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domingo, 1 de mayo de 2011

Volviendo a casa

Cuando de verdad se quiere, se puede. Sea lo que sea. Abrazado a la autocrítica, no creo en aquello de que uno ande de la mano de la ingenuidad cuando camina por el reino de la creencia y la confianza:

Suppose, for instance, that you are climbing a mountain, and have worked yourself into a position from which the only escape is by a terrible leap. Have faith that you can successfully make it, and your feet are nerved to its accomplishment. But mistrust yourself, and think of all the sweet things you have heard the scientists say of maybes, and you will hesitate so long that, at last, all unstrung and trembling, and launching yourself in a moment of despair, you roll in the abyss. In such a case (and it belongs to an enormous class), the part of wisdom as well as of courage is to believe what is in the line of your needs, for only by such belief is the need fulfilled. Refuse to belive, and you shall indeed be right, for you sharll irretrievably perish. But believe, and again you shall be right, for you shall save yourself. You make one or the other of two possible universes true by your trust or mistrust - both universes having been only maybes, in this particular, before you contributed your act.

"William James, Is life worth living?"

¿Que universo quiero para mí?

Ya es Mayo. Todo Reykjavík está nevado. Estamos en el verano oficial del calendario meteorológico islandés. Los norteños se quejan y piden no ya primavera sino verano a la plomiza bóveda islandesa. Los sureños nos alegramos con la llegada del veraniego invierno. Yo, por mi parte, deseo que el invierno no cese. Recuerdo con una sonrisa en mis labios aquél lejano Noviembre en el que el Sol me saludaba a las 11 de la mañana y se despedía de mí a las 15 de la tarde. Más allá de cohibirme, me infundía una vitalidad inusitada para el invierno boreal. Me ponía límites y aquellos límites me hacían más libre. En aquellas horas de invierno recordaba la olvidada libertad de los estoicos, casada con la creatividad pero nacida de la limitación. Las tímidas horas de Sol me empujaban a salir al bosque a correr: siempre entre las 12 y las 14. Aprovechando la claridad para establecer un diálogo con la naturaleza a través de la alternancia incansable de mis piernas. Cada día. Cuando el Sol se despedía en el anormal Sur-Oeste llegaba el momento de la concentración: sentado en mi mesa rodeado por la oscuridad de la nocturna tarde e iluminado por un tenue foco que apenas me descubría los entresijos de lo que trataba de hallar. Fueron momentos apacibles de lectura, descubrimiento y escritura, precedidos por carreras entre árboles a menos de una decena de grados bajo cero. Cuando mi mente ya no podía más, gastaba mi noche entre copas de cerveza, barbas germánicas y charlas oscilantes entre el sexo, la metafísica del viaje y los deseos de beberse el mundo entero. Cuando mis piernas no me querían llevar al lado de la chispeante rubia, me dirigía con mi bicicleta a la montaña artificial cubierta por un industrial techo al Este de Reykjavík, donde pasaba el resto de la tarde tratando de adaptar mi cuerpo a las paredes extraplomadas y mis manos a los recovecos que trataban de imitar la roca. Al llegar a casa me colgaba de los lóbulos aquellas canciones que el bueno de Bob me susurraba en aquellas oníricas noches en su apartamento. Los "This will destroy you", "Ef", "Explosions in the Sky" y demás tropa me aislaban de las preguntas insistentes e inútiles, dedicadas a la coexistencia, por parte de mis compañeros de piso. Una vez en la seguridad de mi habitación me entregaba a la lectura de London o al disfrute pasajero de algún documental acerca de grandes exploradores polares. Cuando me alcanzaba el sueño la noche me abrazaba y cuando me despedía de él, la noche seguía allí.

Ahora, la luz del Sol empieza a bañar la bahía humeante hacia las 4h de la mañana y se despide de la capital más allá de las 23h de la noche. Mañana y noche dejan de ser usadas como una realidad para pasar a ser una convención. La luz penetra, inmisericorde, los recovecos de las cortinas, y te despierta puntual antes de las 7h. La cantidad de tiempo bajo la luz es ingente. Una vasta expansión de los límites lumínicos y, por añadidura, de la actividad animal - entre la que me encuentro -. Sin embargo, esa misma expansión de la limitación, esa otorgación de libertad acrecienta mi sentimiento de encarcelamiento. Uno tiene todo el día para salir al bosque a correr, todo el día para leer, todo el día para escribir, todo el día para construir el jardín, todo el día para aprender, todo el día para charlar. Tanto tiempo, tantas cosas por hacer, tanta ampliación del horario para no acabar haciendo nada. Uno necesita, ante tan vasta expansión de lo posible, una elevada capacidad para la organización. Una capacidad de la que, asediada por mi incontrolable curiosidad, mi organismo carece totalmente. Me siento como el caminante ante un vasto horizonte sembrado por suaves colinas. ¿Hacia dónde ir? ¿Que ruta seguir? Sabiendo que la afirmación de un camino niega, por definición, el seguimiento de los demás. Limitado a su par de piernas, el viajero sólo puede caminar un camino a la vez.
Los deseos de no perderme entre un océano de actividad me han forzado a forjar una organización que pretende acercarse a la constancia y rigor lacedemónicos. El cuidado de sí mismo a través del deporte, la lectura, la alimentación, la escritura y la financiación de mi proyecto desde mis propias manos a través de la búsqueda y encuentro de un trabajo.

He creído en mí mismo y he andado el camino que deseaba andar. He encontrado un trabajo que me parecía ya imposible de lograr. He convertido la imposibilidad en posibilidad, gracias a la confianza en mí y mis propias manos. Este Martes tengo una entrevista con Ramón Larramendi, un explorador español. Vamos a hablar sobre la posibilidad de convertirme en guía de Tierras Polares, una compañía de expediciones española. Estaré sentado en frente de un hombre que ha recorrido el círculo polar ártico en solitario, que ha atravesado la Antártida, el Ártico e Islandia en invierno, entre muchas otras cosas. Yo y mi experiencia propia frente a un personaje que ha cumplido en sus carnes más de un sueño que yo tenía de pequeño. Convertirme en guía de tal compañía me permitirá ganar dinero mientras viajo por este país y, si todo marcha bien, podré optar a realizar la travesía del Vatnajökull - el glaciar más grande de Europa - con ellos.
Aún recuerdo la nota que escribí en mi libreta de viaje cuando marchaba hacia el Norte con mi bicicleta: "quiero ser guía de tierras polares". Nueve meses más tarde voy a sentarme enfrente del líder de la misma empresa. Ahora entiendo el valor de creer en uno mismo bajo la advertencia de Séneca: "No hay viento favorable para el que no sabe dónde va"

Por supuesto, tengo otra bala en la recámara. No puedo poner todas mis esperanzas económicas en un sueño que aún está por venir. He conseguido otro trabajo en una granja al Sur de Islandia, al lado de la escuela de escalada más importante del país. Otra opción interesante, puesto que en esa aventura no andaré solo: iré acompañado de los ojos lituanos que desean sincronía con los míos. Sin embargo, el Martes se decidirá hacia dónde me lleva mi confianza: granjero o guía. Con todo, el fin es el mismo, mejorarme a través de la actividad. Sea dónde sea. Sea con quién sea.

