lunes, 25 de julio de 2011

Escapadas desde Hellishólar (IV): Thórsmörk - Skógar (II)

Mientras Zaratustra subía por la ladera, iba pensando en las numerosas caminatas solitarias que había realizado desde su juventud y en las muchas montañas, sierras y cumbres que había escalado.

[...]

Y sea cual fuere mi destino, sea cual fuere el suceso que me acontezca, siempre será para mí un viaje y una ascensión: acaba por no vivirse más que lo que está en uno.

"Así habló Zaratustra", Nietzsche

El autobús prosiguió su marcha por los márgenes del siempre cambiante Markafljót. Las laderas del volcán que delimitaban el paso del río repentinamente en esa planicie compleja, difícil de entender. Era una paisaje que aparecía extraño a la mente que se había criado lejos de aquellas latitudes: las montañas estaban colmadas por profundos y amenazadores glaciares que cubrían pero no lograban a esconder la fuerza con la que aquellas imponentes colinas se habían creado bajo los glaciares que cubrían a la Tierra durante su última era glaciar. La roca derretida quería abrirse paso en el hielo para poder abrazar las glaciales mañanas ya pretéritas. En esta lucha entre hielo y roca fundida se crearon las montañas de palagonita, una débil roca de arena, típica de esa zona de Islandia. Una vez retirados los hielos, el mar se abrió paso y cinceló oníricas formas en la débil roca, unas esculturas que han nutrido el imaginario popular de la zona viendo en ellas centenares de seres; traídos a la vida en la cercanía del fuego hogareño en el largo invierno islandés.

Esos peñascos que punzan la imaginación colman las laderas de arena desprendidas de los mismos seres de arenisca, esa arena cubierta por la verde hierba veraniega de la que las ovejas islandesas dan buena cuenta. Una catedral ártica: las bóvedas heladas, las negras gárgolas escupiendo el agua que sus mismos desechos han de beber y el gris de la realidad acariciado por el perenne devenir. Las laderas son engullidas repentinamente por las carnavalescas riberas del río, creando un juego de ángulos que sorprende por su agresivo vértice. Y el musgo que se agarra a todo, bronceando las peladas colinas en invierno y tintándolas, en verano, de un verde exótico para estas latitudes. Allí ocurre algo mágico: ante la pasmosa novedad del paisaje, uno se ve obligado a aprender a leer de nuevo lo que tiene delante de los ojos, aprende a mirar de nuevo a lo que se le presenta delante de la tez.

Y cuando uno parece estar acostumbrado a esa nueva forma de mirar, de atender a lo que sucede delante de la nariz, estalla en la frente de uno esa bofetada helada que los glaciares propinan a las cuencas de los ojos. Imposible de hacerse con ellos a primer golpe de vista. Imposible de entenderlos y comprender lo que sucede. Uno se halla extraño delante de ellos: querer eliminar la partícula negativa de "imposible" y no lograrlo. ¿Cómo mirar a esa mole de hielo precipitándose de las cumbres? Sé que se precipitan, pero no los veo moverse. Sé que su paso ha creado la mayor parte de esta isla, pero siguen impasibles delante mío. Cruzo los brazos por delante de mi pecho y trato de cavilar qué tipo de lección puede darme esa cascada helada. Entonces miro a mi alrededor: turistas haciendo fotos de la lengua glacial que lame la montaña. Haciéndose fotos delante de él para después guardarlas olvidadas en un fichero del ordenador, el diafragma accionado para demostrar que se ha estado ahí. Y todo eso, ¿para qué?

Que la vida no tiene un sentido verdadero, no es un descubrimiento muy lúcido: sólo hace falta atender a lo que sucede. La lucidez se halla en saberse creador del sentido de la vida de uno mismo sin caer en absolutismos, siendo consciente de que en tanto cuanto sentido creado tiene la posibilidad de ser destruido; y, aún más importante, sin quedarse en el impotente nihilismo que nada ya quiere. Los turistas, con sus cámaras y sus recuerdos, parecen agarrarse al sentido de su vida, más allá si se saben creadores de él. Yo no me uno al sentido de sus vidas que entreveo entre sus acciones y su forma de comportarse. Ésa no es mi senda, esa no es la perspectiva desde la que quiero controlar mi vida. Ni me opongo ni me detengo en ella, no tengo tiempo para eso; hay que saber desechar a tiempo lo que no se quiere para ceder el tiempo a lo que uno pretende. Y es que el colmillo de la guadaña siempre anda cerca. Los vientos me soplaban desde el hielo, postrado frente a ellos sentí como la dirección de mi vida pasaba por la reflexión a través de la relación profunda y directa. Sin lentes u objetivos cómo intermediarios. Una relación a través de mis manos, mis pulmones y mis piernas. Yo no quería viajar para ser mediado, yo quería viajar para ser yo mismo: mediar a través de mí. "Recto, no que te pongan recto" que decía el Antonino. Relacionarme con lo que me rodea siendo yo mismo lo que me rodea: conociendo, buscando, caminando, escalando. Acción y no pasividad. Era el sentido con el que me encontraba cómodo: no digo que sea el verdadero, ni el aconsejable, ni el correcto. Simplemente, con el que me encontraba cómodo. Todo sentido creado puede ser destruido, quizás en un mañana venidero cambiaría de sofá otra vez, la cuestión era estar bien sentado.

De nuevo en el autobús nos adentramos en ese conjunto de elementos que, una vez más, me hacía desprender mi mandíbula hasta latitudes cercanas a la nuez. Las rocas que no habían sido erosionadas por el río glaciar habían creado unas montañas en las que la vegetación había florecido con más fuerza que en el resto del Sur de Islandia debido a la protección del viento por las altas montañas y las relativas altas temperaturas de este enclave cerrado entre picachos. Las regiones forestadas aparecían como oasis entre cuencas de feroces e intratables ríos glaciares. Parecían goletas perdidas en un inmenso y caótico mar de rocas pulidas por el río, aguas cargadas de sedimentos y arena espesa. Un lugar, de nuevo, difícil de entender; la vida se generaba dónde uno menos se lo esperaba: en el medio del aparente caos que reinaba aquel lugar.

sábado, 23 de julio de 2011

Escapadas desde Hellishólar (IV): Thórsmörk - Skógar (I)

Enlace al álbum de fotos:

Thórsmörk - Skógar (July 2011)


Os aconsejo la lucha y no el trabajo. Os aconsejo la victoria y no la paz. ¡Que vuestro trabajo sea una lucha, que vuestra paz sea una victoria!

[...]

Pero el enemigo más peligroso que puedas encontrar será siempre "tú mismo". Eres "tú mismo" quien te acecha en las cavernas y en los bosques.

Nietzsche, Así habló Zaratustra


Ya lo habíamos dicho. Dejábamos el trabajo. La noticia no había sido muy bienvenida en aquél entorno familiar que dominaba nuestra granja. Habíamos pasado de ser el trabajador fiable, duro y rentable al proscrito que abandonaba la familia. Algunos se lo habían tomado nuestra partida como algo inherente a la capacidad de decisión de los seres inteligentes y en parte libres y otros como una ofensa personal, lo que había llevado a algunos integrantes del grupo de trabajadores a dejarnos de lado para mostrar, sin abrir la boca, que estaban del lado de quien les daba de comer. Y como al fin y al cabo todo es cuestión de interés y egoísmo, las sacudidas de mi conciencia acerca de la responsabilidad no lograron penetrar demasiado en mi mente y un hombre con bigote me ayudó a respaldar mi opción. Aunque, sobretodo me tenía a mí mismo respaldándome, recordando aquél mayúsculo y musculoso "ser uno mismo" que se esconde tras el "ahora os ordeno que me perdáis y que os encontréis a vosotros mismos" que parece cerrar el primer libro de "Así habló Zaratustra". Ellos tendrían sus hombres sin bigote, clavados a una cruz, con sombrero o con bastón respaldando las suyas. ¿Mi opción? No había nada más que aprender allí, la vida es demasiado importante para dejarse arrastrar por la superfluidad del aburrimiento y dejarse llevar en algo en lo que no se cree ni se quiere ser. Ni, por supuesto, olvidar que el principal interés de dejar de lado por un tiempo mi aprendizaje a través del viaje estaba interesado en una búsqueda de financiación para el mismo viajar que el trabajo no llegaba a satisfacer. Había aprendido muchas sobre la cultura islandesa y el comportamiento de sus habitantes, sobre el campo y sus diferentes métodos de trabajo, sobre la psicología en un bar, sobre cómo no llevar un negocio y cómo aguantar 17 horas seguidas trabajando. Ya había sido suficiente. Ya estaba saciado. Ahora tenía otros cuellos que morder y otras sangres que beber. Tomar el control de mi vida, aprender a navegar y a dirigir, ese había sido mi objetivo este año y debía llevarlo a cabo.

