viernes, 24 de junio de 2011

Escapadas desde Hellishólar (II) - Vestmannaeyjar (I)

Llegaban los dos días libres tan deseados después de días de trabajo duro cortando la hierba de toda la zona de las tan artificiales cabañas de Hellishólar, después de reparar durante un día entero el techo de una de ellas, aprendiendo cómo hacerlo con un carpintero de la zona y conociendo al fin el por qué de esos techos y paredes islandesas.

Los techos islandeses suelen ser cubiertos por unas planchas de chapa onduladas para guiar el agua hacia el confín de la cubierta, clavados con unos clavos de acero al techo de madera. Suele ser una cubierta eficaz, barata y rápida de montar. El carpintero con el que trabajé no abrió la boca hasta que vio cómo clavaba las hileras de clavos más rápido que él, eludiendo y no escuchando el dolor en mis brazos ni en mis manos, tratando de ganarme su confianza hasta que lo conseguí al oír salir de su boca un "chico, vamos a tomar un café". Nos bajamos del techo y empezó a hablar sin parar acerca de la carpintería en Islandia. Ante mi pregunta sobre por qué las casas de este país también tienen el mismo material de chapa en los techos y en las paredes del exterior me espetó un: "en Europa llueve de arriba hacia abajo, en Islandia llueve de lado también". Una verdad como un templo que había comprobado en el año que llevaba viviendo aquí, aprendiendo a distinguir en los días de lluvia a los turistas de los residentes: quién enarbolaba un paraguas era definitivamente un turista, inconsciente del sempiterno y repentino viento que aparece cuando uno menos se lo espera.

Un tipo peculiar aquél carpintero que me brindó la oportunidad de conocer en mis propias manos, desde el Norte, el oficio de mi abuelo. Un oficio relacionado con algo inseparable del ser humano y seguramente esencial en él: el hogar. Sin duda un trabajo tras el que uno no necesita exprimir el cuerpo corriendo por los alrededores o liándose a puñetazos con el saco de arena del gimnasio antes de ir a dormir. La reciente lectura de las Meditaciones del emperador Antonino me habían ayudado a aguantar con una sonrisa y con un abrazo aquellos duros trabajos.

Antes de despedir la soleada noche decidimos a dedo sobre el mapa la excursión de los dos días siguientes: una ruta desde el bosque de Thor - Thórsmörk -, el valle rodeado por dos de los glaciares más bonitos de Islandia el Myrdasjökull y el Eyjafjallajökull. Un valle al que sólo se puede llegar con un buen 4x4 debido a los grandes ríos que provienen de los glaciares y se extienden por todo el Markafljót. Había un autobús partiendo de la ciudad más cercana a nuestra granja, Hvolsvöllur y decidimos levantarnos pronto para llegar a coger el autobús a las 10:30h. El primer día consistía en una caminata por empinadas colinas, con la ayuda de cuerdas, hasta el lugar por el que el Eyjafjalla empezó a rugir: Fimmvordurháls. Allí pasaríamos una noche en un refugio de montaña y exploraríamos la zona en busca de los ríos de lava que aún corrían por debajo de la superficie: más de un compañero aquí en Islandia me había enseñado instantáneas de esos ríos y de cómo la suela de los zapatos se les había llegado a derretir. Hacer esa excursión entre una geóloga y un curioso amante de la vida hacía un tándem perfecto de entusiastas en busca de lo inaudito.

En nuestro nuevo mapa los cartógrafos habían perfilado incluso la forma de las nuevas montañas producidas por la última erupción. El segundo día lo habíamos cincelado cómo el descenso por el maravilloso e inhóspito cañón del río Skogá hasta su suicidio final en la catarata de Skógafoss, acompañando al río en su senectud nos despediríamos de su fenecimiento alzando el pulgar para tratar de volver a la granja a través de la curiosa actividad del autoestop.