Estos días he estado absorto en la reflexión sobre el éxito, la felicidad y la consecución sobre lo que uno realmente quiere ser. Siempre he estado rodeado de gente maravillosa: músicos, arquitectos, ingenieros, médicos y deportistas. La palabra "éxito" aparecía camuflada entre las conversaciones acerca de las aspiraciones laborales de mis amigos. Cuando hablábamos del futuro, ellos siempre tenían una posición laboral "de éxito" a la que aferrarse. Yo no tenía nada. Vacío. Un tiempo que no era nada más que argamasa con la que moldear y construir mi futuro. Yo estaba estudiando Filosofía. ¿Que iba a hacer con ello? Encaré mi futuro bajo la misma concepción de éxito que la de la gran mayoría de mis amigos: una respetada posición laboral. Desde la Filosofía ese fin pasaba por dos medios: dejar la carrera y cursar otros estudios más valorados o enfocar mi carrera hacia aquellas posiciones de respeto que los estudios mismos me proporcionaban: convertirme en profesor. Hoy veo que ninguna de esas dos opciones me respeta a mí mismo como sujeto de mi felicidad. Quien me preocupaba no era yo sino lo que los demás debían decir sobre mí mismo: no era mi sonrisa sino la aprobación de mis coetáneos. Ahora me doy cuenta de que no puedo ser bueno en todo, me debo concentrar en algo si deseo ser exitoso en ello. No quiero lograr el éxito de los demás, guiado por su aprobación, quiero lograr mi propio éxito juzgado -soy consciente de que ando en terreno de contradicciones - desde mí mismo. Lo he pensado docenas de veces cada día desde que ando en terrenos norteños: ¿qué me hace realmente feliz? Inmediatamente pienso en aquél valle en el que me crié en mis momentos veraniegos, aquél valle que se tornó en templo: Bujaruelo, en el corazón de los Pirineos. Es entonces cuando me doy cuenta de que, siguiendo la senda del éxito de mis amigos, traiciono lo que llevo dentro del corazón desde pequeño: el contacto con las montañas y la naturaleza cómo forma inevitable de vida feliz. Leo a London, Shackleton, Humboldt, Bonatti y veo un reluciente éxito en ellos. La relación con la naturaleza, con uno mismo, a través del uso de la palabra. Mediar con lo telúrico y expresarlo a través del hilado de vocablos que se refieran a aquella mediación. Un hilado que precisa de formación literaria, filosófica y científica, y de experiencia a través del peñasco, el valle y el río.

Una apuesta arriesgada el confiar en uno mismo y en lo que realmente desea. Ese "terrible leap" del que James nos habla, ese salto en el que debemos confiar para salvarnos. Volver a casa, a nuestra casa, al hogar de lo que deseamos ser y no de lo que se espera o desea que seamos. Mirarnos al espejo y decirnos: y tú, ¿qué quieres? Hacer de nuestro andar nuestro camino. Siguiendo las mismas sendas trilladas que muchos otros han recorrido pero sabiendo que son particularmente nuestras, que las deseamos desde y para nosotros y no de y para los otros. Mis zapatos se encontraban incómodos en el camino que estaban tomando, dejándose llevar por la falta de criterio y crítica hacia un camino que era considerado el normal. Una normalidad que destrozaba mis pies y mi sonrisa. Ahora, con mi corazón en mi hogar, emprendo un nuevo camino en el cuál el horizonte es un nuevo éxito forjado desde mis propios deseos y mi propia concepción de la felicidad. Con una advertencia empiezo mi ruta: para ver qué me depara no hay que esperar, hace falta caminar.





martes, 12 de abril de 2011

Me quedo aquí

Estudiando para mi examen final de "Filosofía y cine", encerrado en mi habitación me ha dado por buscar en el disco duro del ordenador algunas fotos que me sacaran de casa sin moverme de la silla. Mis dedos me han llevado directos hacia las fotografías que tomé en aquél viaje con bicicleta por el Oeste de Islandia en el ya lejano Julio del pasado año. Un escalofrío me ha recorrido la espalda. Me han vuelto a la cabeza todas las propuestas y los sueños que tuve en aquél viaje. Muy pocos de ellos los he llevado a cabo. Ni tengo más autonomia en las técnicas de montaña, ni me siento cómodo estando solo en la naturaleza, ni escribo mejor, ni soy tan fuerte ni tan ágil cómo desearía, ni he leído todo lo que tenía que leer, ni le he sacado el jugo a esta isla, ni - sobretodo - le he perdido todo el miedo al hospital. La angustia de la pared nívea y de la niebla repentina siguen ahí. Este pedazo de lava en el Atlántico Norte tiene mucho que ofrecerme aún. Estuve viajando el pasado fin de semana por las mismas carreteras que recorrí con el vaivén de mis piernas. ¿Cómo voy a dejar todo esto aquí? Aún no me he acabado de construir con la argamasa boreal. Me queda camino. Me esperan las charlas con los profesores a los que me he acercado, la formación en técnicas de montaña en el grupo de rescate, el intento de acercarse a la música con el ibicenco, las lecturas que me aguardan en la mesa, los relatos que me quedan por escribir con los pies cansados y trillados por rutas recorridas en soledad. Demasiado por vivir. Aún no puedo volver.



















Mi montura (y sus 28kg de equipaje) esperando para atacar una de las subidas con bici más duras de mi vida. Allí arriba me esperaban locura, niebla, viento y monólogo conmigo mismo.



lunes, 27 de diciembre de 2010

Ruta en bicicleta Reykjavík - Núpur. Episodio 1º: Reykjavík - þingvellir

Tras cuatro meses de masticando, digiriendo y volviendo a masticar, me dispongo finalmente a escribir las crónicas de esa ruta en bicicleta con la que cincelé mi vida y mis miedos hacia ella.


Reykjavík - þingvellir
21 /07 /2010

Distancia: 46km

Hora salida: 13:30 aprox.

Hora llegada: 16:30 aprox.

Velocidad máxima: 56 km/h


Mapa


Ver Reykjavík - þingvellir en un mapa más grande


Fotos

Ruta Reykjavík - Núpur. [Episodio 1: Reykjavík - þingvellir] (21/07/2010)


Lo había hecho. Lo había escogido. Estaba en Islandia. Aún no era muy consciente de lo que estaba haciendo, pero una cosa tenía clara: estaba allí para enfrentarme a algo. Los últimos años de mi vida habían sido un constante ir y venir entre sábanas blancas, hospitales, doctores, recaídas y ansias de volar. La falibilidad de la medicina en mi cuerpo me había llevado a generar un miedo hacia aquella situación que podía volver a darse en cualquier momento: despedirme de mi sangre en mis entrañas desde la lejanía de un hospital. Encontrarme en soledad, lejos de cualquier persona o aparato que pudiera desplazarme hacia las verdes salas en las que se detenía todo ese torrente escarlata, me producía pánico. Una caminata en soledad en un bosque y una leve molestia en la boca del estómago arrancaban al galope mi corazón y un abrazo de sudor frío me envolvía todo el cuerpo; la cabeza me pesaba y los oídos se me taponaban. Y yo me decía que no era nada. No servía. Tantas veces me lo había dicho y tantas veces había acabado bebiendo bolsas de sangre a través de mis venas. Y yo trataba de volver a casa a paso ligero, tratando de evitar un desmayo en medio de esa soledad silvana que se abalanzaba por encima de todos mis anhelos. Evitando caer encima de mis rodillas, lejos de esa sangre que mis venas pedían a gritos. El deseo me daba fortaleza pero no excluía el miedo. Aquél deseo de encontrarme a mi mismo en soledad sin tenerle miedo. Sin querer temblar al verla afilar esa temible hoz delante de mí. Abrazándola y diciéndole: viví la mejor de las vidas posibles, llévame contigo si así lo quieres. Y yo sabía que no era mi hora. Aún debía encontrar esa consciencia de querer cada momento como algo eterno, de querer volver a vivir la misma vida que había andado. Y debía luchar. No quería volver a vivir mi vida si una enfermedad habría de significar una debilidad. Debía tornar la enfermedad en fortaleza. Echar raíces en el suelo podrido y germinar una vida que debería ser colgada en la pared de un museo. Hacer de mi vida una obra de arte.

Cada vez que el estómago me golpeaba y decidía ir en tren hacia el hospital, sabiendo que ya estaba perdiendo sangre, era un paso más hacia esa batalla por la conquista de una fortaleza nacida de la sangre desparramada. Desperdiciada por los recovecos de mis intestinos. Y de ese desperdicio salían nuevos árboles que me habrían de llevar a respirar nuevos aires.

Había un paso clave en la conquista de mis miedos: sufrirlos y superarlos en total soledad, logrando esa conquista de la autonomía que tanto anhelaba. Era fácil vivir sin miedo cuando tenías conexión directa con un hospital las 24 horas del día. Una seguridad aparente. Yo andaba en busca de la verdadera seguridad: de tener miedo en medio del páramo inhóspito, mirar a tu estómago, sonreírle y lanzar gritos al viento. Esa seguridad de saber que puedes fenecer allí mismo porque has acogido cada momento con esa responsabilidad de quererlo eterno y con ello has lanzado tu vida al camino. Esa seguridad de saber que estás acabando de pintar tu cuadro en medio de esa explosión de vida que no suele darse entre los cuartos de un hospital, donde uno muere entre sedantes, tañidos de monitor y enfermeras hablando de que necesitan un pintor a buen precio para que les pinte el piso, que no les llega para uno bueno con tanta hipoteca. Acabar de pintar ese cuadro entre dolor, paisaje, lluvia, nieve, olas, compañeros ofreciéndote el último trago de ron, con los primeros pájaros piando al alba y la brisa de las cumbres azotándote las mejillas. Experimentar incluso los últimos compases de tu vida. Esa seguridad de preferir morir cómo Shackleton, gobernando su barco en medio del mar, que cómo un abuelo con seguro funerario, siendo gobernado, sedado, maquillado y puesto en una vitrina de exposición.

