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lunes, 25 de julio de 2011

Escapadas desde Hellishólar (IV): Thórsmörk - Skógar (II)

Mientras Zaratustra subía por la ladera, iba pensando en las numerosas caminatas solitarias que había realizado desde su juventud y en las muchas montañas, sierras y cumbres que había escalado.

[...]

Y sea cual fuere mi destino, sea cual fuere el suceso que me acontezca, siempre será para mí un viaje y una ascensión: acaba por no vivirse más que lo que está en uno.

"Así habló Zaratustra", Nietzsche

El autobús prosiguió su marcha por los márgenes del siempre cambiante Markafljót. Las laderas del volcán que delimitaban el paso del río repentinamente en esa planicie compleja, difícil de entender. Era una paisaje que aparecía extraño a la mente que se había criado lejos de aquellas latitudes: las montañas estaban colmadas por profundos y amenazadores glaciares que cubrían pero no lograban a esconder la fuerza con la que aquellas imponentes colinas se habían creado bajo los glaciares que cubrían a la Tierra durante su última era glaciar. La roca derretida quería abrirse paso en el hielo para poder abrazar las glaciales mañanas ya pretéritas. En esta lucha entre hielo y roca fundida se crearon las montañas de palagonita, una débil roca de arena, típica de esa zona de Islandia. Una vez retirados los hielos, el mar se abrió paso y cinceló oníricas formas en la débil roca, unas esculturas que han nutrido el imaginario popular de la zona viendo en ellas centenares de seres; traídos a la vida en la cercanía del fuego hogareño en el largo invierno islandés.

Esos peñascos que punzan la imaginación colman las laderas de arena desprendidas de los mismos seres de arenisca, esa arena cubierta por la verde hierba veraniega de la que las ovejas islandesas dan buena cuenta. Una catedral ártica: las bóvedas heladas, las negras gárgolas escupiendo el agua que sus mismos desechos han de beber y el gris de la realidad acariciado por el perenne devenir. Las laderas son engullidas repentinamente por las carnavalescas riberas del río, creando un juego de ángulos que sorprende por su agresivo vértice. Y el musgo que se agarra a todo, bronceando las peladas colinas en invierno y tintándolas, en verano, de un verde exótico para estas latitudes. Allí ocurre algo mágico: ante la pasmosa novedad del paisaje, uno se ve obligado a aprender a leer de nuevo lo que tiene delante de los ojos, aprende a mirar de nuevo a lo que se le presenta delante de la tez.

Y cuando uno parece estar acostumbrado a esa nueva forma de mirar, de atender a lo que sucede delante de la nariz, estalla en la frente de uno esa bofetada helada que los glaciares propinan a las cuencas de los ojos. Imposible de hacerse con ellos a primer golpe de vista. Imposible de entenderlos y comprender lo que sucede. Uno se halla extraño delante de ellos: querer eliminar la partícula negativa de "imposible" y no lograrlo. ¿Cómo mirar a esa mole de hielo precipitándose de las cumbres? Sé que se precipitan, pero no los veo moverse. Sé que su paso ha creado la mayor parte de esta isla, pero siguen impasibles delante mío. Cruzo los brazos por delante de mi pecho y trato de cavilar qué tipo de lección puede darme esa cascada helada. Entonces miro a mi alrededor: turistas haciendo fotos de la lengua glacial que lame la montaña. Haciéndose fotos delante de él para después guardarlas olvidadas en un fichero del ordenador, el diafragma accionado para demostrar que se ha estado ahí. Y todo eso, ¿para qué?

Que la vida no tiene un sentido verdadero, no es un descubrimiento muy lúcido: sólo hace falta atender a lo que sucede. La lucidez se halla en saberse creador del sentido de la vida de uno mismo sin caer en absolutismos, siendo consciente de que en tanto cuanto sentido creado tiene la posibilidad de ser destruido; y, aún más importante, sin quedarse en el impotente nihilismo que nada ya quiere. Los turistas, con sus cámaras y sus recuerdos, parecen agarrarse al sentido de su vida, más allá si se saben creadores de él. Yo no me uno al sentido de sus vidas que entreveo entre sus acciones y su forma de comportarse. Ésa no es mi senda, esa no es la perspectiva desde la que quiero controlar mi vida. Ni me opongo ni me detengo en ella, no tengo tiempo para eso; hay que saber desechar a tiempo lo que no se quiere para ceder el tiempo a lo que uno pretende. Y es que el colmillo de la guadaña siempre anda cerca. Los vientos me soplaban desde el hielo, postrado frente a ellos sentí como la dirección de mi vida pasaba por la reflexión a través de la relación profunda y directa. Sin lentes u objetivos cómo intermediarios. Una relación a través de mis manos, mis pulmones y mis piernas. Yo no quería viajar para ser mediado, yo quería viajar para ser yo mismo: mediar a través de mí. "Recto, no que te pongan recto" que decía el Antonino. Relacionarme con lo que me rodea siendo yo mismo lo que me rodea: conociendo, buscando, caminando, escalando. Acción y no pasividad. Era el sentido con el que me encontraba cómodo: no digo que sea el verdadero, ni el aconsejable, ni el correcto. Simplemente, con el que me encontraba cómodo. Todo sentido creado puede ser destruido, quizás en un mañana venidero cambiaría de sofá otra vez, la cuestión era estar bien sentado.