Nos quedaba unos cuatro días libres antes de dejar el trabajo. El primer par de ellos habíamos decidido pasarlo caminando entre el valle de Thórsmörk y Skógar. La última y extraoficial etapa de la ruta del Laugavegur, entre el magnífico valle de Landmannalaugar y el valle de Thórsmörk, rodeado y protegido en una crépida pero bella simbiosis con los glaciares y los volcanes. Entre ellos el Eyjafjallajökull, el infame volcán de las aerolíneas pero aún más infame entre los granjeros de la zona que jamás salieron en los noticiarios europeos. Lo dicho más arriba, interés y egoísmo, algo inherente al ser humano y que todos hemos tratado de esconder tras ese amor al prójimo y esa compasión que sirven bien para su propósito: adiestrar.

Llegamos a la gasolinera y vimos el "gentío" turista esperando por el autobús. Tras un año viviendo en Islandia 20 personas le parecen a uno una ciudad entera reunida. Compré los billetes hablando en mi islandés, salteando y eludiendo lo que no entendía con unos perfectos "Já" que me sacaban del apuro. Me gustaba ver como poco a poco aquél idioma se había metido en mí sin estudiarlo siquiera, podía entender la mayoría de conversaciones acerca de bebida, viajes, mujeres, montaña y comida. Una vez en el autobús me dí cuenta de cuán bien conocía aquél país. En un año había viajado más que la mayoría de islandeses en toda su vida. Conocía pequeños pueblos y lugares que muchos de mis compañeros de trabajo ni sabían que existían. Veía cómo los turistas buscaban en los mapas los lugares de interés y cómo erraban el tiro al localizar Vestamannaeyjar, Eyjafjallajökull o el mismo valle al que nos dirigíamos. Incluso no sabían nada de la historia de Njál y sus héroes de la era vikinga que había transcurrido por aquellas colinas cercanas a la planicie que atravesábamos. Yo sólo podía sonreír y saber que, al menos había cumplido uno de mis objetivos al pisar esta isla: empaparme de ella y tratar de hacerla mía. Ellos lo harían a su manera. Los respetaba pero no compartía su forma de hacerse con el mundo: el turismo es la peor forma de comerse una tierra, de digerirla y hacértela tuya. Para eso hay que vivir en ella y de ella, hay que ser amante de lo profundo y buscar agua que beber en sus cavernas. Ver aquellos turistas tratando de hacerse con la isla que había tardado un año en comerme - y que tanto me quedaba por degustar - abría en mi mente la vital discusión entre la superfluidad y la profundidad. La llamada curiosa de lo profundo que llama al explorador a adentrarse en las más frondosas junglas y en las más altas cumbres. El seguro susurro de lo superfluo que llama al turista a quedarse en los caminos asfaltados y preparados, tratando de comerse a golpe de cámara un paisaje que le queda demasiado lejos: un comensal sentado demasiado lejos de la mesa con unos cubiertos demasiado cortos que, colmado de locura, cree haber comido y estar saciado sin haber tocado un pedazo del festín.

El autobús se paró en una de aquella oportunidades que Islandia da a los superfluos turistas de creerse y saborear un pedazo de pan del que se alimentan los profundos. Aquella cascada de Seljandafoss que permite ese característico "ir más allá" de los que tienen el alma henchida de profundidad. Me senté en uno de los bancos que miraban a la cascada y a la ristra de turistas que circulaban por detrás de ella, abrí el libro por donde lo había dejado y leí un premonitorio:

Antes soñaban con llegar a ser héroes; ahora solo son gozadores. La imagen del héroe les causa espanto y pesadumbre. Pero, en nombre de mi amor y de mi esperanza, yo te conjuro: ¡no arrojes lejos de ti al héroe que hay en tu alma! ¡Santifica tu más alta esperanza!

Nietzsche, Del árbol de la montaña, Así habló Zaratustra


viernes, 24 de junio de 2011

Escapadas desde Hellishólar (II) - Vestmannaeyjar (I)

Llegaban los dos días libres tan deseados después de días de trabajo duro cortando la hierba de toda la zona de las tan artificiales cabañas de Hellishólar, después de reparar durante un día entero el techo de una de ellas, aprendiendo cómo hacerlo con un carpintero de la zona y conociendo al fin el por qué de esos techos y paredes islandesas.

Los techos islandeses suelen ser cubiertos por unas planchas de chapa onduladas para guiar el agua hacia el confín de la cubierta, clavados con unos clavos de acero al techo de madera. Suele ser una cubierta eficaz, barata y rápida de montar. El carpintero con el que trabajé no abrió la boca hasta que vio cómo clavaba las hileras de clavos más rápido que él, eludiendo y no escuchando el dolor en mis brazos ni en mis manos, tratando de ganarme su confianza hasta que lo conseguí al oír salir de su boca un "chico, vamos a tomar un café". Nos bajamos del techo y empezó a hablar sin parar acerca de la carpintería en Islandia. Ante mi pregunta sobre por qué las casas de este país también tienen el mismo material de chapa en los techos y en las paredes del exterior me espetó un: "en Europa llueve de arriba hacia abajo, en Islandia llueve de lado también". Una verdad como un templo que había comprobado en el año que llevaba viviendo aquí, aprendiendo a distinguir en los días de lluvia a los turistas de los residentes: quién enarbolaba un paraguas era definitivamente un turista, inconsciente del sempiterno y repentino viento que aparece cuando uno menos se lo espera.

Un tipo peculiar aquél carpintero que me brindó la oportunidad de conocer en mis propias manos, desde el Norte, el oficio de mi abuelo. Un oficio relacionado con algo inseparable del ser humano y seguramente esencial en él: el hogar. Sin duda un trabajo tras el que uno no necesita exprimir el cuerpo corriendo por los alrededores o liándose a puñetazos con el saco de arena del gimnasio antes de ir a dormir. La reciente lectura de las Meditaciones del emperador Antonino me habían ayudado a aguantar con una sonrisa y con un abrazo aquellos duros trabajos.

Antes de despedir la soleada noche decidimos a dedo sobre el mapa la excursión de los dos días siguientes: una ruta desde el bosque de Thor - Thórsmörk -, el valle rodeado por dos de los glaciares más bonitos de Islandia el Myrdasjökull y el Eyjafjallajökull. Un valle al que sólo se puede llegar con un buen 4x4 debido a los grandes ríos que provienen de los glaciares y se extienden por todo el Markafljót. Había un autobús partiendo de la ciudad más cercana a nuestra granja, Hvolsvöllur y decidimos levantarnos pronto para llegar a coger el autobús a las 10:30h. El primer día consistía en una caminata por empinadas colinas, con la ayuda de cuerdas, hasta el lugar por el que el Eyjafjalla empezó a rugir: Fimmvordurháls. Allí pasaríamos una noche en un refugio de montaña y exploraríamos la zona en busca de los ríos de lava que aún corrían por debajo de la superficie: más de un compañero aquí en Islandia me había enseñado instantáneas de esos ríos y de cómo la suela de los zapatos se les había llegado a derretir. Hacer esa excursión entre una geóloga y un curioso amante de la vida hacía un tándem perfecto de entusiastas en busca de lo inaudito.

En nuestro nuevo mapa los cartógrafos habían perfilado incluso la forma de las nuevas montañas producidas por la última erupción. El segundo día lo habíamos cincelado cómo el descenso por el maravilloso e inhóspito cañón del río Skogá hasta su suicidio final en la catarata de Skógafoss, acompañando al río en su senectud nos despediríamos de su fenecimiento alzando el pulgar para tratar de volver a la granja a través de la curiosa actividad del autoestop.

Había sido un día duro de trabajo pero nos íbamos a dormir con una sonrisa, a la mañana siguiente seríamos cómo dos críos ante un nuevo mundo. Cuando pasó la noche, la madrugada y la mañana se nos abrazó tan fuerte que nos dejó pegados a la cama. Después de preparar todo lo más rápido posible, dejamos la granja demasiado tarde cómo para tratar de coger el autobús. Aún a sabiendas de ello, empezamos a caminar con todos los enseres y con el pulgar levantado para tratar de llegar a Hvolsvöllur, pasaron unos cuántos coches de turistas, que no suelen recoger a caminantes debido al miedo que recogen en sus peligrosos países, hasta que llegó el coche de un islandés, acostumbrados a otro modo de hacer y otra moralidad en carretera. Era un ingeniero que vendía una máquina de muñir automática y nos explicó todo el proceso que seguía y de dónde venía la leche que bebían todos los islandeses, admirable pues las vacas en este país brillan por su ausencia. Aún con todo, me prometió que había muchas cabezas de ganado en el Sur. Tras agradecerle el viaje y su ilustración de las costumbres lecheras boreales nos dejó en la gasolinera.

Cuando un europeo aterriza en Islandia trata de buscar las paradas de autobús por todos los lugares posibles, cuando de hecho sólo hay una y muy pequeña en Reykjavík. Uno se siente un poco perdido sin la marquesina y la ausencia de carteles y horarios, pero tras un año viviendo aquí sé que voy a añorar la desolación de información en la saturación europea. Los islandeses usan las gasolineras a modo de estación de autobús. Normalmente no hay carteles de información de horarios, uno debe acercarse a la caja y preguntar por el autobús. Así que me acerqué a la caja: el autobús ya había partido.