Y yo sabía que en el horizonte boreal me esperaba la más dura de las batallas. La lucha contra mí mismo, mis miedos y contra el trazo que mis manos habían ido trazando en ese lienzo al que llaman vida. Estaba dispuesto a cambiar. Y lo tenía claro: no se puede cambiar si todo ese trazo que vas creando viene asistido y gobernado por los doctores, los padres y los amigos. Uno debe pararse, debe abrazarlos, debe darles las gracias por todo lo que ha aprendido con ellos y debe decirles: ahora me toca a mí. Y expresarse con tu mano solitaria sobre el lienzo. Al principio los dedos se quedan fríos sin todas aquellas manos que lo estaban dirigiendo, pero es cuestión de tiempo; a cada trazo, la mano va entrando en calor. Y sabía que lo tenía claro. Ese trazo, al menos en mí, debía pasar por ese patetismo que crea todo carácter, por ese sufrimiento en el que se forja la mejor de las sonrisas. No tenía suficiente con cambiar de país y vivir sin protección por primera vez en mi vida. Debía buscar la desprotección para poder ser entre ella, para poder luchar con y contra el miedo. Ponerlo todo en mi contra y tratar de salir de allí con los brazos abiertos. Tenía el medio y los medios: un país increíble lleno de parajes inhóspitos donde mi miedo podía crecer a sus anchas y una bicicleta. Mi tarea era la del combatiente griego: ser filósofo y guerrero al mismo tiempo, donde el pensar y el cambio sólo surge a través de la lucha. Mientras ellos blandían una espada y creaban su ciudad en la guerra, yo blandía mis dos piernas desde el sillín e iba a crear mi propia ciudad en mi propia guerra: contra el viento, el frío, la soledad, mi miedo, el hambre, el llanto y la sonrisa. Estaba decidido a entrar en la batalla. Sólo me faltaba esa arenga que todo soldado debe recibir antes de derramar gota de sangre alguna. Yo no la iba a tener. Estaba solo. Así que hube de crear mi propia arenga pensando en ese abuelo al que nunca conocí, en la lucha de mi padre por querer mejorarse y en la de mi madre por querer crearse. Tenía la mejor escuela, el mejor ejemplo: la capacidad proteica que la gota de sudor había supuesto en mi familia.

Tenía la excusa perfecta para esconder mi lucha contra los trazos miedosos de mi lienzo: un curso de islandés en el Norte. A todo el mundo respondía que iba en bicicleta para conocer mejor el país. Era sólo la punta del iceberg: iba en bicicleta para conocerme a mi mismo a través del pedaleo, a través del horizonte.

Debíamos hacer un examen antes de partir. Los días anteriores a mi partida estuve realmente nervioso por no lograr pasar el examen. Realmente no me importaba demasiado, quizá me preocupaba para hacerme sentir que para mí aquello era realmente importante. Me engañaba. Lo mío iba por otro lado. Los procesos burocráticos no me habían salido como esperaba y creía no estar dando buenos pasos en mis primeras andanzas en aquella isla nórdica. Sentía que aún no estaba preparado para aquello y que, sin embargo, ya lo estaba afrontando. Sabía que todo se desvanecería cuando me lanzara a la carretera. No tenía nada preparado del todo y tampoco tenía demasiado que preparar. El viaje lo había ido preparando en mi mente hacía cuatro años pero todas las cuestiones materiales las había definido entre la noche anterior y la mañana de aquel mismo día; los víveres y utensilios los había comprado un poco a ojo la tarde anterior.

Era demasiado tarde, no importaba, ese era mi estilo: hacer todo cuando no tocaba. Lo preparé todo al son de Brel y Tiersen, que si “Le port d'Amsterdam”, que si “Atlantique Nord”. Lo iba poniendo todo encima de la cama mientras me imaginaba los preparativos de aquellos largos viajes hacia los polos, con aquellos barcos de madera y los muelles llenos de víveres, con grumetes sudando y llevando la carga a bordo.

Yo estaba solo. En cierta medida era el incentivo esencial de mi viaje y, por otra parte, era el origen de todos mis miedos y el origen mismo de mi batalla.

Lo preparé todo tan rápido como pude, hice el examen en cinco minutos, no hace falta decir que a esas alturas me importaba un pimiento el condenado curso. “No era lo mío”, pensaba. Me despedí de la buena de Lisa - mi compañera de piso - y me dio su número de móvil por si me ocurría algo. Lo acepté por cortesía pero me prometí a mi mismo que no la llamaría, pasara lo que pasara. En efecto, estaba solo. Presa del pánico que me provocaba imaginarme solo entre el paisaje había enviado un correo electrónico al consulado español explicándoles mi situación y lo que debían hacer en caso de emergencia. Mi estómago seguía dominando a mi mente. Estaba claro, yo iba a andar solo por las tierras de ese desconocido Odin. El consulado me deseó buen viaje y, muy cordialmente, se lavó las manos en este asunto tan exento de intereses económico políticos, aunque con un enorme excedente de substancia emotiva y vital. Aquello que no se puede tocar pero que, sin saber cómo, guía nuestro pasos por este planeta. Y pensé que así era mejor. El miedo me había llevado a pedir ayuda incluso antes de tener problema alguno. Esa ayuda externa hubiese supuesto la aniquilación total de mi estrategia de batalla.

Supongo que en la lejana Antártida o en medio del trópico, ni Shackleton ni Humboldt tenían a nadie para venir a rescatarlos. Eso me tranquilizaba, me hacía pensar que lo mío no era nada. Y a la vez, mientras miraba el mapa de Islandia, me preguntaba: “¿y en quién pensarían ellos para sentirse seguros?” Aún no sabía que esa pregunta iba a gobernar todo mi viaje.

Envié los últimos correos a los míos y, aunque ahora me parezca una soberana tontería, por un momento pensé: “¿y si fueran los últimos?”. Y sonreí, ya había empezado a blandir las piernas sin ni siquiera haberme subido a la bicicleta.

Bajé al sótano y saqué la bici de allí como pude. ¿Cómo iba a hacer 800km con semejante peso? Cuando me dispuse a salir ya se me había puesto el Sol más allá de la mitad de aquél interminable día ártico. Al dejar atrás mi casa volví la mirada hacia ella, no sabía hasta cuando la volvería a ver. Realmente me encontraba muy bien allí. Dejaba mi confortable colchón para dormir encima del suelo, la esterilla no entraba dentro de mis planes ni dentro de mi abultada montura.

Me costó salir de aquella ciudad. En Reykjavík tiene uno la sensación de que si no se desplaza dentro de una estructura metálica y motorizada, debe pedir disculpas a toda la nación y a sus dioses por haber nacido. Cruzar la calle era una empresa complicada que podía llevarte minutos. Con una mochila pesada a la espalda encima de la bicicleta los minutos se deshacían y se dilataban hasta tornarse en horas.

Cuando por fin hube salido de la ciudad me dí cuenta, y era demasiado pronto para ello, de que mi propósito no iba a ser nada sencillo. La carga encima de mi espalda era demasiado pesada y empujaba, con ayuda de aquello a lo que llaman gravedad, a mis nalgas contra el sillín. Tras dos horas de pedaleo, posar mi trasero sobre el escueto artilugio se convertía en una tortura propia de las grandes mentes de la Inquisición. No había más remedio que tragar el dolor y pedalear, no pensaba volver atrás. Mi destino andaba por delante de mi nariz.

Después de tres días en la ciudad me empecé a encontrar conmigo mismo. Yo me encontraba entre las montañas, los descampados y los yermos picachos, no entre el cemento, el habitáculo y la plaza.