De nuevo en el autobús nos adentramos en ese conjunto de elementos que, una vez más, me hacía desprender mi mandíbula hasta latitudes cercanas a la nuez. Las rocas que no habían sido erosionadas por el río glaciar habían creado unas montañas en las que la vegetación había florecido con más fuerza que en el resto del Sur de Islandia debido a la protección del viento por las altas montañas y las relativas altas temperaturas de este enclave cerrado entre picachos. Las regiones forestadas aparecían como oasis entre cuencas de feroces e intratables ríos glaciares. Parecían goletas perdidas en un inmenso y caótico mar de rocas pulidas por el río, aguas cargadas de sedimentos y arena espesa. Un lugar, de nuevo, difícil de entender; la vida se generaba dónde uno menos se lo esperaba: en el medio del aparente caos que reinaba aquel lugar.

sábado, 23 de julio de 2011

Escapadas desde Hellishólar (IV): Thórsmörk - Skógar (I)

Enlace al álbum de fotos:

Thórsmörk - Skógar (July 2011)


Os aconsejo la lucha y no el trabajo. Os aconsejo la victoria y no la paz. ¡Que vuestro trabajo sea una lucha, que vuestra paz sea una victoria!

[...]

Pero el enemigo más peligroso que puedas encontrar será siempre "tú mismo". Eres "tú mismo" quien te acecha en las cavernas y en los bosques.

Nietzsche, Así habló Zaratustra


Ya lo habíamos dicho. Dejábamos el trabajo. La noticia no había sido muy bienvenida en aquél entorno familiar que dominaba nuestra granja. Habíamos pasado de ser el trabajador fiable, duro y rentable al proscrito que abandonaba la familia. Algunos se lo habían tomado nuestra partida como algo inherente a la capacidad de decisión de los seres inteligentes y en parte libres y otros como una ofensa personal, lo que había llevado a algunos integrantes del grupo de trabajadores a dejarnos de lado para mostrar, sin abrir la boca, que estaban del lado de quien les daba de comer. Y como al fin y al cabo todo es cuestión de interés y egoísmo, las sacudidas de mi conciencia acerca de la responsabilidad no lograron penetrar demasiado en mi mente y un hombre con bigote me ayudó a respaldar mi opción. Aunque, sobretodo me tenía a mí mismo respaldándome, recordando aquél mayúsculo y musculoso "ser uno mismo" que se esconde tras el "ahora os ordeno que me perdáis y que os encontréis a vosotros mismos" que parece cerrar el primer libro de "Así habló Zaratustra". Ellos tendrían sus hombres sin bigote, clavados a una cruz, con sombrero o con bastón respaldando las suyas. ¿Mi opción? No había nada más que aprender allí, la vida es demasiado importante para dejarse arrastrar por la superfluidad del aburrimiento y dejarse llevar en algo en lo que no se cree ni se quiere ser. Ni, por supuesto, olvidar que el principal interés de dejar de lado por un tiempo mi aprendizaje a través del viaje estaba interesado en una búsqueda de financiación para el mismo viajar que el trabajo no llegaba a satisfacer. Había aprendido muchas sobre la cultura islandesa y el comportamiento de sus habitantes, sobre el campo y sus diferentes métodos de trabajo, sobre la psicología en un bar, sobre cómo no llevar un negocio y cómo aguantar 17 horas seguidas trabajando. Ya había sido suficiente. Ya estaba saciado. Ahora tenía otros cuellos que morder y otras sangres que beber. Tomar el control de mi vida, aprender a navegar y a dirigir, ese había sido mi objetivo este año y debía llevarlo a cabo.

Nos quedaba unos cuatro días libres antes de dejar el trabajo. El primer par de ellos habíamos decidido pasarlo caminando entre el valle de Thórsmörk y Skógar. La última y extraoficial etapa de la ruta del Laugavegur, entre el magnífico valle de Landmannalaugar y el valle de Thórsmörk, rodeado y protegido en una crépida pero bella simbiosis con los glaciares y los volcanes. Entre ellos el Eyjafjallajökull, el infame volcán de las aerolíneas pero aún más infame entre los granjeros de la zona que jamás salieron en los noticiarios europeos. Lo dicho más arriba, interés y egoísmo, algo inherente al ser humano y que todos hemos tratado de esconder tras ese amor al prójimo y esa compasión que sirven bien para su propósito: adiestrar.