Había sido un día duro de trabajo pero nos íbamos a dormir con una sonrisa, a la mañana siguiente seríamos cómo dos críos ante un nuevo mundo. Cuando pasó la noche, la madrugada y la mañana se nos abrazó tan fuerte que nos dejó pegados a la cama. Después de preparar todo lo más rápido posible, dejamos la granja demasiado tarde cómo para tratar de coger el autobús. Aún a sabiendas de ello, empezamos a caminar con todos los enseres y con el pulgar levantado para tratar de llegar a Hvolsvöllur, pasaron unos cuántos coches de turistas, que no suelen recoger a caminantes debido al miedo que recogen en sus peligrosos países, hasta que llegó el coche de un islandés, acostumbrados a otro modo de hacer y otra moralidad en carretera. Era un ingeniero que vendía una máquina de muñir automática y nos explicó todo el proceso que seguía y de dónde venía la leche que bebían todos los islandeses, admirable pues las vacas en este país brillan por su ausencia. Aún con todo, me prometió que había muchas cabezas de ganado en el Sur. Tras agradecerle el viaje y su ilustración de las costumbres lecheras boreales nos dejó en la gasolinera.

Cuando un europeo aterriza en Islandia trata de buscar las paradas de autobús por todos los lugares posibles, cuando de hecho sólo hay una y muy pequeña en Reykjavík. Uno se siente un poco perdido sin la marquesina y la ausencia de carteles y horarios, pero tras un año viviendo aquí sé que voy a añorar la desolación de información en la saturación europea. Los islandeses usan las gasolineras a modo de estación de autobús. Normalmente no hay carteles de información de horarios, uno debe acercarse a la caja y preguntar por el autobús. Así que me acerqué a la caja: el autobús ya había partido.

Nos planteamos cómo llegar. Igual podríamos hacer la ruta al revés y tratar de conseguir un coche a dedo hasta Skógar. Lo tratamos durante media hora y en esa media hora una gran nube se empezó a posar por encima de la ruta que habíamos planeado, en ese momento un coche se paró ante nuestro dedo. Un carpintero islandés que estaba arreglando la casa de su hijo. Nos dijo que había vivido en todos los países angloparlantes pero que siempre volvía a su querida isla. Asentimos ante la magia de este pedazo de lava en el Atlántico y le transimitiomos nuestro creciente amor por ella. Le comentamos nuestras dudas acerca de nuestro destino y nos dijo que el único lugar dónde se veía brillar la hierba era hacia el Sur, hacia Vestmannaeyjar. Nos miramos entre los dos, asentimos y el carpintero viró hacia la costa, hacia el Sur.

sábado, 18 de junio de 2011

Subsitencia por encima de la existencia (III)

Tras las gafas de sol tapaba las tímidas lágrimas que secundaban mi sonrisa. Ascendiendo con el coche por aquellas montañas llegamos, sustituyendo el asfixiante pedaleo por el cómodo juego de pedal, a las desérticas planicies que colman los fiordos del Oeste: con la roca quebrada por el hielo y los cúmulos de agua formando lagos que vendrán a morir en impresionantes saltos de agua hacia el fondo de los fiordos. Y entre aquellas precipitaciones de agua se encontraba la magnífica cascada de Dynjandi, una de las más grandes y bellas de aquella zona. Fue allí dónde comí la última lata de atún que encontré en mi mochila, con la bicicleta tirada en el suelo y mi espalda apoyada en las alforjas. La larga cabellera de agua que acariciaba las rocas más antiguas de Islandia sería también el testigo de el último giro de mi rueda trasera, cuando los radios decidieron combar la rueda en un despreciado óvalo.

Con la vibración del coche y el cansancio de todo lo recorrido me vine a dormir con la cabeza apoyada contra la ventana para despertarme en lo alto del paso de montaña más alto de Islandia, entre Arnarfjördur y Dýrafjördur. Más allá de aquél paso de montaña se encontraba la pequeña localidad de Thingeyri, en la que vendría a parar con mi maltrecha bicicleta a golpe de creencia y con el tesón de la convicción.