El Sol bañaba mi cara y pintaba el cielo de un azul tan intenso que la vegetación se veía obligada a contestarle con unos colores preciosos para no ser menos. La carretera tomó un giro hacia el Este y encaré la bicicleta hacia las suaves colinas que conducen a þingvellir. La primera etapa no debía ser dura, no excedía los 50km, pero el peso de todo el equipaje lo hacía todo mucho más complicado. Estaba cargando con toda la ropa, los libros y el ordenador que habría de utilizar en Núpur durante tres semanas. Mi compañero de piso, Enrique, me recomendó que me llevase lo esencial. Él podría enviar todo el resto por avión y yo lo podría recoger una vez llegado allí. No era mala idea, pero yo iba en busca de ese sufrimiento creador, de esa gota de sudor de la que surge la autonomía. El peso en la bicicleta y el "nunca vas a llegar con todo eso" eran un aliciente más para luchar con más bravura.

Tras encontrarme las primeras ovejas pastando a su aire por el verde campo que conduce hacia þingvellir me crucé con el primer ciclista que habría de ver en aquellas dos semanas. El hombre se venía quejando de todo el viento que llevaba de cara y se sorprendió al verme tan cargado y masculló un: no llegarás muy lejos. Le dije que yo era del mediterráneo, que estaba acostumbrado a viajar de aquí para allá con todos los trastos encima. Como ya lo habían hecho los hititas y los griegos. Aquél viaje, entre muchas otras cosas, habría de suponer la destrucción de un tópico: la bravura de los nórdicos. Hace tiempo que muchos de ellos perdieron el carácter contumaz del pueblo vikingo, pretenden ser bravos mirándote con escepticismo. La bravía se demuestra aplaudiendo al que quiere ir más allá de sus límites, la única forma de dar con Vinlandia. Estaba dispuesto a demostrarme a mi mismo y a todo islandés que se me cruzase por delante hasta dónde llegaba la testarudez ibérica, ese "ser un jabato" que nos trae tantos problemas pero que nos lleva tan lejos. Ese "¿que no puedo hacerlo? Ahora verás" que gobernó todas mis pedaladas.

Tras dos horas circulando en dirección Este, surcando todas las pequeñas colinas que se amontonaban entre sí abultando la aparente planicie, apareció þingvallatn, el lago que riega las cercanías de þingvellir. Estaba en una posición privilegiada, en lo alto de una colina podía ver toda la extensión del lago y la planicie donde se estableció el Alþingui, según los islandeses, el primer parlamento de Europa. Me deslicé con la bicicleta hacia la cicatriz de Almanjá, la hendidura que poco a poco se abre paso entre las dos placas tectónicas que destrozan y hieren lo que los hombres ven, regocijándose ante la suprema belleza que emana de la destrucción.

Era el único que andaba en bicicleta por allí, pronto empezaría a comprender que - al menos en mí - la única forma de captar un paisaje era captarlo a través de ser en él, de sufrir en él. Era la única forma de comer y dejarse comer por el paisaje.

Me encaramé hacia la caseta de información y pregunté por el estado de la carretera que debía atravesar el día siguiente. Sabía que no estaba asfaltada y que se adentraba en el territorio inhóspito de los Highlands. Me atendió un islandés con brazos de hierro y, apelando a su experiencia con bicicleta por aquél territorio, me desaconsejó rotundamente tomar esa ruta con todo el peso en mi bicicleta. Dijo que había piedras en medio del camino del tamaño de mis ruedas, bancos de arena, viento del Norte y no había agua. Cada palabra que salía de su boca estiraba más y más la sonrisa en la mía. Iba a ser el entorno perfecto para construirme a mí mismo. Me dijo que no lo iba a lograr. Y yo le dije, con mi inglés de aquellos momentos, que era el hijo de un matricero, el nieto de un metalúrgico y el nieto de un carpintero. Heredero de los que doman el metal y la madera. Creo que no me entendió. Se limitó a darme un mapa de la zona y me deseó buena suerte.

Me dirigí hacia la zona de acampada. Estaba rodeada de todas las grietas que atraviesan el valle, de todas las hendiduras que se abren en la tierra. Al Norte podía ver las altas cumbres por las que me habría de encaramar a la mañana siguiente, al Este se oteaba un volcán y los penachos de un glaciar, al Sur el inmenso lago salpicado con sus islas y rodeado de aquellas colinas que lo adoraban. Y todo con aquél verde de musgo que lo cubría todo, moteado a veces por ese musgo gris con el que tanto soñé. El azul del cielo cayendo a plomo sobre el verde de la vegetación, el negro de la roca, teñida ora de rojo ora de marrón, creando una explosión cromática ante la que sólo podías dar un paso atrás para acoger en tu sino la onda expansiva.

Descargué la mochila en la hierba y monté por primera vez esa pequeña tienda que iba a ser mi hogar durante las próximas dos semanas. Encendí el hornillo y empecé a calentar agua para preparar la cena. Me metí dentro de la tienda y me cambié de ropa. Aprendí rápido a cambiarme estando estirado, sin poder sentarme allí dentro. Una vez cómodo me dediqué a pasear alrededor de la tienda mientras iba oteando al agua que se iba calentando. Los músculos de las piernas pesaban, en esa sensación tan agradable sentir la tierra con ellas después de haber estando dando vueltas alrededor de sí mismas, a un palmo del suelo. Cuando la cena se posó en el fondo de mi estómago di una última vuelta por los alrededores, mantuve una charla con unos franceses que tenía a mi lado, tapé la bicicleta con una capa de plástico y me metí dentro de la tienda. Me sentía asustado y solo, pero no podía parar de sonreír. Antes de tratar de conciliar el sueño entre el eterno Sol de verano islandés escribí las últimas líneas del día en mi diario de viaje.

El musgo gris existe. Son las 21h, me voy a dormir. El freno de atrás aún chirría, con todo el peso que llevo, sólo me faltaba eso. Mamá, Núria. Cómo os echo en falta. Es muy duro viajar solo, sólo tengo a mis manos y a mí. Lo que me ocurra es responsabilidad mía. Es jodido no compartir esta belleza con alguien.

Tras aquello, me quedé dormido con la libreta y el bolígrafo encima. Y los pájaros no dejaban de piar en el sempiterno brillar del Sol de medianoche.