Nos planteamos cómo llegar. Igual podríamos hacer la ruta al revés y tratar de conseguir un coche a dedo hasta Skógar. Lo tratamos durante media hora y en esa media hora una gran nube se empezó a posar por encima de la ruta que habíamos planeado, en ese momento un coche se paró ante nuestro dedo. Un carpintero islandés que estaba arreglando la casa de su hijo. Nos dijo que había vivido en todos los países angloparlantes pero que siempre volvía a su querida isla. Asentimos ante la magia de este pedazo de lava en el Atlántico y le transimitiomos nuestro creciente amor por ella. Le comentamos nuestras dudas acerca de nuestro destino y nos dijo que el único lugar dónde se veía brillar la hierba era hacia el Sur, hacia Vestmannaeyjar. Nos miramos entre los dos, asentimos y el carpintero viró hacia la costa, hacia el Sur.

sábado, 18 de junio de 2011

Subsitencia por encima de la existencia (III)

Tras las gafas de sol tapaba las tímidas lágrimas que secundaban mi sonrisa. Ascendiendo con el coche por aquellas montañas llegamos, sustituyendo el asfixiante pedaleo por el cómodo juego de pedal, a las desérticas planicies que colman los fiordos del Oeste: con la roca quebrada por el hielo y los cúmulos de agua formando lagos que vendrán a morir en impresionantes saltos de agua hacia el fondo de los fiordos. Y entre aquellas precipitaciones de agua se encontraba la magnífica cascada de Dynjandi, una de las más grandes y bellas de aquella zona. Fue allí dónde comí la última lata de atún que encontré en mi mochila, con la bicicleta tirada en el suelo y mi espalda apoyada en las alforjas. La larga cabellera de agua que acariciaba las rocas más antiguas de Islandia sería también el testigo de el último giro de mi rueda trasera, cuando los radios decidieron combar la rueda en un despreciado óvalo.

Con la vibración del coche y el cansancio de todo lo recorrido me vine a dormir con la cabeza apoyada contra la ventana para despertarme en lo alto del paso de montaña más alto de Islandia, entre Arnarfjördur y Dýrafjördur. Más allá de aquél paso de montaña se encontraba la pequeña localidad de Thingeyri, en la que vendría a parar con mi maltrecha bicicleta a golpe de creencia y con el tesón de la convicción.

Cuando bajamos de las colinas hacia la pequeña localidad de los fiordos del Oeste, miré hacia aquellas montañas que rodeaban Dýrafjordur y volví a reencontrar mi hogar en aquella isla perdida en medio del Atlántico. Las montañas, aún salpicadas por la nieve, se reflejaban en medio del fiordo y eran el claro testigo de la diferencia entre el Norte y el Sur de Islandia: mientras en Reykjavík el verano ya había llegado haciendo explotar las hojas de árboles y flores, en Westfjörds el invierno no se había despedido aún. Las cimas de los fiordos me abrazaban como ya lo habían hecho durante aquellas tres semanas de Agosto de 2010, aquél era un sitio realmente especial: dónde todo terminó y todo volvió a comenzar.

Las carreteras en Westfjords suelen adaptarse y se dejan mimar por el terreno. Allí uno siente que no traiciona al paisaje, la carretera dibuja y perfila la línea de la costa: ora hacia el océano, ora hacia la horquilla del fiordo. Y dibujando hacia dentro y hacia afuera, llegamos a aquél rincón de Dýrafjordur en el que pasé buena parte del verano tratando de comenzar todo: mi meta pero no el destino de mi cabalgada con bicicleta por el Oeste esta isla.

En la puerta de Núpur me esperaba Siggi, uno de esos empresarios islandeses que día a día han construido su pequeño negocio y siguen con una sonrisa en la tez a pesar de la dureza de aquellas tierras. Me estrechó la mano cambiando su sempiterno cigarrillo de lado y me saludó con un entusiasmado: "Here he comes again, the bike-man!" Puesto que así era conocido por aquellas tierras al ser el único estudiante de aquél curso de islandés que llegó con una maltrecha bicicleta en vez de hacer uso del autobús que el curso ponía a nuestra disposición.

Le pregunté por la oferta de trabajo en las cercanías y me dijo que ahora era bastante tarde pero que podía probar en la cafetería regentada por la pareja de belgas en Thingeyri o podía llamar a su tocayo Siggi, que vivía en Flateyri y era un buen conocedor de la situación económica de la zona al ser él mismo uno de los mayores emprendedores de la zona.

Fuimos a dormir al gimnasio: un enorme edificio que servía a modo de hospedaje gratuito para los conocidos de Siggi. Allí se encontraba la zona de deporte de la que había sido la única escuela de Dýrafjordur, dónde se había formado gente del calibre de Jón Gnarr, el actual alcalde de Reykjavík. Y es que estos vientos árticos y los inviernos en los fiordos del Oeste, suelen estimular la esquizofrenia.
En aquél caótico y tétrico edificio se encontraba una piscina vacía, duchas, lavabos, una pista de baloncesto y centenares de habitaciones por las que, con la compañía del viento, tu imaginación se dejaba llevar de la mano de seres salidos del fondo de tus miedos. Buscamos una habitación de las menos tétricas y nos acomodamos allí. La soleada noche nos despedía y en mi mente tenía una clara idea: debía encontrar un trabajo en medio de toda aquella magia, debía encontrar la forma de pasar allí la el mayor tiempo posible, a sabiendas de que el perfil de aquél paisaje sacaba lo mejor y lo peor de mí. Al fin todo era cuestión de eso, de sacar algo.

jueves, 9 de junio de 2011

Subsitencia por encima de la existencia (II)

Con la rueda reparada y el teléfono del jefe de la planta de pescado en mi bolsillo, emprendimos el viaje de nuevo. Conducía aquél coche y no podía parar de pensar en mi cabalgada a lomos del equino metálico que kilómetros por delante pasaría de ser la montura portante a montura portada. Me acercaba, fiordo a fiordo, a aquél punto en el que los radios de mi rueda empezaron a estallar uno tras otro, debido a los 30kg de equipaje en la rueda trasera cuando sólo eran permitidos unos 20kg. Algún radio había estallado ya en Selárdalur, pero lo había compensado tensionando y destensionando los contiguos.

Al volante de aquél cajón metálico desde el que se imaginaba uno el paisaje, me acordé de la sensación que tuve al levantarme aquella mañana de Agosto en Bíldudalur. Un Domingo en el que todo estaba cerrado y sólo me quedaba un paquete de puré de patatas y una lata de atún. Por delante tenía unos 120km de carretera de montaña, entre fiordos, subidas con porcentajes asfixiantes y bajadas tenebrosas hacia el fondo de los valles. Miré el mapa. Observé la distancia entre Bildudalur y Þingeyri, el siguiente asentamiento humano. El único con abastecimiento alimenticio en todo el desolado recorrido entre las dos ciudades. En invierno, el paso está cerrado y las penínsulas del Sur son abastecidas desde Patreksfjordur, la ciudad más importante del sur de Westfjords; mientras que las penínsulas del Norte son abastecidas desde Ísafjordur. Así que ese paso que tenía que recorrer era tierra de nadie en invierno y, por eso mismo, la población se limitaba a una serie de granjas salpicadas por aquí y por allá, muchas de ellas derruidas y abandonadas.

No me la podía jugar. No me quedaba comida. La idea de dormir a mitad de camino era impensable. Pedalear con 30kg subiendo colinas y pasos de montaña exige aportación calórica. Dormir sin haber comido, despertarse con el estómago vacío y seguir pedaleando inducía claramente a esa sensación de mareo y confusión que debía evitar a toda costa para mantener la cabeza fría y tomar las decisiones correctas. No había otra. Me dije a mi mismo antes de salir de la tienda: "hoy llego a Þingeyri, sea como sea". Jamás había creído tanto en una sencilla frase. Me lo creía para hallar esa pasión sin la que lo imposible se ve incapaz de destruir su propia definición. Me lo creí antes de abrir la cremallera de la tienda para pisar la hierba con fuerza y decisión, lanzando una mirada al cielo que habría de prensenciar aquél espectáculo.

Los fiordos y sus azules aguas oceánicas fueron pasando y siendo dejados atrás. Estábamos atrapados en aquella estructura metálica que te impedía disfrutar del paisaje, que te impedía hacerte uno con él. Una unión que me fue posibilitada en mi pedaleo veraniego.