Cuando bajamos de las colinas hacia la pequeña localidad de los fiordos del Oeste, miré hacia aquellas montañas que rodeaban Dýrafjordur y volví a reencontrar mi hogar en aquella isla perdida en medio del Atlántico. Las montañas, aún salpicadas por la nieve, se reflejaban en medio del fiordo y eran el claro testigo de la diferencia entre el Norte y el Sur de Islandia: mientras en Reykjavík el verano ya había llegado haciendo explotar las hojas de árboles y flores, en Westfjörds el invierno no se había despedido aún. Las cimas de los fiordos me abrazaban como ya lo habían hecho durante aquellas tres semanas de Agosto de 2010, aquél era un sitio realmente especial: dónde todo terminó y todo volvió a comenzar.

Las carreteras en Westfjords suelen adaptarse y se dejan mimar por el terreno. Allí uno siente que no traiciona al paisaje, la carretera dibuja y perfila la línea de la costa: ora hacia el océano, ora hacia la horquilla del fiordo. Y dibujando hacia dentro y hacia afuera, llegamos a aquél rincón de Dýrafjordur en el que pasé buena parte del verano tratando de comenzar todo: mi meta pero no el destino de mi cabalgada con bicicleta por el Oeste esta isla.

En la puerta de Núpur me esperaba Siggi, uno de esos empresarios islandeses que día a día han construido su pequeño negocio y siguen con una sonrisa en la tez a pesar de la dureza de aquellas tierras. Me estrechó la mano cambiando su sempiterno cigarrillo de lado y me saludó con un entusiasmado: "Here he comes again, the bike-man!" Puesto que así era conocido por aquellas tierras al ser el único estudiante de aquél curso de islandés que llegó con una maltrecha bicicleta en vez de hacer uso del autobús que el curso ponía a nuestra disposición.

Le pregunté por la oferta de trabajo en las cercanías y me dijo que ahora era bastante tarde pero que podía probar en la cafetería regentada por la pareja de belgas en Thingeyri o podía llamar a su tocayo Siggi, que vivía en Flateyri y era un buen conocedor de la situación económica de la zona al ser él mismo uno de los mayores emprendedores de la zona.

Fuimos a dormir al gimnasio: un enorme edificio que servía a modo de hospedaje gratuito para los conocidos de Siggi. Allí se encontraba la zona de deporte de la que había sido la única escuela de Dýrafjordur, dónde se había formado gente del calibre de Jón Gnarr, el actual alcalde de Reykjavík. Y es que estos vientos árticos y los inviernos en los fiordos del Oeste, suelen estimular la esquizofrenia.
En aquél caótico y tétrico edificio se encontraba una piscina vacía, duchas, lavabos, una pista de baloncesto y centenares de habitaciones por las que, con la compañía del viento, tu imaginación se dejaba llevar de la mano de seres salidos del fondo de tus miedos. Buscamos una habitación de las menos tétricas y nos acomodamos allí. La soleada noche nos despedía y en mi mente tenía una clara idea: debía encontrar un trabajo en medio de toda aquella magia, debía encontrar la forma de pasar allí la el mayor tiempo posible, a sabiendas de que el perfil de aquél paisaje sacaba lo mejor y lo peor de mí. Al fin todo era cuestión de eso, de sacar algo.

jueves, 9 de junio de 2011

Subsitencia por encima de la existencia (II)

Con la rueda reparada y el teléfono del jefe de la planta de pescado en mi bolsillo, emprendimos el viaje de nuevo. Conducía aquél coche y no podía parar de pensar en mi cabalgada a lomos del equino metálico que kilómetros por delante pasaría de ser la montura portante a montura portada. Me acercaba, fiordo a fiordo, a aquél punto en el que los radios de mi rueda empezaron a estallar uno tras otro, debido a los 30kg de equipaje en la rueda trasera cuando sólo eran permitidos unos 20kg. Algún radio había estallado ya en Selárdalur, pero lo había compensado tensionando y destensionando los contiguos.