viernes, 24 de diciembre de 2010

Las riendas entre los copos

Llevas una semana sin reunirte con él. Has estado arreglando la habitación, cambiando cosas de sitio, aprendiendo algo de música con una alma que te encuentras en este camino boreal y acostándote muy tarde. Estás demasiado cansado como para reunirte con él. Hoy, al levantarte, te has puesto a estudiar para esos exámenes que vendrán en Febrero. Entre lógos y nómos te das cuenta de que hoy era 24 de Diciembre. El cielo estaba pintado de ese plomizo que presagia el copo. No has querido darle mucha importancia y has seguido apuntando con tu nariz hacia las páginas del libro. Cuando levantas los labios para acercarlos al borde de la taza y sorber ese café que - olvidado entre renglones tintados - ya se ha enfriado, ves esa sinuosa senda que dibujan los copos de nieve al acercarse hacia el suelo. Ese abrazo inevitable en el que se fundirán, se abrazarán o se hartarán de ellos mismos. Apartas la silla de la mesa. Te levantas y vas hacia el armario a buscar la ropa de correr. Sonríes, hoy vuelves a correr por Perlan. La ropa de montaña en tu pecho, los guantes de alpinismo en las manos, las zapatillas de correr en tus pies y unos simples pantalones cortos en las piernas. Te gusta sentir el frío en las rodillas cuando corres a través de los árboles. Ese frío que parece que te va a cortar la piel en pequeñas lonchas. Camino de Perlan, esos 5 minutos de asfalto previos al sueño, los islandeses te miraban con ojos sorprendidos desde sus ropas de invierno y sus caras tapadas, desde sus coches con clavos en las ruedas y calefacción en el interior. Sonríes cuando un copiloto te miraba por primera vez y después, para corroborar el extraño suceso, vuelve a mirar atrás para luego comentar la imagen con el conductor. Un hombre corriendo entre una tormenta de nieve con pantalones cortos y con la piel de las piernas ya roja de tanta sangre. De esa sangre que intenta calentar las paredes de su castillo, expuestas a esos helados trozos de nube que se posan sobre ellas. Es algo muy gratificante saberse el más loco entre los locos. Una vez en Perlan, entre toda la nieve que había caído y estaba cayendo, esa canción ha llegado a tus orejas. Y piensas en él, atado a una cama de hospital. Y el sollozo ha entrecortado la respiración acompasada por tus piernas. Aceleras el vaivén de las piernas tratando de acallar el sollozo con un grito. Y sólo consigues sonreír. La sonrisa que precede a la lágrima. Y la sensación de no controlar muy bien esas emociones que surgen al levantar los pies del suelo desplazando tu cuerpo hacia el aire que tiene enfrente y que jamás atraparás. Sentir en tu piel que no estás del todo bien pero que sin embargo sonríes y lloras al mismo tiempo; y ya no sabes si eso forma parte de la vida o es un gran teatro que tu cuerpo te monta para reírse de ti, confundiendo el jadeo con un sollozo y la mueca de cansancio con una sonrisa. Y cuando te cansas de pensar en todo eso, das un salto y abrazas al paisaje y a todos los copos que quieren también quieren abrazarte. Y no pueden. Su abrazo es un choque contra tu pecho, quedándose pegados y muertos donde tu tráquea trabaja por mantenerte en movimiento. Y llegar al bosque jugando a sortear toda la nieve que cae, buscando túneles entre ella. Una cortina de nieve y viento cubriendo a duras penas el verde perenne de los abetos. Y tú entre todo eso. Y cuando encuentras un claro en ese océano de verdes invernales, viendo sólo el blanco que cubre la senda, te da por respirar más fuerte de la cuenta para tomarte un aparente descanso, y das cuenta de que tu bigote ya se ha congelado. Vuelves a sonreír y escuchas el crepitar de los pelos debajo de tu nariz acompañados por el constante crujir de las zancadas sobre la nieve. Al salir de ese ir y venir de claros y verdes, te encuentras con la bahía y con las sendas que discurren cerca de ella. Y debes pararte y te paras. Observas el velo níveo con el diente de mar detrás. Te lanzas corriendo hacia la orilla, esperando que la marea esté baja para poder correr a través de la playa. Tus piernas se detienen en el pequeño acantilado que separa Perlan de la costa: donde antes había roca negra, algas y arena ocre, ahora sólo hay roca plomiza por el hielo, algas negras que simulan ser rocas cubiertas de nieve y arena que se disfraza de blanco. Bajas hacia allí y te pones a correr a través de todo eso. Unos cisnes que andan durmiendo se despiertan con el ruido de tus apresurados pasos y el agua de mar que sacuden al levantar el vuelo llega hasta tu cuerpo en una suaves gotas arrastradas por el viento. El jadeo retiene en tu nariz algunas de esas gotas y tu cuerpo no sabe cómo clasificar todo ese cúmulo de experiencias y, por hacer algo, lo confunde con un sueño. La brisa del mar junto a la nieve fresca que se despide del cielo, algo difícil de asimilar para carne del mediterráneo. Volviendo hacia el bosque te encuentras con más islandeses ataviados con sus abrigos de invierno que te miran con desconcierto y, cuando los dejas atrás, sabes que se han girado para comprobar que ese hombre corriendo con pantalón corto en medio de una tormenta de nieve no es un mero producto de su imaginación. Jadeaba, hacía sonido y nos ha dicho hola. En el bosque te tumbas en aquellos bancos de madera para hacer abdominales. Todo el mundo se para. Sólo se mueven los copos que atraviesan las ramas de los árboles posándose en todo el suelo forestal y en tus gafas que ya han empezado a empañarse. Y vuelves a pensar en él y en esa sensación que ya tuviste de dejar a tu cuerpo estirado en una sábana blanca. Confundes el movimiento de los copos con el de los árboles y crees que eres tú, con todos esos abetos, el que se está acercando al cielo. Todo eso te empieza a marear y vuelves para casa recorriendo los mismos senderos por los que has venido. Tus huellas ya han desaparecido. Al llegar a tu calle lo ves todo nevado y sabes que es la primera Nochebuena que pasas entre la nieve y que la pasas en soledad. Y recuerdas que hacía un año que soñabas con todo eso. Un año atrás habías estado en un vórtice de desprecio hacia ti mismo, hacia los demás, de sinsentido y de dolor. Y habías decidido dar un paso. Y con ese paso estabas ahora en el Norte. Lejos de todo y, a su vez, abrazado a ello. A pesar de todo, sonríes al comprobar que el primer paso, llevado con decisión, es esa centella con la que se encienden una multitud de zancadas -apresuradas o calmadas- entre los bosques, los claros, las montañas y los mares. Entre aquello que imaginaste y que hoy se dibuja delante de tu nariz. Y, aunque quizás este pequeño engaño sea tu regalo de Navidad, sientes que en algún momento de tu vida tomaste las riendas de esos pasos que ahora mismo estás andando.




















[Autorretrato en el jardín de mi casa después de venir de correr]
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[Autorretrato en el jardín de mi casa después de venir de correr]
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[La habitación reformada: un sofá cama, muchos cojines y una alfombra. ¿Será esta mi luz? ¿Será este mi Sol? ¿Será esta mi bombilla? Al menos lo intenté, que dicen los perdedores. Mi primera nochebuena boreal.]
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[Una de las razones por las que ando por el Norte]

jueves, 19 de agosto de 2010

Cuestión de alimento

Cuando sientes que tus pasos no se guían por sí mismos, que siguen a algo sin saber muy bien por qué ni cómo, llega el momento de mirarlos y decirles claramente que deben empezar a salirse del camino marcado. Pensar por sí mismos. Mirar hacia sus entrañas y ver qué es lo que realmente desean. Sólo así puede darse la excepcional posibilidad del espíritu libre y, si lo desentrañado se revela sinceramente, puede aparecer la apetecible satisfacción. Algunos lo llaman felicidad. A mí, personalmente, el contenido generalmente hipócrita del término me levanta los pelos del cuerpo mientras un escalofrío me recorre la espalda, no lo puedo soportar. Lo satisfecho tiene mucha más relación con lo que, aún y siendo realizado, no se quiere eterno. Es esa saciedad que debe ser buscada una vez y otra, cómo aquella hambre que obliga al hombre a vivir para comer y comer para vivir. No hay otra. Lo saciado, con el paso del tiempo, se torna en un impulso hambriento que desea volver a ser satisfecho. Satisfacción, saciedad, hambre y acción. No hay una sin la otra.

Una nueva palabra puede darle la vuelta al mundo, donde antes había hipocresía ahora se halla una nuevo horizonte en el que desarrollar una nueva forma de acción. De vida, al fin y al cabo.


Cada día es una nueva oportunidad para saciar ese hambre que nos lleva a la satisfacción. ¿Cómo? Eso ya depende de cada uno. Yo lo sacio fundiéndome con el paisaje, es la forma de llenar mi estómago, de matar mi hambre. Una faena que jamás acaba, un hambre inmortal que siempre está dispuesta al feroz asedio al reino de lo saciado. La satisfacción sabe que, tarde o temprano, acabará muerta ante la desazón y que el hambre volverá a emprender la lucha por recuperar el terreno perdido; finalizando la lucha ante el soberano hito de la saciedad que marca el camino hacia la satisfacción. La felicidad no sabe nada de pérdida, se ahoga entre sí misma cuando lo feliz ya no logra sacar una sonrisa al hombre.


En Islandia he podido poner en práctica esta nueva forma de ver las idas y venidas de la emoción humana. Soy consciente de ello y eso me ayuda a mantenerme vivo y, aún más importante, a sentirme como tal. Cuando me sobreviene la melancolía y me asaltan las preguntas, miro hacia mis adentros y le pregunto a mi cuerpo qué es lo que quiere. Él no tarda en responderme, tiene hambre y sabe dónde buscar la comida. Unos días es una excursión a un peñasco, otros una fiesta improvisada, otros una carrera a contraviento. ¡Quién sabe! Cada día obtengo nuevas respuestas a mis preguntas; y éstas suelen dejar en mi una saciedad propia de las mejores sobremesas.

Y hoy no ha sido para menos.