Y llegamos al puente, aquella estructura de cemento anterior a las cerradas curvas que escalaban aquellas montañas que se perfilaban como los molares de un lobo desde la lejanía. Aquél puente que cruzaba aquél río, dónde había una roca que servía a forma de mesa. Ante aquél envite recordé cómo paré la bicicleta y, con el estómago aún vacío, me puse a cocinar el último paquete de puré, aderezado con todas las hierbas comestibles que encontré por la cercanía. Desde el coche veía la mesa en la que aposenté mi bicicleta y conté los radios rotos: cuatro. No dije nada, quería aquél recuerdo sólo para mí. La garganta empezó a sentir el impulso que avecina el sollozo. Intenté rememorar mis sentimientos ante la mala noticia que recibí aquella mañana de verano: cuatro radios rotos en tan sólo cuarenta kilómetros. Recordé cómo en aquél momento las cuencas de los ojos se tornaron más acuosas de lo habitual, y me llevé las manos a la cabeza tratando de acariciar mi sien, tratando de consolarme en la soledad de aquél páramo. Solo. Ni un coche me había cruzado en toda la mañana. Comí el puré mientras sollozaba en silencio. Tenía miedo. Era débil. Todo aquél viaje se resumía en ese momento, sabía que ese instante debía llegar. Me había estado esperando. Todo mi esfuerzo se resumía en la acción que había de emprender: llamar y pedir ayuda, rechazando el envite del miedo, o abrazarse al temor y seguir pedaleando. Todo aquél viaje lo había preparado para superar el miedo, surgido de las calavéricas paredes del hospital, a valerme por mis propias manos. Había llegado la hora de dar un sentido a todas las pedaladas que me habían llevado hasta allí.




















Llegando a las carreteras que se encaramaban a lo alto de los fiordos, dónde ocurrió todo. Foto tomada en verano de 2010, Arnarfjordur.


Paré el coche. Aquello no era una simple mesa, era el sitio dónde
se había librado la batalla que me abrió los caminos de una nueva conciencia, de una nueva vida. Un lugar común convertido en monumento, un hito histórico que servía de testigo de mis pasos por este mundo.

"Por qué paras el coche?"
"Es un lugar histórico"
"Por qué?"
"Aquí fue dónde el antiguo y el nuevo Víctor se despidieron para siempre en un tembloroso abrazo"

No hacían falta más palabras, volví a encender el motor y continuamos el viaje. Encaramé el morro del coche hacia las cuestas dónde hube de dar vueltas y más vueltas a mis piernas, dónde escuché cómo los radios rebentaban uno tras otro. Dónde lloré cómo un crío recordando a mi abuelo y a mi madre, pidiéndoles ayuda y consejo desde la lejanía, desde ninguna parte. Dónde tuve miedo de quedarme sin rueda en medio de la nada a 40km del último pueblo y a 80km del siguiente. Dónde me dí cuenta de que una llamada a la policía significaba el continuar aterrado y encerrado en mis miedos; mientras que un pedaleo, aún a grito, lágrima, temblor y sollozo, me hacían dueño de mí mismo, abrazándome al miedo y superándolo.

En aquéllas cuestas, dónde mi vida cambió a través de la superación mediada por el sufrimiento: cuando yo lo quise, como yo lo quise. Dónde tomé las riendas de mi destino y me hice con él. Más tarde, en mi escritorio de Reykjavík leería en un oscuro invierno las palabras del alemán con bigote tupido y recordaría aquéllas pedaladas asustadas pero decididas: "Soy así porque yo lo quise, mi vida es así porque así la quise"

domingo, 5 de junio de 2011

Subsitencia por encima de la existencia (I)

Hay una clara diferencia entre lo vivido y lo explicado. Se suele condenar al que exagera en lo explicado, cuando no hay otra forma de explicarse. ¿Cómo hacer llegar al otro lo que uno sintió en el fondo de su estómago en aquél preciso instante en el que sintió que toda su vida iba a virar hacia otros mares y hacia otras corrientes? Cuando algo se explica, el oyente debe ejercer un gran esfuerzo empático para tratar de ponerse en nuestro lugar. Y es imposible. ¿Cómo hacer llegar a alguien todos los sentimientos que uno ha tenido al pedalear entre las montañas boreales? ¿Cómo hacer llegar el dolor de, no ya sentirse perdido, sino no sentirse? ¿Cómo hacer llegar el miedo y su superación? Esa espera ante la sala de operaciones dónde se siente esa desazón que recorre los recovecos de la nariz cuando el humor salado se aventura y precipita más allá del párpado, hacia las curvadas comisuras que le indican un camino de vuelta en los horizontes meridionales de la tez. Jamás el oyente sentirá en su piel la vívida pureza de lo que el hablante explica. Afinidad. Sólo puede llegar a comprendernos levemente el carga con experiencias afines a las nuestras. Jamás nos podrá entender. El entendimiento, mal que nos pese, empieza y acaba en nosotros; y a veces, ni empieza.

Y, sin embargo, tratamos de explicar lo vivido a los que no son afines a nuestra experiencia. Una de las claves de este intento de explicarse es la catarsis que se produce al revivir lo vivido a través de lo explicado: poniéndolo en un contexto, ordenándolo y dándole un sentido. Algo que la escritura y la literatura logran con mucha más precisión que la palabra viva. La escritura nace del momento vital de la creación y ordenación de lo vivido tamizado a través de nuestras manos al escribir, para venir a fenecer en el papel. Una muerte especial, en la que el muerto puede volver a la vida para revisarse, transformarse, trabajar sobre su estructura y volver a morir. Una revisión sobre lo escrito que se erige como cuasi imposible en la revisión de lo dicho en el diálogo vivo, a no ser que uno tenga un escriba o una grabadora.

Ese es, precisamente, una de las principales razones por la que escribo: un catarsis dirigida hacia mí mismo, tratar de aliviar el aturdimiento del desorden. Poner en orden el caótico diálogo conmigo mismo y, de paso, servir de cuña para aquellos que quieran acercarse a un entendimiento más prístino - aunque nunca dejará de ser turbio - sobre mí.

* * *

Dejaba atrás Reykjavík. Sólo por unos días. Me dirigía hacia el Norte, hacia aquellos fiordos del Oeste dónde comenzó todo, allí me enfrenté por vez primera con todos mis miedos, con el paisaje más antiguo de Islandia cómo testigo. Era allí dónde sentí la fuerza de este paisaje: los más altos picachos a escasos metros del mar. El océano luchando por reclamar su tierra a las montañas y éstas tratando de escapar del abrazo de las olas tocando con sus dedos el cielo. Aquél paisaje, a través de su sempiterna lucha, me había devuelto las fuerzas para vivir. Descubrí que la gente de aquellos lares tenía una inhóspita hospitalidad: sabedores de la dureza de aquellas tierras y la inminente soledad del invierno, no dudaban en hablar contigo y ayudarte en todo lo posible para continuar con tu lucha.

Recorrí todas las carreteras por las que había jadeado. Sonreí y aquella desazón que pronostica la lágrima se apoderó de mi nariz. Fui muy valiente, ahora lo podía decir a viva voz. Reconocía cada codo de la carretera y cada poste en el que posé mi bicicleta y me tumbé en el asfalto para calmar mis pulmones. Traté de explicar algo, pero preferí dejar los momentos de entendimiento para otro día. Aquella experiencia necesitaba tiempo para ser mejor explicada.

En ese viaje a los fiordos del Oeste me dí cuenta de mi error: había escogido mi lugar de trabajo en el sitio equivocado. De hecho, había estado trabajando de guía de montaña pero preferí dejar ese sueño para vivir y trabajar junto a los iris azulados con los que me despierto cada mañana. El único lugar para realizar ese proyecto conjunto era en una granja o en algún restaurante. Me ofrecieron la oportunidad de trabajar en una granja en el Sur de Islandia, con comida y habitación doble. La acepté. En aquél momento no me acordé del impacto de los fiordos del Oeste. Fue cuando respiré el aroma de aquellos fiordos cuando me dí cuenta de que yo no quería trabajar en el Sur.
Hay una clara diferencia entre el Norte y el Sur de Islandia: mientras en el Sur puebla lo turístico y lo confortable, en el Norte suele poblar la realidad ártica, la dureza y la soledad.

Ya era demasiado tarde para buscar un trabajo en una granja: todo estaba ocupado. Me pasé el viaje preguntando a la gente dónde encontrar alguna oferta de trabajo. En los fiordos del Oeste todo el mundo se conoce y no es difícil encontrar algo si se busca en el momento adecuado. Yo llegaba tarde.

Camino de vuelta de Selárdalur, un valle abandonado dónde sentí aquella lucha entre ola y peñasco, la rueda se desinfló. Hubimos de cambiarla y, ya en Bíldudalur, busqué un mecánico para repararla. Bíldudalur es un pequeño pero acogedor pueblo que ni siquiera muchos islandeses conocen, está justo en medio de los fiordos del Oeste. En medio de nada y en medio de todo. Traté de encontrar un mecánico y, cómo no, el hombre estaba de vacaciones en Reykjavík. Típico de estas tierras. Aquí la gente ha aprendido a aprender para sobrevivir, así que todo el mundo sabe hacer un poco de todo. Me metí en una fábrica de pescado y busqué ayuda allí. Encontré a los dos jefes de la fábrica jugando al billar, les expliqué el problema y me dijeron que les trajera la rueda allí. La repararon y, mientras lo hacían, les pregunté por trabajo, en efecto había trabajo: montar balas de hilos con anzuelos a 2500isk por bala, se debían alcanzar mínimo de tres balas por día, pero me dijeron que lo normal era hacer siete balas en siete horas. Un trabajo duro y repetitivo, pero en los fiordos del Oeste, en el paraíso.