Al volante de aquél cajón metálico desde el que se imaginaba uno el paisaje, me acordé de la sensación que tuve al levantarme aquella mañana de Agosto en Bíldudalur. Un Domingo en el que todo estaba cerrado y sólo me quedaba un paquete de puré de patatas y una lata de atún. Por delante tenía unos 120km de carretera de montaña, entre fiordos, subidas con porcentajes asfixiantes y bajadas tenebrosas hacia el fondo de los valles. Miré el mapa. Observé la distancia entre Bildudalur y Þingeyri, el siguiente asentamiento humano. El único con abastecimiento alimenticio en todo el desolado recorrido entre las dos ciudades. En invierno, el paso está cerrado y las penínsulas del Sur son abastecidas desde Patreksfjordur, la ciudad más importante del sur de Westfjords; mientras que las penínsulas del Norte son abastecidas desde Ísafjordur. Así que ese paso que tenía que recorrer era tierra de nadie en invierno y, por eso mismo, la población se limitaba a una serie de granjas salpicadas por aquí y por allá, muchas de ellas derruidas y abandonadas.

No me la podía jugar. No me quedaba comida. La idea de dormir a mitad de camino era impensable. Pedalear con 30kg subiendo colinas y pasos de montaña exige aportación calórica. Dormir sin haber comido, despertarse con el estómago vacío y seguir pedaleando inducía claramente a esa sensación de mareo y confusión que debía evitar a toda costa para mantener la cabeza fría y tomar las decisiones correctas. No había otra. Me dije a mi mismo antes de salir de la tienda: "hoy llego a Þingeyri, sea como sea". Jamás había creído tanto en una sencilla frase. Me lo creía para hallar esa pasión sin la que lo imposible se ve incapaz de destruir su propia definición. Me lo creí antes de abrir la cremallera de la tienda para pisar la hierba con fuerza y decisión, lanzando una mirada al cielo que habría de prensenciar aquél espectáculo.

Los fiordos y sus azules aguas oceánicas fueron pasando y siendo dejados atrás. Estábamos atrapados en aquella estructura metálica que te impedía disfrutar del paisaje, que te impedía hacerte uno con él. Una unión que me fue posibilitada en mi pedaleo veraniego.

Y llegamos al puente, aquella estructura de cemento anterior a las cerradas curvas que escalaban aquellas montañas que se perfilaban como los molares de un lobo desde la lejanía. Aquél puente que cruzaba aquél río, dónde había una roca que servía a forma de mesa. Ante aquél envite recordé cómo paré la bicicleta y, con el estómago aún vacío, me puse a cocinar el último paquete de puré, aderezado con todas las hierbas comestibles que encontré por la cercanía. Desde el coche veía la mesa en la que aposenté mi bicicleta y conté los radios rotos: cuatro. No dije nada, quería aquél recuerdo sólo para mí. La garganta empezó a sentir el impulso que avecina el sollozo. Intenté rememorar mis sentimientos ante la mala noticia que recibí aquella mañana de verano: cuatro radios rotos en tan sólo cuarenta kilómetros. Recordé cómo en aquél momento las cuencas de los ojos se tornaron más acuosas de lo habitual, y me llevé las manos a la cabeza tratando de acariciar mi sien, tratando de consolarme en la soledad de aquél páramo. Solo. Ni un coche me había cruzado en toda la mañana. Comí el puré mientras sollozaba en silencio. Tenía miedo. Era débil. Todo aquél viaje se resumía en ese momento, sabía que ese instante debía llegar. Me había estado esperando. Todo mi esfuerzo se resumía en la acción que había de emprender: llamar y pedir ayuda, rechazando el envite del miedo, o abrazarse al temor y seguir pedaleando. Todo aquél viaje lo había preparado para superar el miedo, surgido de las calavéricas paredes del hospital, a valerme por mis propias manos. Había llegado la hora de dar un sentido a todas las pedaladas que me habían llevado hasta allí.




















Llegando a las carreteras que se encaramaban a lo alto de los fiordos, dónde ocurrió todo. Foto tomada en verano de 2010, Arnarfjordur.


Paré el coche. Aquello no era una simple mesa, era el sitio dónde
se había librado la batalla que me abrió los caminos de una nueva conciencia, de una nueva vida. Un lugar común convertido en monumento, un hito histórico que servía de testigo de mis pasos por este mundo.