Me encontraba leyendo “La llamada de lo salvaje” de London, cuando la desazón se me ha subido a la espalda. Entonces he mirado a mi estómago, a mis pies y a mi piel. Ellos me han respondido rápidamente, debía salir inmediatamente de aquél edificio. He salido a correr hasta el fondo del fiordo en Núpur, hacia el Sol que andaba jugueteando con las nubes en este largo día del ártico. Mientras corría hacia el horizonte, el viento ha empezado a azotar con tremenda fuerza todo mi cuerpo. Me obligaba a correr de lado y a dar pasos con más esfuerzo de lo normal, pues ora iba de frente ora venía de espaldas. Cuando he mirado hacia mi izquierda me he percatado de un fenómeno curioso: el fuerte viento iba a parar al mar y creaba un río de olas hacia la otra parte del fiordo que iba a morir justo en la mitad del mismo. El conflicto entre el Sol y las nubes se resolvía en unas cortinas de anaranjada luz que penetraban el mismo horizonte marino. Allí se entreveía una barcaza que luchaba contra el oleaje, quién sabe si creado por las mismas cortinas solares. Al llegar al final del fiordo he respirado profundamente, he abrazado al viento y una enorme sonrisa se ha dibujado en mi cara. Volvía a estar saciado.


Al volver hacia Núpur mis piernas se sucedían más rápido de lo normal, proporcionándome una velocidad propia de mis tiempos mozos. Mis pulmones se llenaban y se vaciaban con rapidez mientras iba mirando hacia atrás para buscar aquella batalla que azotaba al horizonte. Los brazos extendidos ante el paisaje, mientras me dirigía a toda velocidad hacia mi destino me ha vuelto a recordar que, un día más, me iba a dormir con la barriga llena.

lunes, 9 de agosto de 2010

El estómago en el paisaje - Ruta hacia Hornstrandir (PARTE 1)

Estaba aprendiendo a estar solo. Había estado catorce días en completa soledad, charlando con almas perdidas y con gentes del lugar. A sabiendas de que cada encuentro se desvanecería entre la vespertina bruma islandesa algunas horas después.

Todo cambió cuando llegué a Núpur, tras tantos días de soledad, pedaleando contra el viento, llorando en las cumbres y pasando la mayor parte del tiempo sin ver un coche ni alma humana alguna, llegaron un par de autobuses con cien estudiantes preparados para tomar contacto con esta lengua pegada al ártico. En parte necesitaba contacto con lo humano y en parte quería permanecer en movimiento, solo ante el horizonte, encontrando lo necesario para comer y conociendo, ya sea por azar o por destino, a aquellos seres que me ayudarían a alcanzar aquella delgada línea a la que llaman horizonte y de la que, según mi punto de vista, mis pies jamás podrán pisar. Ellos siempre quieren más. Siempre hay un nuevo horizonte por el que pasear y hacia el que tender.

Mi cuerpo jamás había estado tan al norte, quería llegar más allá. Siempre más allá. Esa península me andaba llamando desde que salí de Reykjavík. Ya no queda nadie viviendo allí. En 1950, finalmente, Hornstrandir quedó desierta. Sólo quedaron algunas casas que la gente con buena solvencia económica aprovecharía en un futuro como casa de verano. Había dos formas de llegar a Hornstrandir: caminando por el Sur y en barco desde Ísafjörður, desde el oeste. Lo había conseguido, recorrer los Westfjörds desde el Sur hacia el Norte. Ahora tocaba llegar hasta la parte más septentrional de esta magnífica lengua de tierra islandesa que se extiende hacia el noroeste, tratando de ganar terreno al atlántico. Y, en esta lucha telúrica, el mar arranca lo más íntimo de la tierra, descarnándola y dándole un carácter salvaje e inhóspito; lo éstetico se sobrepone a lo ético. No se encuentran aquí aquellos alegatos pacifistas donde se rechaza la lucha como el más terrible acto humano, escondiéndose tras esa decisión un enorme gusto por la pereza. Sin esfuerzo, sin lucha, esta tierra no se habría hecho a sí misma, como tampoco ningún hombre se construye sin previo sufrimiento. Toda construcción se abraza íntimamente al sudor propio de lo patético.

Teníamos el fin de semana libre. Había pasado toda la semana envuelto entre mucha gente y, quién sabe cómo, conociendo gente que encajaba perfectamente con mi idea de humano. Una idea siempre fluctuante y abierta a ciertos cambios aunque, supongo que por pura supervivencia, algo reticente a cambiar las bases de la misma. En nuestro curso de islandés nos iban a llevar a Ísafjörður para ver una película en un cine y tomar ciertas clases en una especie de universidad de pueblo. Después de comer en Núpur lo empaqué todo lo necesario para mi viaje y me subí al bus. Algunos me miraban sorprendidos, iba vestido para ir a caminar, no para ir a tomar ninguna clase ni hacer ningún tipo de turismo. Ellos no lo sabían. Yo lo sentía en lo más profundo de mis carnes: volvía a estar en ruta.

Luego de tomar las clases fui a la oficina del puerto y entendí aquello que mi padre siempre me decía sobre la anticipación. Nunca le he hecho demasiado caso, pero creo que algún día debería empezar a tomarme en serio sus palabras. No había billetes para el día siguiente. Me había hecho a la idea de quedarme durmiendo en Ísafjörður en algún parque o algo similar, embarcando al día siguiente con el ferry de las 9:30. No había ferry, estaba completo.

Había algo en el ambiente que me traía a la mente un sutil pensamiento: no debía zarpar el Sábado por la mañana. Una suerte de sensaciones combinadas llevaban a mi corazón a querer quedarse una noche en Núpur. Llevaba demasiados días solo y había empezado a encontrar gente espectacular con la que compartir un buen vino. Había un ferry a las 16:30 el mismo Sábado pero había un problema, no tenía forma de llegar a Ísafjörður desde Núpur el Sábado, debería recorrer los 30km a dedo. Poco a poco, entre la mezcla de acontecimientos ajenos a mi patético andar por el mundo y a ese particular atención que estoy poniendo en leer las sensaciones de mi cuerpo, la aventura iba tomando una forma perfecta.

Fui a comprar dos botellas de vino para compartir con aquellos que me apetecía descubrir algo más, un buen explorador no sólo recorre yermas tierras salvajes, también recorre los laberínticos senderos del alma. Y, seguramente, estos son mucho más salvajes e interesantes que cualquier ruta inexplorada. No son excluyentes, al contrario, recorrer lo físico conduce a lo metafísico, andar por los paisajes árticos islandeses, en total soledad y con el viento soplando sobre tu tez, puede ser el mejor vehículo para recorrer los caminos, las avenidas, las calles y los callejones de nuestra mente.

Aquella noche hablé sobre mi idea de recorrer parte de la península más desolada de Islandia. Conseguí seducir a tres seres que querían embarcarse en la misma aventura. Sería increíble viajar solo por Hornstrandir, pero me estaría perdiendo la oportunidad de conocer a tres magníficas personas y, quizá lo más importante, conocerme más a mí mismo viéndome reflejado en mi contacto con ellos. La aventura parecía una comitiva de la Unión Europea: un eslovaco, un alemán, un italiano y yo.

A la mañana siguiente me desperté con un yunque dentro de mi mente. Los dos vinos de shyraz, uno de Argentina y otro de Australia, habían cumplido con su misión en los recovecos de mi cerebro. Me desperté sobre las 11:30. Habíamos quedado a las 8, pues debíamos ir a dedo y no sabíamos cuánto íbamos a tardar. Domenico, el italiano, se había dormido también y a Boris, el eslovaco, también se le habían pegado las sábanas. El único que andaba despierto desde las ocho era el alemán, Philipp, que había aprovechado la mañana para ir haciendo los deberes de islandés.

Almorcé un plato de arroz y preparé todo rápidamente, cogimos tres ollas, llenamos las cantimploras de agua y, tras despedir a los que andaban tomando café fuera, nos fuimos camino de Isafjörður sobre el mediodía.