Llegamos a la gasolinera y vimos el "gentío" turista esperando por el autobús. Tras un año viviendo en Islandia 20 personas le parecen a uno una ciudad entera reunida. Compré los billetes hablando en mi islandés, salteando y eludiendo lo que no entendía con unos perfectos "Já" que me sacaban del apuro. Me gustaba ver como poco a poco aquél idioma se había metido en mí sin estudiarlo siquiera, podía entender la mayoría de conversaciones acerca de bebida, viajes, mujeres, montaña y comida. Una vez en el autobús me dí cuenta de cuán bien conocía aquél país. En un año había viajado más que la mayoría de islandeses en toda su vida. Conocía pequeños pueblos y lugares que muchos de mis compañeros de trabajo ni sabían que existían. Veía cómo los turistas buscaban en los mapas los lugares de interés y cómo erraban el tiro al localizar Vestamannaeyjar, Eyjafjallajökull o el mismo valle al que nos dirigíamos. Incluso no sabían nada de la historia de Njál y sus héroes de la era vikinga que había transcurrido por aquellas colinas cercanas a la planicie que atravesábamos. Yo sólo podía sonreír y saber que, al menos había cumplido uno de mis objetivos al pisar esta isla: empaparme de ella y tratar de hacerla mía. Ellos lo harían a su manera. Los respetaba pero no compartía su forma de hacerse con el mundo: el turismo es la peor forma de comerse una tierra, de digerirla y hacértela tuya. Para eso hay que vivir en ella y de ella, hay que ser amante de lo profundo y buscar agua que beber en sus cavernas. Ver aquellos turistas tratando de hacerse con la isla que había tardado un año en comerme - y que tanto me quedaba por degustar - abría en mi mente la vital discusión entre la superfluidad y la profundidad. La llamada curiosa de lo profundo que llama al explorador a adentrarse en las más frondosas junglas y en las más altas cumbres. El seguro susurro de lo superfluo que llama al turista a quedarse en los caminos asfaltados y preparados, tratando de comerse a golpe de cámara un paisaje que le queda demasiado lejos: un comensal sentado demasiado lejos de la mesa con unos cubiertos demasiado cortos que, colmado de locura, cree haber comido y estar saciado sin haber tocado un pedazo del festín.

El autobús se paró en una de aquella oportunidades que Islandia da a los superfluos turistas de creerse y saborear un pedazo de pan del que se alimentan los profundos. Aquella cascada de Seljandafoss que permite ese característico "ir más allá" de los que tienen el alma henchida de profundidad. Me senté en uno de los bancos que miraban a la cascada y a la ristra de turistas que circulaban por detrás de ella, abrí el libro por donde lo había dejado y leí un premonitorio:

Antes soñaban con llegar a ser héroes; ahora solo son gozadores. La imagen del héroe les causa espanto y pesadumbre. Pero, en nombre de mi amor y de mi esperanza, yo te conjuro: ¡no arrojes lejos de ti al héroe que hay en tu alma! ¡Santifica tu más alta esperanza!

Nietzsche, Del árbol de la montaña, Así habló Zaratustra


viernes, 24 de junio de 2011

Escapadas desde Hellishólar (II) - Vestmannaeyjar (I)

Llegaban los dos días libres tan deseados después de días de trabajo duro cortando la hierba de toda la zona de las tan artificiales cabañas de Hellishólar, después de reparar durante un día entero el techo de una de ellas, aprendiendo cómo hacerlo con un carpintero de la zona y conociendo al fin el por qué de esos techos y paredes islandesas.

Los techos islandeses suelen ser cubiertos por unas planchas de chapa onduladas para guiar el agua hacia el confín de la cubierta, clavados con unos clavos de acero al techo de madera. Suele ser una cubierta eficaz, barata y rápida de montar. El carpintero con el que trabajé no abrió la boca hasta que vio cómo clavaba las hileras de clavos más rápido que él, eludiendo y no escuchando el dolor en mis brazos ni en mis manos, tratando de ganarme su confianza hasta que lo conseguí al oír salir de su boca un "chico, vamos a tomar un café". Nos bajamos del techo y empezó a hablar sin parar acerca de la carpintería en Islandia. Ante mi pregunta sobre por qué las casas de este país también tienen el mismo material de chapa en los techos y en las paredes del exterior me espetó un: "en Europa llueve de arriba hacia abajo, en Islandia llueve de lado también". Una verdad como un templo que había comprobado en el año que llevaba viviendo aquí, aprendiendo a distinguir en los días de lluvia a los turistas de los residentes: quién enarbolaba un paraguas era definitivamente un turista, inconsciente del sempiterno y repentino viento que aparece cuando uno menos se lo espera.