Mi trabajo en el Sur comenzaba en 3 días y sentía la plena necesidad de buscar un trabajo lo más lejos del Sur posible. Tenía la posibilidad de trabajar en aquella fábrica de pescado, pero cuando miraba a aquéllos iris azules, me daba cuenta de que había ciertas divergencias acerca de nuestras preferencias de trabajo. Estaba claro que el Noroeste era mucho mejor, para mí incluso las condiciones de aquél trabajo eran buenas, pero no para la otra mitad del proyecto.

Así que seguí el viaje hacia el Norte, tratando de buscar desesperadamente un hueco, una excepción que me llevase a residir por mis propias manos en el Noroeste del Norte.

viernes, 20 de mayo de 2011

Carta de ánimo de los residentes españoles en Islandia

Desde Islandia también nos hemos movilizado para apoyar a esas protestas que han surgido en España. "Democracia Real Ya - Islandia" (esta es nuestra página en Facebook: http://www.facebook.com/pages/Democracia-real-YA-Islandia/146041072134563) ha enviado esta carta a las distintas acampadas y plazas de España.


Carta de ánimo de los residentes españoles en Islandia.


Compañeros y compañeras de todas las acampadas y plazas de España,


os escribimos desde el Norte, a un paso del círculo polar ártico, Islandia: los últimos retazos del mundo conocido, la Última Thule.

La leyenda suele contar que el griego Piteas fue el primero en avistar esta tierra desde su navío. Dicen que viajó más allá de las columnas de Hércules con su pequeño barco. Una amalgama de madera, tela, cuerda, carne y hueso no llega tan lejos sin orden, participación ni comunidad; sin pertenencia al todo que forman las velas, el casco, el timón, el capitán y la tripulación.


Era ese mismo barco griego el que más tarde se quiso extender por todo Occidente y, como una gota de perfume en el ancho mar, se perdió entre las mareas. Hoy queremos buscar esa gota de perfume en el fondo oceánico, sacar a la luz aquella idea de democracia y ponerla en sintonía con nuestro contexto.

Somos conscientes de que una democracia sana necesita de algo que la mayoría de los países modernos no puede lograr: una extensión territorial reducida en la que unos ciudadanos puedan conocerse unos a otros. Pues es el veto de la vergüenza el mejor resorte para provocar en el individuo el sentimiento de la responsabilidad. En una comunidad reducida, conociéndose todos entre todos, la deliberación previa a la toma de decisiones se toma con cuidado, a sabiendas de que dichas decisiones pueden perjudicar a aquél quien fuera tu compañero de escuela, a tu vecino, a tu familia o al amigo de tu amigo.

El dolor provocado por una mala decisión se recuerda mucho más en el estómago que el buen hacer salido de una buena decisión. Evidentemente, la corrupción está al orden del día pero sabiendo que en tus manos recae, como ciudadano que participa en el proceso de deliberación, el destino de tu ciudad, hay que pensárselo dos veces antes de traicionar a todo aquello que te otorga significado. Y es en ese punto, para bien o para mal, dónde nos hemos perdido: en la Antigua Grecia, el individuo no se entendía sin el Estado. Era el todo el que otorgaba sentido a la parte, era la parte la que participaba en y del todo. Era la ciudad la que otorgaba sentido al ciudadano, era el ciudadano el que participaba en y de la ciudad.


¿Somos ciudadanos de nuestros Estados? ¿Tomamos parte en el proceso de deliberación que forja los moldes de nuestro destino? ¿Sirve una papeleta cada cuatro años en una urna para realizarnos como ciudadanos?


La participación en la deliberación política necesita de tiempo, probablemente por eso mismo en Atenas el ciudadano que participaba era el que tenía tiempo para ello; es decir, el que no era esclavo. Hoy las cosas han cambiado pero sigue vigente en la idea de que una buena democracia no debe alejarse de reconocer al ciudadano como elemento propio de la deliberación en la toma de decisiones del Estado, de hecho se basa en eso mismo. Aunque, ¿cómo hacer que toda la masa ingente de población delibere? No es muy difícil caer en una oclocracia si todo habitante se pone a deliberar sin ton ni son. Hay que encontrar formas de conexión entre pueblo y políticos, más allá de una mera representación. Y si hay que encontrar dichas formas de convergencia, de conexión, si hoy estáis acampados en la mayoría de plazas de España, es porque se ha dado una divergencia entre el pueblo y la clase política. Algo que, los que vivimos en el Norte, vemos como una contradicción sangrante en la base de la democracia dónde es el político es ciudadano y el ciudadano es político. Es esa divergencia y esa distancia la que crea la falta de responsabilidad en muchos miembros de la clase política, viendo ellos mismos una distancia clara entre su estómago y el pueblo al que representan. Y es que, cómo dijo Aristóteles:


Así pues, es evidente que la ciudad (el Estado) es por naturaleza y es anterior al individuo; porque si cada uno por separado no se basta a sí mismo, se encontrará de manera semejante a las demás partes en relación con el todo. Y el que no puede vivir en comunidad, o no necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la ciudad (el Estado), sino una bestia o un dios

Aristóteles, Política, Libro I, 1252b


La mayor parte de nuestra clase política se ha auto-proclamado, enarbolando la legitimación de nuestro voto, como un micro-Estado dentro del propio Estado. No es que sean bestias -que muchos ciudadanos así lo creen- ni que sean dioses -que muchos de ellos así lo piensan- sino que han creado su propia comunidad dentro de nuestro Estado, pues son humanos y como tales necesitan vivir en comunidad. Una bonita palabra que recoge el término griego koinonía y que viene a significar un grupo común de personas unido por la asociación, intencionalidad, colaboración y común acuerdo.


No hace falta pensar mucho para ver que la comunidad política y la comunidad ciudadana divergen mucho en intenciones, colaboraciones y acuerdos.


¿Y quién es responsable de esta situación? El pueblo español. Nosotros. Con todas nuestras divergencias y con todas nuestras diferencias tenemos una intención y un acuerdo común: vivir en un país más justo. Con nuestra pasividad y nuestro silencio hemos permitido que nuestro sistema político vuelva a aquél perjudicial bipartidismo de la Restauración.


Los residentes españoles en Islandia vemos como la democracia representativa ha creado una herida casi irreconciliable entre la clase política y el pueblo al que representa. El pueblo, ahora mejor formado y más informado que nunca, quiere tomar parte del proceso de deliberación que guía los pasos de nuestra comunidad. ¿Cómo haremos de nuestra democracia una democracia más deliberativa? Es difícil decirlo, pero debemos trabajar por ello. Hay una cosa clara: ni todo el mundo quiere participar, ni todo el mundo debe participar. Estamos navegando en un barco que queremos reparar sin sacarlo del agua y eso siempre es algo difícil. Hay que estar preparados, estar formados y mantener la curiosidad para fomentar un continuo aprendizaje. Es en una sociedad formada, informada y crítica dónde la deliberación parece conducir a una mejor toma de decisiones y a una mejor ejecución de las acciones. Es esa responsabilidad de sabernos ciudadanos y responsables del rumbo de nuestro país la que debe fomentar un impulso para aprender y formarnos aún más para poder entender, emprender y construir las bases de una nueva democracia; una gobierno del pueblo alejado de la oclocracia y cercano a un gobierno del pueblo crítico, formado y leído. Somos el futuro de nuestro país y debemos luchar por ello: con el ejemplo de la experiencia de nuestros padres y abuelos, con la fuerza de un joven y con la curiosidad proteica de un chiquillo.


Desde el Norte os mandamos ánimos y esperamos que este movimiento se concrete en una demanda por un cambio de la democracia en nuestro país. Sabemos que la Junta Electoral, a pesar del artículo 21 de la Constitución Española, ha vetado la acampada, resistid y alzad vuestra voz de forma pacífica. Esperamos con el corazón en un puño que este movimiento de renovación democrática vaya mucho más allá de las elecciones de este Domingo.


Mucha fuerza.


¡Salud y democracia!