Volví a sentirlo, volvía a la carretera. Al llegar a la intersección que llevaba hacia Ísafjörður nos separamos en dos grupos para tener más posibilidades de conseguir un coche que nos llevara a dedo. Me tocó con Philipp, el alemán, Domenico y Boris constituían el segundo grupo. Conseguimos un coche relativamente rápido y dejamos atrás, saludándolos con una gran sonrisa, al italiano y al eslovaco. El coche se detuvo antes del precario túnel que lleva a Ísafjörður, aquellos islandeses bonachones se dirigían hacia otra ciudad. Dijimos adiós a nuestros portadores y nos sentamos encima de nuestras mochilas a la vera de la carretera, esperando la siguiente oportunidad. Al cabo de cinco minutos apareció un coche con Domenico y Boris saludándonos desde dentro. Se perdieron entre el túnel. Estaba viviendo y abracé al cielo, a las montañas y al aire. Me sentía lleno de vida. Sabía lo que quería y, no sólo lo estaba buscando, me lo estaba comiendo a bocados. Esperamos 20 minutos sentados en la grava del arcén hasta que llegó la siguiente oportunidad. Otro islandés. Ellos saben lo que es viajar solo por estas tierras. Por las zonas rurales, la mayor parte de esta isla, puedes viajar a dedo sin problema: los islandeses conocen muy bien las vicisitudes de este lugar perdido en el atlántico, y se ayudan entre ellos en todo lo que pueden. Y es normal. En un pueblo puede que no haya policía, ni bomberos, ni médico. De hecho, en Islandia solo he visto tres ciudades con esos servicios cubiertos. Aquí la gente se las apaña a golpe de empatía, no les queda otra.

El joven conductor nos dejó en la oficina del puerto. Se negó a aceptar algo de dinero para combustible. Y eso que andaba en reserva. En la oficina nos encontramos a Boris y Domenico sentados en la acera, tomando el Sol y comiendo algún bocata de producción propia. Los billetes nos costaron mucho más de lo que nos esperábamos y, en aquél justo instante, más de uno pensó que no merecía la pena pagar tanto dinero por eso. El sutil y colorido aroma que desprendería la tierra bajo nuestros pasos nos quitaría esos prejuicios de la cabeza.

Con los billetes en las manos y con 11.000 isk menos en el bolsillo, fuimos a comprar algunos víveres al supermercado más cercano. Con nuestros enseres, algunos más nutritivos que otros, nos dirigimos hacia el puerto. Luego de haber comido un buen embutido de oveja ahumado, nos dimos cuenta de que allí no había barco alguno. Nos levantamos y buscamos el barco que nos llevaría a aquella tierra que andaba por mi mente desde que dí las primeras pedaladas al salir de Reykjavík.

Al llegar al muelle observamos que el dichoso barco no era más que una barcaza. Eso sí, pronto daríamos buena cuenta de la potencia de la pequeña embarcación. Al salir del puerto de Ísafjörður el capitán puso rumbo hacia el Norte y con un golpe de muñeca el motor empezó a rugir bajo el agua, levantando la proa y sumergiendo la popa. Los cuatro sentimos que aquello empezaba a ir en serio. El romper del casco contra el agua, levantando aquella masa de agua hacia la popa, nos recordaba que el hombre, sin sus apreciados artefactos, poco tiene que hacer contra la naturaleza. Él la desafía y ella sabe que él acabará desmenuzándose entre su propio polvo.

Me senté en el casco del barco y miré al horizonte, ¿quién fue el primero que se atrevió a entrar en las fauces de aquella inefable masa de agua? Sentado cómodamente en babor sentí que yo jamás podría haberme lanzado, sin saber dónde acabaría, a las interminables idas y venidas de los vientos y el agua. Siempre necesitaba algo a lo que asirme, alguien que me dijera que lo que hacía era seguro, algo con lo que atarme a la fértil tierra mientras me asomaba tímidamente al abismo. Aquél viaje a Hornstrandir significaba el comienzo del fin. De un fin que siempre se ha estado acabando y nunca, por mucho que me duela, he podido recorrer los páramos de su fin. Aquél horizonte que se escapa entre mis pies y que, cuando creo alcanzarlo, se escapa tras un pensamiento en el óbito o en el rojo vívido de la sangre corriendo por mi estómago. Desafiándome y deslizándose más allá de sus confines, respetando y llevando hasta el fin mi propio carácter: ese tender hacia lo imposible, ese salirse del camino y andar por los senderos equivocados, haciendo de la vida toda una oda a la exploración surgida de la más infantil curiosidad. Siempre podía volver a ocurrir. ¿Y qué? Mi corazón, mi mente, mi piel, mi estómago, mis uñas y mis dientes, mis ojos, mis piernas y mis labios, me pedían ir más allá. Siempre más allá. Y podría volver a ocurrir. No importaba. Sabía que al alcanzarme la, quién sabe si eterna, noche, podría sonreír o viajar hacia el Hades dejando el alma rota en el mundo. Quería sonreír ante la muerte, mirarla y que ella supiera que lo había conseguido, quería morir siguiendo mi propio sentir aquél con el que me sentía terriblemente vivo. Sabía que, lamentándome y eludiendo los parajes inhóspitos para evitar el óbito, me llevarían irremediablemente muerto ante él. El agua me mojaba con aquél olor a mar y el frío propio de aquellos paisajes septentrionales. Me sentía vivo, absolutamente lleno de vida. Los griegos ya lo habían dicho: no había mejor momento para morir que aquél en el que uno sentía que haber venido a este patético mundo, por una cosa o por otra, había valido finalmente la pena. La bahía de Aðalvík me despertó de mi jugueteo con mis miedos. Habíamos llegado a nuestro destino.

Allí no había absolutamente nada, solo unas pocas casas que servían de residencia veraniega. Ni grupos de rescate, ni bomberos, ni cobertura. Iba a poner a prueba esas andanzas que, eso creía yo, estaban llegando a su esperado fin. Nos acercamos con Zodiak hacia la orilla y allí, cargando nuestras mochilas, caminamos hacia un lugar en el que ponernos cómodos para la primera caminata por la región más desolada de Islandia.

Miré hacia el valle que debíamos atravesar y observé que la niebla se asomaba entre las colinas que circundaban el valle. Se dejaba caer entre las suaves crestas, desapareciendo antes de llegar hacia la bahía. Miré a mi brújula. Había leído bastante sobre orientación pero jamás la había necesitado realmente, jamás la había puesto en práctica. Había una pareja francesa que andaba manejando un mapa y una brújula. Les pregunté si mi teoría andaba correcta, me corrigieron un par de conceptos y memoricé las reglas básicas para seguir una orientación segura. No sólo pensaba en mi estómago, me sentía responsable de aquellos tres chicos que había llevado hacia el norte. Era el único que tenía nociones de orientación y debía entender muy bien el funcionamiento y el manejo de la brújula. Ellos, aunque no lo sabían, dependían de mí. Y, lo sigo creyendo, eso era lo mejor. Un líder jamás debe imponerse a priori, debe hacerse con la fuerza de los acontecimientos. Yo sabía bien que en montaña sólo podía haber un capitán en el navío. Uno debe saber muy bien cuáles son las decisiones trascendentes, donde no debe dejar paso alguno a la duda, y cuáles son las decisiones más banales, dónde la vida sigue latiendo si éstas se toman. Imponiéndose sólo en lo necesario es cómo se consigue un liderazgo efectivo, lejano al sometimiento que nutre la desobediencia. Y la desobediencia, en la montaña, suele conducir irremediablemente a esa amiga de la guadaña. Con estas premisas muy claras, fui forjando mi camino hacia el liderazgo del grupo, tomando sólo las decisiones concernientes a la orientación de la senda a seguir y dejando la libertad necesaria para tomar distintas variantes que no afectasen a la correcta navegación hacia nuestro objetivo.

Tuve suerte y la senda discurría en una perfecta recta en dirección noroeste. Orienté el mapa hacia el Norte geográfico y fijé el rumbo en el limbo de mi brújula y me aseguré una línea de orientación en caso de que la niebla se nos subiera a las espaldas.