Un tipo peculiar aquél carpintero que me brindó la oportunidad de conocer en mis propias manos, desde el Norte, el oficio de mi abuelo. Un oficio relacionado con algo inseparable del ser humano y seguramente esencial en él: el hogar. Sin duda un trabajo tras el que uno no necesita exprimir el cuerpo corriendo por los alrededores o liándose a puñetazos con el saco de arena del gimnasio antes de ir a dormir. La reciente lectura de las Meditaciones del emperador Antonino me habían ayudado a aguantar con una sonrisa y con un abrazo aquellos duros trabajos.

Antes de despedir la soleada noche decidimos a dedo sobre el mapa la excursión de los dos días siguientes: una ruta desde el bosque de Thor - Thórsmörk -, el valle rodeado por dos de los glaciares más bonitos de Islandia el Myrdasjökull y el Eyjafjallajökull. Un valle al que sólo se puede llegar con un buen 4x4 debido a los grandes ríos que provienen de los glaciares y se extienden por todo el Markafljót. Había un autobús partiendo de la ciudad más cercana a nuestra granja, Hvolsvöllur y decidimos levantarnos pronto para llegar a coger el autobús a las 10:30h. El primer día consistía en una caminata por empinadas colinas, con la ayuda de cuerdas, hasta el lugar por el que el Eyjafjalla empezó a rugir: Fimmvordurháls. Allí pasaríamos una noche en un refugio de montaña y exploraríamos la zona en busca de los ríos de lava que aún corrían por debajo de la superficie: más de un compañero aquí en Islandia me había enseñado instantáneas de esos ríos y de cómo la suela de los zapatos se les había llegado a derretir. Hacer esa excursión entre una geóloga y un curioso amante de la vida hacía un tándem perfecto de entusiastas en busca de lo inaudito.

En nuestro nuevo mapa los cartógrafos habían perfilado incluso la forma de las nuevas montañas producidas por la última erupción. El segundo día lo habíamos cincelado cómo el descenso por el maravilloso e inhóspito cañón del río Skogá hasta su suicidio final en la catarata de Skógafoss, acompañando al río en su senectud nos despediríamos de su fenecimiento alzando el pulgar para tratar de volver a la granja a través de la curiosa actividad del autoestop.

Había sido un día duro de trabajo pero nos íbamos a dormir con una sonrisa, a la mañana siguiente seríamos cómo dos críos ante un nuevo mundo. Cuando pasó la noche, la madrugada y la mañana se nos abrazó tan fuerte que nos dejó pegados a la cama. Después de preparar todo lo más rápido posible, dejamos la granja demasiado tarde cómo para tratar de coger el autobús. Aún a sabiendas de ello, empezamos a caminar con todos los enseres y con el pulgar levantado para tratar de llegar a Hvolsvöllur, pasaron unos cuántos coches de turistas, que no suelen recoger a caminantes debido al miedo que recogen en sus peligrosos países, hasta que llegó el coche de un islandés, acostumbrados a otro modo de hacer y otra moralidad en carretera. Era un ingeniero que vendía una máquina de muñir automática y nos explicó todo el proceso que seguía y de dónde venía la leche que bebían todos los islandeses, admirable pues las vacas en este país brillan por su ausencia. Aún con todo, me prometió que había muchas cabezas de ganado en el Sur. Tras agradecerle el viaje y su ilustración de las costumbres lecheras boreales nos dejó en la gasolinera.

Cuando un europeo aterriza en Islandia trata de buscar las paradas de autobús por todos los lugares posibles, cuando de hecho sólo hay una y muy pequeña en Reykjavík. Uno se siente un poco perdido sin la marquesina y la ausencia de carteles y horarios, pero tras un año viviendo aquí sé que voy a añorar la desolación de información en la saturación europea. Los islandeses usan las gasolineras a modo de estación de autobús. Normalmente no hay carteles de información de horarios, uno debe acercarse a la caja y preguntar por el autobús. Así que me acerqué a la caja: el autobús ya había partido.

Nos planteamos cómo llegar. Igual podríamos hacer la ruta al revés y tratar de conseguir un coche a dedo hasta Skógar. Lo tratamos durante media hora y en esa media hora una gran nube se empezó a posar por encima de la ruta que habíamos planeado, en ese momento un coche se paró ante nuestro dedo. Un carpintero islandés que estaba arreglando la casa de su hijo. Nos dijo que había vivido en todos los países angloparlantes pero que siempre volvía a su querida isla. Asentimos ante la magia de este pedazo de lava en el Atlántico y le transimitiomos nuestro creciente amor por ella. Le comentamos nuestras dudas acerca de nuestro destino y nos dijo que el único lugar dónde se veía brillar la hierba era hacia el Sur, hacia Vestmannaeyjar. Nos miramos entre los dos, asentimos y el carpintero viró hacia la costa, hacia el Sur.