Residentes en Islandia:

  1. Victor Francisco Pajuelo Madrigal,
  2. Mario Ruiz Sánchez ,
  3. Paula de Lucas Gudiel,
  4. Cristina Bajo Santos,
  5. Carlos Fernández Asensio,
  6. Luis Ignacio Huete Coca,
  7. Ricardo Moure Ortega
  8. María Dolores Moya Ortega
  9. Alberto González Fernández
  10. Jesús Rodríguez Comes
  11. Yurena López Hernández
  12. Olga Vázquez López
  13. Mónica Otero Vidal
  14. Elena Jiménez Gutiérrez
  15. Ana Maria Gutiérrez Muñoz
  16. Pablo Alcón Hernández
  17. Cristina Hernández Rollán
  18. (Faltan más para firmar)

domingo, 1 de mayo de 2011

Volviendo a casa

Cuando de verdad se quiere, se puede. Sea lo que sea. Abrazado a la autocrítica, no creo en aquello de que uno ande de la mano de la ingenuidad cuando camina por el reino de la creencia y la confianza:

Suppose, for instance, that you are climbing a mountain, and have worked yourself into a position from which the only escape is by a terrible leap. Have faith that you can successfully make it, and your feet are nerved to its accomplishment. But mistrust yourself, and think of all the sweet things you have heard the scientists say of maybes, and you will hesitate so long that, at last, all unstrung and trembling, and launching yourself in a moment of despair, you roll in the abyss. In such a case (and it belongs to an enormous class), the part of wisdom as well as of courage is to believe what is in the line of your needs, for only by such belief is the need fulfilled. Refuse to belive, and you shall indeed be right, for you sharll irretrievably perish. But believe, and again you shall be right, for you shall save yourself. You make one or the other of two possible universes true by your trust or mistrust - both universes having been only maybes, in this particular, before you contributed your act.

"William James, Is life worth living?"

¿Que universo quiero para mí?

Ya es Mayo. Todo Reykjavík está nevado. Estamos en el verano oficial del calendario meteorológico islandés. Los norteños se quejan y piden no ya primavera sino verano a la plomiza bóveda islandesa. Los sureños nos alegramos con la llegada del veraniego invierno. Yo, por mi parte, deseo que el invierno no cese. Recuerdo con una sonrisa en mis labios aquél lejano Noviembre en el que el Sol me saludaba a las 11 de la mañana y se despedía de mí a las 15 de la tarde. Más allá de cohibirme, me infundía una vitalidad inusitada para el invierno boreal. Me ponía límites y aquellos límites me hacían más libre. En aquellas horas de invierno recordaba la olvidada libertad de los estoicos, casada con la creatividad pero nacida de la limitación. Las tímidas horas de Sol me empujaban a salir al bosque a correr: siempre entre las 12 y las 14. Aprovechando la claridad para establecer un diálogo con la naturaleza a través de la alternancia incansable de mis piernas. Cada día. Cuando el Sol se despedía en el anormal Sur-Oeste llegaba el momento de la concentración: sentado en mi mesa rodeado por la oscuridad de la nocturna tarde e iluminado por un tenue foco que apenas me descubría los entresijos de lo que trataba de hallar. Fueron momentos apacibles de lectura, descubrimiento y escritura, precedidos por carreras entre árboles a menos de una decena de grados bajo cero. Cuando mi mente ya no podía más, gastaba mi noche entre copas de cerveza, barbas germánicas y charlas oscilantes entre el sexo, la metafísica del viaje y los deseos de beberse el mundo entero. Cuando mis piernas no me querían llevar al lado de la chispeante rubia, me dirigía con mi bicicleta a la montaña artificial cubierta por un industrial techo al Este de Reykjavík, donde pasaba el resto de la tarde tratando de adaptar mi cuerpo a las paredes extraplomadas y mis manos a los recovecos que trataban de imitar la roca. Al llegar a casa me colgaba de los lóbulos aquellas canciones que el bueno de Bob me susurraba en aquellas oníricas noches en su apartamento. Los "This will destroy you", "Ef", "Explosions in the Sky" y demás tropa me aislaban de las preguntas insistentes e inútiles, dedicadas a la coexistencia, por parte de mis compañeros de piso. Una vez en la seguridad de mi habitación me entregaba a la lectura de London o al disfrute pasajero de algún documental acerca de grandes exploradores polares. Cuando me alcanzaba el sueño la noche me abrazaba y cuando me despedía de él, la noche seguía allí.

Ahora, la luz del Sol empieza a bañar la bahía humeante hacia las 4h de la mañana y se despide de la capital más allá de las 23h de la noche. Mañana y noche dejan de ser usadas como una realidad para pasar a ser una convención. La luz penetra, inmisericorde, los recovecos de las cortinas, y te despierta puntual antes de las 7h. La cantidad de tiempo bajo la luz es ingente. Una vasta expansión de los límites lumínicos y, por añadidura, de la actividad animal - entre la que me encuentro -. Sin embargo, esa misma expansión de la limitación, esa otorgación de libertad acrecienta mi sentimiento de encarcelamiento. Uno tiene todo el día para salir al bosque a correr, todo el día para leer, todo el día para escribir, todo el día para construir el jardín, todo el día para aprender, todo el día para charlar. Tanto tiempo, tantas cosas por hacer, tanta ampliación del horario para no acabar haciendo nada. Uno necesita, ante tan vasta expansión de lo posible, una elevada capacidad para la organización. Una capacidad de la que, asediada por mi incontrolable curiosidad, mi organismo carece totalmente. Me siento como el caminante ante un vasto horizonte sembrado por suaves colinas. ¿Hacia dónde ir? ¿Que ruta seguir? Sabiendo que la afirmación de un camino niega, por definición, el seguimiento de los demás. Limitado a su par de piernas, el viajero sólo puede caminar un camino a la vez.
Los deseos de no perderme entre un océano de actividad me han forzado a forjar una organización que pretende acercarse a la constancia y rigor lacedemónicos. El cuidado de sí mismo a través del deporte, la lectura, la alimentación, la escritura y la financiación de mi proyecto desde mis propias manos a través de la búsqueda y encuentro de un trabajo.

He creído en mí mismo y he andado el camino que deseaba andar. He encontrado un trabajo que me parecía ya imposible de lograr. He convertido la imposibilidad en posibilidad, gracias a la confianza en mí y mis propias manos. Este Martes tengo una entrevista con Ramón Larramendi, un explorador español. Vamos a hablar sobre la posibilidad de convertirme en guía de Tierras Polares, una compañía de expediciones española. Estaré sentado en frente de un hombre que ha recorrido el círculo polar ártico en solitario, que ha atravesado la Antártida, el Ártico e Islandia en invierno, entre muchas otras cosas. Yo y mi experiencia propia frente a un personaje que ha cumplido en sus carnes más de un sueño que yo tenía de pequeño. Convertirme en guía de tal compañía me permitirá ganar dinero mientras viajo por este país y, si todo marcha bien, podré optar a realizar la travesía del Vatnajökull - el glaciar más grande de Europa - con ellos.
Aún recuerdo la nota que escribí en mi libreta de viaje cuando marchaba hacia el Norte con mi bicicleta: "quiero ser guía de tierras polares". Nueve meses más tarde voy a sentarme enfrente del líder de la misma empresa. Ahora entiendo el valor de creer en uno mismo bajo la advertencia de Séneca: "No hay viento favorable para el que no sabe dónde va"

Por supuesto, tengo otra bala en la recámara. No puedo poner todas mis esperanzas económicas en un sueño que aún está por venir. He conseguido otro trabajo en una granja al Sur de Islandia, al lado de la escuela de escalada más importante del país. Otra opción interesante, puesto que en esa aventura no andaré solo: iré acompañado de los ojos lituanos que desean sincronía con los míos. Sin embargo, el Martes se decidirá hacia dónde me lleva mi confianza: granjero o guía. Con todo, el fin es el mismo, mejorarme a través de la actividad. Sea dónde sea. Sea con quién sea.

Estos días he estado absorto en la reflexión sobre el éxito, la felicidad y la consecución sobre lo que uno realmente quiere ser. Siempre he estado rodeado de gente maravillosa: músicos, arquitectos, ingenieros, médicos y deportistas. La palabra "éxito" aparecía camuflada entre las conversaciones acerca de las aspiraciones laborales de mis amigos. Cuando hablábamos del futuro, ellos siempre tenían una posición laboral "de éxito" a la que aferrarse. Yo no tenía nada. Vacío. Un tiempo que no era nada más que argamasa con la que moldear y construir mi futuro. Yo estaba estudiando Filosofía. ¿Que iba a hacer con ello? Encaré mi futuro bajo la misma concepción de éxito que la de la gran mayoría de mis amigos: una respetada posición laboral. Desde la Filosofía ese fin pasaba por dos medios: dejar la carrera y cursar otros estudios más valorados o enfocar mi carrera hacia aquellas posiciones de respeto que los estudios mismos me proporcionaban: convertirme en profesor. Hoy veo que ninguna de esas dos opciones me respeta a mí mismo como sujeto de mi felicidad. Quien me preocupaba no era yo sino lo que los demás debían decir sobre mí mismo: no era mi sonrisa sino la aprobación de mis coetáneos. Ahora me doy cuenta de que no puedo ser bueno en todo, me debo concentrar en algo si deseo ser exitoso en ello. No quiero lograr el éxito de los demás, guiado por su aprobación, quiero lograr mi propio éxito juzgado -soy consciente de que ando en terreno de contradicciones - desde mí mismo. Lo he pensado docenas de veces cada día desde que ando en terrenos norteños: ¿qué me hace realmente feliz? Inmediatamente pienso en aquél valle en el que me crié en mis momentos veraniegos, aquél valle que se tornó en templo: Bujaruelo, en el corazón de los Pirineos. Es entonces cuando me doy cuenta de que, siguiendo la senda del éxito de mis amigos, traiciono lo que llevo dentro del corazón desde pequeño: el contacto con las montañas y la naturaleza cómo forma inevitable de vida feliz. Leo a London, Shackleton, Humboldt, Bonatti y veo un reluciente éxito en ellos. La relación con la naturaleza, con uno mismo, a través del uso de la palabra. Mediar con lo telúrico y expresarlo a través del hilado de vocablos que se refieran a aquella mediación. Un hilado que precisa de formación literaria, filosófica y científica, y de experiencia a través del peñasco, el valle y el río.