Al poco rato de empezar a caminar cruzamos una estepa de musgo verde y, cuando nadie se lo esperaba, un zorro ártico vino a nuestro encuentro. Empezó a juguetear con nosotros, retozándose entre el musgo y dejando que las frágiles flores veraniegas de Hornstrandir acariciasen su pardo pelaje. Sus ojos dorados se clavaron en mí y me sentí profundamente conectado con aquella tierra. No podía ser una casualidad. Era demasiado sencillo como para poder creerlo así. Aún hoy sigo odiando a los místicos y a sus insultantes pretensiones de querer asirse con lo inefable, creyéndose predestinados a engullir lo humanamente inalcanzable y quererse creer por encima de lo humano por ello. No, yo no era un místico. No era mejor que un albañil de Castilla o un pescador de Akureyri por tener aquél encuentro con el zorro. Sé que lo que sentí para nada tiene que ver con la realidad. Me resisto, por imaginario popular y por corazonada, a creer que todo tiene una causa y que ésta se revela claramente después de la correcta investigación. A través de los ojos de aquel zorro conecté directamente con la tierra, sufrí un estremecedor escalofrío y sentí cómo mi piel podía percibir todo el vasto paraje. Sentía cada recoveco de mi ser. No es mística, es vida. El animal fue una sutil excusa para entender la capacidad transformadora del esfuerzo por persistir en la dura batalla contra el miedo. Al fin y al cabo, contra el óbito.

Cuando me calmé, volvimos a caminar y empezamos a ascender hacia las mesetas del fiordo. Allí nos esperaba la niebla, el horizonte, la tenue silueta anaranjada de las montañas a medianoche y el descubrimiento de las entrañas de nuestro propio ser. Un descubrimiento que no es más que un sempiterno redescubrimiento. Un eterno tender hacia lo inefable y que, sin embargo, puede llegar a abrazarse. Uno mismo. Uno y el paisaje. Yo y la vida. Descubrirse a uno mismo a través del reflejo en los picachos, los riachuelos, los valles y las ensenadas. Y, aún y su ahogante belleza, no reflejan nada bueno. Y allí mismo se origina el conocimiento, de lo estúpido, inútil, barato, banal y pavoroso que corre por nuestras venas. Y allí todo puede quedar como estaba, dejando el reflejo en el páramo, o todo puede cambiar, aniquilando con sangrientos gritos aquél destello que impide una mirada sincera hacia el fulgor del paisaje.

miércoles, 26 de mayo de 2010

25 kg y una bicicleta

A los pocos años de existencia en este mundo un bombero me animó a participar en una carrera de bicicletas. A partir de allí se sucedieron 15 años viviendo con una bicicleta entre las piernas: lo único que, por mi poca convicción seductora, podía acercar a los confines de mi entrepierna.

Caídas, entrenos a altas horas de la noche, frío, desplazamientos madrugadores y nervios antes de la salida. Recuerdo aquéllos momentos previos a la carrera, colocados todos los ciclistas ante la línea de meta, cuando hacía venir a mi horondo entrenador y le preguntaba:

-Elías, si no gano, ¿no pasa nada no?
-Claro que no.

La misma pregunta. Salida tras salida. Y aquél buen hombre siempre me respondía con una sonrisa entre los labios y un golpe cariñoso en el casco. Yo lo tenía claro. Si no ganaba, no pasaba absolutamente nada. Fácilmente podría desprenderse de esa arenga conformista un actitud pasiva. No era mi caso. Era la educación que, a golpe de pedal, se me había inculcado en las carreteras cercanas a mi ciudad. Aquéllos días de entreno y aquéllos momentos de salida fueron forjando mi carácter: la victoria era sólo un premio reservado a un momento, lo importante era la lucha agónica y silenciosa que se desarrollaba entre la reiteración harmónica del pedaleo.

En los momentos previos a la carrera, después de recibir el capón en el casco por la mano de mi entrenador, miraba alrededor. Allí estaba mi padre, mi madre y mi hermana. Normalmente también se apuntaban, alguna vez, mis primos. Se habían levantado temprano. Habían aguantado las impertinencias de mis nervios y se estaban dejando la voz más allá de la línea de meta. Yo tenía la mente fijada en el suelo. No tenía en mente ganar. No tenía en mente llegar el primero. Lo único que se paseaba por mi mente era una intuición clara: iba a sufrir, me iba a exponer a un dolor increíble en las piernas, iba a jadear violentamente y, evidentemente, iba a luchar hasta el fin. Escuchaba a la gente gritar, pero por encima del ruido escuchaba una voz: ¡aguanta como un jabato! Mi padre, recordándome lo más importante: ese aguante tan común entre mi familia. A veces, pensaba en mi abuelo. Muerto solo en Alemania, tratando de alimentar a toda su estirpe. Aquello me hacía ser consciente de que en la relajación de la lucha probablemente se avistaba un albor de la muerte y que, a veces, no había mejor óbito que el desfallecimiento en plena lucha.

El juez se retiraba de la línea de meta, todos los ciclistas estábamos en tensión. Todos sabían que yo iba a poner las cosas duras desde el principio: controlando la carrera y mandando órdenes a los que entorpecían el paso y la seguridad del pelotón. Mi lucha infundía respeto. No era el que más ganaba. Estaba sólo y no tenía equipo, pero era el único que rompía la carrera a mi antojo. No tenía miedo a perder, no tenía miedo a desfondarme y llegar el último. Lo único que temía era acogerme a la seguridad del pelotón, a esa pasividad que llegaba a desconectarte de la lucha... a terminar la carrera y sentir que, todo el desplazamiento, todo el esfuerzo de los que me habían llevado hasta allí, había sido en vano. Lo único que temía era dejar de sufrir, dejar de sentir dolor en las piernas, dejar de estar vivo.
El juez se retiraba e iniciaba la cuenta atrás. ¡Salida! Todos me miraban, respiraban tranquilos, no había salido esprintando. Me colocaba entre el pelotón e iniciaba mi lucha, contactaba con aquéllos que no teníamos equipo y organizábamos una estrategia para desbancar a los equipos consolidados. Los convencía y los unía a mi lucha. Lanzábamos ataques combinados y intentábamos dejarlos sin aliento. A veces sólo hacía falta una mirada, yo desde un lado del pelotón y un aliado desde el otro. De repente se escuchaba un cambio bajando de piñón: ¡crac! ¡crac! Todos temblaban: ahora comenzaba el dolor. Salíamos disparados cuando menos se lo esperaban, desde atrás, los hacíamos removerse de sus asientos. Quién no se unía, quedaba atrás, perdido en una lucha seguramente perdida por recuperar el asilo del pelotón. No era nuestro problema, nuestro hogar no estaba en el pelotón, en la protección de la comunidad, nuestra casa era la lucha asfixiante que nos hacía sentirnos llenos de vida. A veces salía bien y a veces realmente mal. Pero, ¡qué más daba! Mirábamos a la gente y sabíamos que lo habíamos hecho bien, les brindábamos una sugerente lección y un apetecible espectáculo: el esfuerzo era la verdadera victoria. Podían dar la copa al primero que cruzaba la meta, pero todas las felicitaciones nos las llevábamos aquéllos guerreros solitarios que no se conformaban con el edulcorado rebufo del pelotón.

Esa actitud de sumisión y aceptación del sufrimiento fué lo que me llevó a obtener alguna victoria que otra. Fué aquél carácter el que me permitió soportar la dura vida del ciclista, fué aquella forma de vivir la que, trasladando aquella educación a la vida diaria, me llevó a aguantar horas y horas delante de los libros, la que me condujo a aguantar los momentos más duros de la vida que llevo vivida.

Un hospital y una recomendación mal interpretada, me llevaron a confundir la relajación por el cese de la lucha. Dejé de pedalear. Dejé de vivir. La actitud activamente guerrera pasó a convertirse en una conformidad hiriente. Sé que aquella actitud de lucha sólo podrá ser recuperada desde mi vuelta al pedaleo; ese movimiento repetitivo y circular que, desde el agotamiento en la reiteración, se transforma en una energía capaz de dirigir tu vida hacia cualquier parte y destrozar las barreras de la desazón. No hay más. El jadeante pasar de las horas encima de la bicicleta es una de las mejores escuelas de vida.

Y, ¿quién sabe? Quizá en aquellos confines cercanos al círculo polar ártico vuelva a recuperar aquél espíritu de lucha que dejaba con la boca abierta a los espectadores y que desencajaba las cansadas mandíbulas de mis compañeros.

De momento, me llevo en el avión la bicicleta y 25kg en material que creo que debería ser el necesario para aguantar un año en Reykjavík. Definitivamente, eso espero, mi entrepierna volverá a las andadas: a encontrarse a gusto entre el ir y venir constante de mis muslos. Y no. No es una especie de oda a alguna extraña práctica onanista ni orgías árticas. Es un canto esperanzado hacia aquél carácter que, paradógicamente, se perdió entre las salas de un hospital.