"Por qué paras el coche?"
"Es un lugar histórico"
"Por qué?"
"Aquí fue dónde el antiguo y el nuevo Víctor se despidieron para siempre en un tembloroso abrazo"

No hacían falta más palabras, volví a encender el motor y continuamos el viaje. Encaramé el morro del coche hacia las cuestas dónde hube de dar vueltas y más vueltas a mis piernas, dónde escuché cómo los radios rebentaban uno tras otro. Dónde lloré cómo un crío recordando a mi abuelo y a mi madre, pidiéndoles ayuda y consejo desde la lejanía, desde ninguna parte. Dónde tuve miedo de quedarme sin rueda en medio de la nada a 40km del último pueblo y a 80km del siguiente. Dónde me dí cuenta de que una llamada a la policía significaba el continuar aterrado y encerrado en mis miedos; mientras que un pedaleo, aún a grito, lágrima, temblor y sollozo, me hacían dueño de mí mismo, abrazándome al miedo y superándolo.

En aquéllas cuestas, dónde mi vida cambió a través de la superación mediada por el sufrimiento: cuando yo lo quise, como yo lo quise. Dónde tomé las riendas de mi destino y me hice con él. Más tarde, en mi escritorio de Reykjavík leería en un oscuro invierno las palabras del alemán con bigote tupido y recordaría aquéllas pedaladas asustadas pero decididas: "Soy así porque yo lo quise, mi vida es así porque así la quise"

domingo, 5 de junio de 2011

Subsitencia por encima de la existencia (I)

Hay una clara diferencia entre lo vivido y lo explicado. Se suele condenar al que exagera en lo explicado, cuando no hay otra forma de explicarse. ¿Cómo hacer llegar al otro lo que uno sintió en el fondo de su estómago en aquél preciso instante en el que sintió que toda su vida iba a virar hacia otros mares y hacia otras corrientes? Cuando algo se explica, el oyente debe ejercer un gran esfuerzo empático para tratar de ponerse en nuestro lugar. Y es imposible. ¿Cómo hacer llegar a alguien todos los sentimientos que uno ha tenido al pedalear entre las montañas boreales? ¿Cómo hacer llegar el dolor de, no ya sentirse perdido, sino no sentirse? ¿Cómo hacer llegar el miedo y su superación? Esa espera ante la sala de operaciones dónde se siente esa desazón que recorre los recovecos de la nariz cuando el humor salado se aventura y precipita más allá del párpado, hacia las curvadas comisuras que le indican un camino de vuelta en los horizontes meridionales de la tez. Jamás el oyente sentirá en su piel la vívida pureza de lo que el hablante explica. Afinidad. Sólo puede llegar a comprendernos levemente el carga con experiencias afines a las nuestras. Jamás nos podrá entender. El entendimiento, mal que nos pese, empieza y acaba en nosotros; y a veces, ni empieza.

Y, sin embargo, tratamos de explicar lo vivido a los que no son afines a nuestra experiencia. Una de las claves de este intento de explicarse es la catarsis que se produce al revivir lo vivido a través de lo explicado: poniéndolo en un contexto, ordenándolo y dándole un sentido. Algo que la escritura y la literatura logran con mucha más precisión que la palabra viva. La escritura nace del momento vital de la creación y ordenación de lo vivido tamizado a través de nuestras manos al escribir, para venir a fenecer en el papel. Una muerte especial, en la que el muerto puede volver a la vida para revisarse, transformarse, trabajar sobre su estructura y volver a morir. Una revisión sobre lo escrito que se erige como cuasi imposible en la revisión de lo dicho en el diálogo vivo, a no ser que uno tenga un escriba o una grabadora.

Ese es, precisamente, una de las principales razones por la que escribo: un catarsis dirigida hacia mí mismo, tratar de aliviar el aturdimiento del desorden. Poner en orden el caótico diálogo conmigo mismo y, de paso, servir de cuña para aquellos que quieran acercarse a un entendimiento más prístino - aunque nunca dejará de ser turbio - sobre mí.