Una apuesta arriesgada el confiar en uno mismo y en lo que realmente desea. Ese "terrible leap" del que James nos habla, ese salto en el que debemos confiar para salvarnos. Volver a casa, a nuestra casa, al hogar de lo que deseamos ser y no de lo que se espera o desea que seamos. Mirarnos al espejo y decirnos: y tú, ¿qué quieres? Hacer de nuestro andar nuestro camino. Siguiendo las mismas sendas trilladas que muchos otros han recorrido pero sabiendo que son particularmente nuestras, que las deseamos desde y para nosotros y no de y para los otros. Mis zapatos se encontraban incómodos en el camino que estaban tomando, dejándose llevar por la falta de criterio y crítica hacia un camino que era considerado el normal. Una normalidad que destrozaba mis pies y mi sonrisa. Ahora, con mi corazón en mi hogar, emprendo un nuevo camino en el cuál el horizonte es un nuevo éxito forjado desde mis propios deseos y mi propia concepción de la felicidad. Con una advertencia empiezo mi ruta: para ver qué me depara no hay que esperar, hace falta caminar.





martes, 12 de abril de 2011

Me quedo aquí

Estudiando para mi examen final de "Filosofía y cine", encerrado en mi habitación me ha dado por buscar en el disco duro del ordenador algunas fotos que me sacaran de casa sin moverme de la silla. Mis dedos me han llevado directos hacia las fotografías que tomé en aquél viaje con bicicleta por el Oeste de Islandia en el ya lejano Julio del pasado año. Un escalofrío me ha recorrido la espalda. Me han vuelto a la cabeza todas las propuestas y los sueños que tuve en aquél viaje. Muy pocos de ellos los he llevado a cabo. Ni tengo más autonomia en las técnicas de montaña, ni me siento cómodo estando solo en la naturaleza, ni escribo mejor, ni soy tan fuerte ni tan ágil cómo desearía, ni he leído todo lo que tenía que leer, ni le he sacado el jugo a esta isla, ni - sobretodo - le he perdido todo el miedo al hospital. La angustia de la pared nívea y de la niebla repentina siguen ahí. Este pedazo de lava en el Atlántico Norte tiene mucho que ofrecerme aún. Estuve viajando el pasado fin de semana por las mismas carreteras que recorrí con el vaivén de mis piernas. ¿Cómo voy a dejar todo esto aquí? Aún no me he acabado de construir con la argamasa boreal. Me queda camino. Me esperan las charlas con los profesores a los que me he acercado, la formación en técnicas de montaña en el grupo de rescate, el intento de acercarse a la música con el ibicenco, las lecturas que me aguardan en la mesa, los relatos que me quedan por escribir con los pies cansados y trillados por rutas recorridas en soledad. Demasiado por vivir. Aún no puedo volver.



















Mi montura (y sus 28kg de equipaje) esperando para atacar una de las subidas con bici más duras de mi vida. Allí arriba me esperaban locura, niebla, viento y monólogo conmigo mismo.



viernes, 8 de abril de 2011

Of loss and possession [The Thin Red Line, (Terrence Malick, 1998)]

Que no escriba a menudo no significa que esté quieto. Me sigo moviendo pero tengo miedo a enfrentarme a mí mismo a través de la concatenación de vocablos que tantas veces me ha salvado. Sin embargo, a veces necesitamos un empujón: la disciplina académica es un buen ejemplo de ello. Os dejo con un ensayo que he escrito para "Filosofía y cine" en la Universidad de Islandia. Trata sobre la pérdida y la posesión de uno mismo relacionados con el anhelo por la plenitud de la vida, todo aderezado e ilustrado con los personajes de una de las películas que han cambiado mi forma de ver el cine: de un mero entretenimiento a un mecanismo capaz de sugerir y provocar la chispa del pensamiento. La película es The Thin Red Line (Terrence Malick, 1998). El ensayo lo podéis encontrar pinchando aquí., está en inglés.

Trailer oficial de la película:


Es una pieza de arte filmada por un director experto en Heidegger. Él mismo lo tradujo al inglés e incluso tuvo algunas reuniones con el filósofo alemán. Hay algunos críticos que ven en el film de Malick una clara alusión a la difuminación del Ser en los seres, propio de Heidegger. Sin duda son unos ensayos magníficos sobre esta película, algo difíciles de contraargumentar por su gran poder de convicción. Veo en ellos una muy buena y sugerente lectura de la película. Es uno de los mejores ensayos acerca del cine que, particularmente, he leído en mi vida. Es el que sigue: Furstenau and MacAvoy, “Terrence Malick’s Heideggerian Cinema: War and the Question of Being in The Thin Red Line”

Hay otros ensayos que aluden a una buscada "calma antes de la muerte", una calma que debe ser buscada a través de la plenitud en la vida. Es un escrito algo menos potente aunque inequívocamente sugerente - en parte, mi ensayo bebe de él -. El autor ve en la figura de Witt (Jim Caviezel) la máxima expresión de esa calma antes de la muerte. También alude al cine de Malick como un arte de la calma, sólo nos hace falta ver una película de él para caer en la cuenta de cómo utiliza los elementos para crear un ambiente de sosiego en las situaciones más angustiantes: el sonido de la hierba abrazando al viento en medio de una batalla, las constantes secuencias de vida animal en medio del destrozo, el silenciamiento de los obuses y los disparos dejando sólo la atención a la respiración de un soldado, etc. El ensayo es el que sigue: Simon Critchley, "Calm: on Terrence Malick's The Thin Red Line"

Aquél que esté interesado en leer uno o ambos artículos puede dejar un comentario o enviarme un mail. Se lo(s) brindaré en formato pdf.

Más allá de mi creciente cinefilia algo grande está por llegar: la aparente culminación de una lucha contra mí mismo a pedales por el centro de Islandia. Aún me queda demasiado para digerir todo lo que viví encima de mi bicicleta el pasado verano, es decir, me queda demasiado por acabar de escribir todo lo que viví. Acabarlo será abrir las puertas para una nueva lucha a través de la reiterada repetición de un mismo movimiento.

domingo, 20 de febrero de 2011

Caminar en el camino

La distancia inmediatamente insalvable entre las huellas que abrazan nuestros pies y las huellas que habrán de abrazarlos; la sangrante herida entre el querernos más allá y el saberse abrazado en el resignado más acá; el aliento entrecortado e impaciente de los pasos que sueñan con la cima desde el profundo y sombrío valle; el ingenuo sueño de un destino onírico sin camino, sin sendero, sin cuesta ni bajada. Inmediato. Sin sudor, lágrimas o carcajadas. El peligroso amor por vivir el después en el ahora. Quererse como un ideal y quererse inmediatamente. Vivir en los inmaculados pasos celestes que habrán de venir cuando aún no se ha abandonado el sucio caminar por lo telúrico.

Algo perdido en el camino, una terrible evidencia que asusta por su simpleza. Buscando ese Víctor al que quiero llegar, tratando de otearme en el ocaso, me he encontrado con el Víctor que soy. La enorme distancia entre los dos irreconocibles caracteres ha abierto todas las heridas que tenía cerradas a base de pragmática y caduca omisión. Y de las heridas, la sangre no ha querido ni salir. Asustada de todos los valles, cañones, montañas, desfiladeros y mares que debía atravesar antes de bañar las arterias de aquél - que ya no debía ser yo - puesto en un brumoso pedestal. Asustada de abandonarme, abandonándose, pasando a formar parte de un cuerpo ya ajeno.

Entre el atoramiento de los vocablos en la garganta y la concatenación fluida de palabras machacadas por las yemas de mis dedos; entre las perpetuas vistas hacia un níveo y acrílico techo y la caduca mirada hacia las nieves perpetuas mediadas por los equilibrados pasos entre las rocas; entre el ahogado diálogo mudo de los libros cerrados y la discusión enfurecida de las páginas recorridas; entre la irresoluta atención hacia planes de pasos por mapas que nunca habrán de abrirse ante el paisaje al que quieren dar fe y las manchas de barro en el mapa doblado por el viento y besado por la lluvia.

