tuve miedo?
No quiero ser presuntuoso pero parece ser que el miedo ya se ha disipado y ha dejado paso a una nostálgica serenidad. Nunca mejor dicho. Ya siento el dolor por aquel cálido hogar, cuyo retorno a él se pierde en el tiempo; pues parece ser que, desde el momento presente, aquella vuelta jamás llegará. Y llegará, pues espero no morirme en el intento.
Había soñado miles de veces con este momento. Estoy dejando 23 años guardados en una pequeña habitación. En las cuencas de mis ojos no se agolpan lagos de lágrimas, al contrario, parece ser que la vivacidad de lo que va a acontecer sea más potente que lo ya acontecido.

Si hablamos de carne, intestinos, pelos, ojos y huesos, si hablamos de personas, todo cambia. Una madre, un padre, una hermana, unos primos, una tía, una novia y unos amigos. Todo parece quedar, lamentablemente, atrás. Los lazos de unión, ante la ruptura cercana, suelen apretarse entre sí con más fuerza. Lo que nos recuerda por qué aquél ser andante es nuestro amigo o por qué aquella loca dice ser nuestra novia. Todo puede echarse a perder. Y, el recuerdo en la distancia, puede fermentar sentimientos que creíamos olvidados. Nunca se sabe.

No es el momento de partir. Sin duda. Y, sin embargo, me largo. La fuerza que he cobrado construyendo todo este proyecto es suficiente para poder seguir siendo en esta putrefacta ciudad, al lado de las personas que me han demostrado que todos los tópicos suelen cumplirse y me han aportado un sano relativismo con el que acometer las nuevas propuestas de compañerismo. Ellos son insustituibles. A pesar de recorrer el mismo camino que otros antes ya han recorrido, han sabido ser originales y me han acogido en su sino. Eso me basta.

No sé si esta sensación de desazón, de inutilidad, inunda todos los corazones antes del viaje. ¿Para qué? ¿Es buen momento? ¿No es mejor esperar? Suelen ser preguntas que te mantienen con vida, con una vida al lado de la estufa, el sofá y las costumbres de toda la vida. Ellas me han mantenido apegado a una ciudad que no me gusta, a un modo de vida que he llegado a odiar y que, poco sorprendente, han sido tolerados y construidos por mí. No hace falta irse lejos para saber que todo puede cambiar, pero a un cobarde como a mí hay que darle bofetones fuertes para que despierte de su protectorado paterno y salga al mundo. Quizá nada salga bien, pero algún día pensaré, muy ibéricamente, que tuve cojones para intentarlo.

Nino Bravo, "Un beso y una flor" --> http://www.youtube.com/watch?v=r-OvqPW3j6c la típica canción, la misma que mi madre me cantaba mientras subíamos por los picachos que ella me enseñó a amar, la misma música de fondo que sonaba en mi mente cuando imaginaba a mi madre perecer. Lo de siempre y, a su vez, lo propio.