* * *

Dejaba atrás Reykjavík. Sólo por unos días. Me dirigía hacia el Norte, hacia aquellos fiordos del Oeste dónde comenzó todo, allí me enfrenté por vez primera con todos mis miedos, con el paisaje más antiguo de Islandia cómo testigo. Era allí dónde sentí la fuerza de este paisaje: los más altos picachos a escasos metros del mar. El océano luchando por reclamar su tierra a las montañas y éstas tratando de escapar del abrazo de las olas tocando con sus dedos el cielo. Aquél paisaje, a través de su sempiterna lucha, me había devuelto las fuerzas para vivir. Descubrí que la gente de aquellos lares tenía una inhóspita hospitalidad: sabedores de la dureza de aquellas tierras y la inminente soledad del invierno, no dudaban en hablar contigo y ayudarte en todo lo posible para continuar con tu lucha.

Recorrí todas las carreteras por las que había jadeado. Sonreí y aquella desazón que pronostica la lágrima se apoderó de mi nariz. Fui muy valiente, ahora lo podía decir a viva voz. Reconocía cada codo de la carretera y cada poste en el que posé mi bicicleta y me tumbé en el asfalto para calmar mis pulmones. Traté de explicar algo, pero preferí dejar los momentos de entendimiento para otro día. Aquella experiencia necesitaba tiempo para ser mejor explicada.

En ese viaje a los fiordos del Oeste me dí cuenta de mi error: había escogido mi lugar de trabajo en el sitio equivocado. De hecho, había estado trabajando de guía de montaña pero preferí dejar ese sueño para vivir y trabajar junto a los iris azulados con los que me despierto cada mañana. El único lugar para realizar ese proyecto conjunto era en una granja o en algún restaurante. Me ofrecieron la oportunidad de trabajar en una granja en el Sur de Islandia, con comida y habitación doble. La acepté. En aquél momento no me acordé del impacto de los fiordos del Oeste. Fue cuando respiré el aroma de aquellos fiordos cuando me dí cuenta de que yo no quería trabajar en el Sur.
Hay una clara diferencia entre el Norte y el Sur de Islandia: mientras en el Sur puebla lo turístico y lo confortable, en el Norte suele poblar la realidad ártica, la dureza y la soledad.

Ya era demasiado tarde para buscar un trabajo en una granja: todo estaba ocupado. Me pasé el viaje preguntando a la gente dónde encontrar alguna oferta de trabajo. En los fiordos del Oeste todo el mundo se conoce y no es difícil encontrar algo si se busca en el momento adecuado. Yo llegaba tarde.

Camino de vuelta de Selárdalur, un valle abandonado dónde sentí aquella lucha entre ola y peñasco, la rueda se desinfló. Hubimos de cambiarla y, ya en Bíldudalur, busqué un mecánico para repararla. Bíldudalur es un pequeño pero acogedor pueblo que ni siquiera muchos islandeses conocen, está justo en medio de los fiordos del Oeste. En medio de nada y en medio de todo. Traté de encontrar un mecánico y, cómo no, el hombre estaba de vacaciones en Reykjavík. Típico de estas tierras. Aquí la gente ha aprendido a aprender para sobrevivir, así que todo el mundo sabe hacer un poco de todo. Me metí en una fábrica de pescado y busqué ayuda allí. Encontré a los dos jefes de la fábrica jugando al billar, les expliqué el problema y me dijeron que les trajera la rueda allí. La repararon y, mientras lo hacían, les pregunté por trabajo, en efecto había trabajo: montar balas de hilos con anzuelos a 2500isk por bala, se debían alcanzar mínimo de tres balas por día, pero me dijeron que lo normal era hacer siete balas en siete horas. Un trabajo duro y repetitivo, pero en los fiordos del Oeste, en el paraíso.

Mi trabajo en el Sur comenzaba en 3 días y sentía la plena necesidad de buscar un trabajo lo más lejos del Sur posible. Tenía la posibilidad de trabajar en aquella fábrica de pescado, pero cuando miraba a aquéllos iris azules, me daba cuenta de que había ciertas divergencias acerca de nuestras preferencias de trabajo. Estaba claro que el Noroeste era mucho mejor, para mí incluso las condiciones de aquél trabajo eran buenas, pero no para la otra mitad del proyecto.

Así que seguí el viaje hacia el Norte, tratando de buscar desesperadamente un hueco, una excepción que me llevase a residir por mis propias manos en el Noroeste del Norte.