La noción del camino. La he perdido, ganando la visión de un destino que quiere ser inmediato desatendiendo a la verdadera inmediatez y urgencia: caminar con lo puesto. Un destino que es destino en tanto cuanto mediado por un camino. Un destino que se quiere final cuando sólo puede ser entendido como fin.

Queriéndome encontrar me he perdido y en el extravío me he reconocido. La búsqueda de un ideal rebotado en la nada y que explota en mil pedazos delante de mi nariz. Y recuerdo entonces la importancia del hacer, del caminar, del sudar; de ese abrazo hacia lo necesario e inevitable que hay en mí, que se volverá a reproducir una y otra vez sin remedio. Ese cariño especial a lo que soy como la única senda para amar lo que habré de ser. Esa sonrisa al andar sempiterno del hoy con un ojo puesto en el mañana; sin tratar de bizquear. Un proyecto estético que, tras su apariencia simplona, esconde la más bella y complicada tarea: cincelar la vida como una obra de arte.

lunes, 31 de enero de 2011

La culminación de la absorción.

Congelación de lo líquido. Olympus OM10. En mi cocina de Reykjavík.

Ella seguía encontrando el recoveco por el cual perderse entre la cilíndrica y pestilente oscuridad. Él seguía tratando de apretar con ahínco el tapón del desagüe, poniendo todo su empeño en estancar aquél fluir helado. No había remedio. Cuando trataba de atender al origen de aquél metálico manantial, sus manos se perdían entre la goma del tapón y ella encontraba de nuevo la salida. De una oscuridad desconocida hacia una tiniebla por conocer, pasando por esa aparente tranquilidad del resplandor plomizo. ¿De dónde salía aquél torrente de pretendida transparencia? ¿Quién había abierto el grifo? Entre cada ida y venida de lo onírico a lo telúrico se hallaba en la misma lucha. El anhelo de dar forma, color, sabor y sentido a lo informe, incoloro, insípido y caótico. La desesperación por encontrar el duermevela sabiendo que se ha llenado el fregadero, que el sinsentido no ha abierto las puertas del desperdicio. Los días también sufren. Ese sudor frío que supura del metal cuando ve la translúcida luz al final del tubo y sabe que va a salir disparado hacia un metal aún más mojado y más frío. Sin saber su siguiente forma. Su próximo sentido. Sabiendo que su destino pueda hallarse entre el desagüe, si las manos del que tiene delante no toman en cuenta la importancia económica del deseable rotar de la Tierra. La economía vital por excelencia. Él mira hacia la ventana: la regadera colmada con un cepillo para limpiar los platos. El potencial proteico del otorgar sentido al caduco manantial metálico. Él lo sabe. Algún día alguien cerrará ese grifo. Y todo el fluir estancado volverá a deslizarse tras un supuesto espectro cromático que él se imagina tintado de negro. Esa ausencia de color que le recuerda al lugar en el que jamás estuvo. Una amable y consoladora contradicción, el recuerdo de lo inexperienciado. ¿Cómo llenar un día con todos sus minutos y segundos? Derrotado, se deja abstraer por el brotar de la transparencia que busca de la opacidad. Absorto en las formas que toma lo informe en su viaje hacia el plomizo abrazo, la goma encaja con el desagüe y el agua toma su sitio. Lo que le pertenece: el olvido, la absorción, la plenitud.

viernes, 14 de enero de 2011

La concurrida repetición de lo idéntico // The crowded repetition of the identical

El primer y el último fulgor. Olympus Om 10.

Nada nuevo bajo la luz dominical. El caballo azul iba en segunda línea. Parecía que iba a sobrepasar a los tres musculosos equinos que tenía en su frente. No lo hizo. Cómo siempre. Había vuelto a perder. Cambió de canal y puso un serial mohoso de sobremesa. Los mismos domingos. Semana tras semana. Detrás de aquél mostrador, esperando la llegada de los que querían llenar el depósito, de los que se quejaban del continuo vaivén de los precios, de los que adquirían productos en el día del Señor que habían olvidado el viernes en el supermercado. Todo igual. El tedio amamantado por el batir de las alas de una mosca que busca salida a aquella pecera. El tañir mecánico del reloj de campana que iba tragando los minutos que le faltaban para llegar a casa y seguir batallando por encontrar el fulgor de la ilusión en una televisión mayor. Nada nuevo bajo el Sol de domingo. Escuchó el timbre de la puerta que anunciaba la llegada de la interminable repetición de lo aparentemente diferente. Se paró ante él, suspiró y movió los labios:


  • “En breve tiempo crece la dicha de los mortales, pero, de igual forma, cae por tierra zarandeada por el destino inflexible. Seres de un día, ¿qué es uno? ¿qué no es? El hombre es el sueño de una sombra”

  • ¿Qué desea?

  • ¿No lo ves? ¿No lo tienes claro?

  • Disculpe... le juro que no sé de qué me habla.

  • ¿Cuál sería tu mejor momento para morir?

  • ¿Qué? Verá yo sólo soy el dependiente de esta gasolinera. Si quiere hacer una encuesta deberá esperar a que venga mi jefe.

  • No quería empezar tan pronto.


Con un ágil movimiento posó su mano izquierda sobre la rolliza papada del dependiente. Apretando los dedos, tratando de asegurar su tráquea y sus vértebras entre la palma de su mano. Con más calma elevó su mano derecha apuntando al falso techo y con un grácil movimiento de muñeca sacó un afilado punzón de su camisa que sostuvo entre sus dedos. Los ojos del dependiente se posaron sobre la punta metálica de aquél sutil pedazo de metal que podía dar al traste con su apacible languidez. El fulgor le había llegado sin necesidad de cambiar de canal. Posó el extremo metálico del punzón en la arteria izquierda que conectaba el corazón con su cabeza, cansada ya de recorrer los mismos senderos, canal tras canal. Apretó un poco más hacia adentro para poder sentir el latir del corazón en la palma de su mano, a través de ese trozo de metal que ya se iba calentando-


  • ¿Y ahora?

  • ¿Qué quiere de mí? La llave de la caja está debajo del mostrador. Hoy está casi llena. Lléveselo todo.

  • No he venido para eso. El dinero no me hará falta allí dónde dormiré esta noche.

  • Si quiere ir a prisión para dormir entre sábanas sólo tiene que darme una paliza, incendiar la gasolinera o algo así... pero no me mate.

  • Contéstame. ¿Cuál sería tu mejor momento para morir?

  • ¿Qué quiere decir con eso?

  • Contéstame. Te aseguro que no derramaré una sola gota de tu sangre con mis manos.

  • No sé... cuánto más tarde mejor supongo...

  • Nos preocupamos por buscar esos momentos de gloria en nuestra vida. Creyéndonos capaces de ser hasta los creadores de nuestro propio fracaso. De nuestro propio dolor. Y no somos sino hijos de un destino que se nos aparece cruel por su implacable infalibilidad. Lo intentamos todo. Deseamos ser los reyes de nuestro universo y sólo somos los siervos de la imagen que los demás proyectan sobre y de nosotros. ¿Has sido alguna vez tú mismo? Me refiero, ¿te has sentido alguna vez tan absorto que las cuerdas que te atan con ese titiritero se deshilachan y se abrasan hasta tornarse en ceniza? Verás, ¿eres tú quién mueve los hilos de tu vida o son los demás? ¿Eres gobernante o gobernado? Compréndeme. Crecí de la mano de aquellos libros que nos contaban los viajes de aquellos aventureros con densa barba a los que no les importaban las opiniones escépticas y las miradas de recelo de sus coetáneos y, sin prestarles atención, lanzaban su vida al camino. Y son las vidas que han merecido ser recordadas: las que han olvidado que había alguien esperando algo de ellas, que había alguien opinando sobre ellas. Son las únicas vidas que han logrado ser gobernadas por sus amos. Sus amos estaban al mando del navío y degollaban a todos aquellos que pretendían amotinarse en contra de su rumbo. Yo he anhelado ese control en mi mismo, ese deseo inalcanzable de la sombra que jamás habré de proyectar en la crujiente madera de mi velero. He sido demasiado débil y nervioso. Siempre gobernado por las miradas de los demás, los comentarios, el agrado, la condescendencia. He sido un simple grumete en el navío construido por mis propias manos, diseñado por algún otro maestro en los astilleros. Yo he sido el simple ejecutor de una orden venida desde fuera. Ellos lo han controlado todo. La posición de mi cuerpo ante una conversación para tratar de aparentar lo que debería ser; la forma de caminar y vestir, adaptándome a cada momento: melancólico, altanero, boyante o extático, sincronizándolo con los ojos y las orejas de los que me habían de atender; la inclusión repentina en una conversación, tratando de aportar algo brillante e inteligente, tratando de impresionar a mis oyentes más que dejarme absorber por el diálogo; abrir un libro en un bar humeante pretendiendo parecer interesante mientras espero esa cita, mientras mis ojos atienden más a mi pose, a la posición de mis vestimentas, al recorrido del humo por mi tez, al cruce perfecto de mis piernas, atendiendo a una imagen que debía ser impresa en la mente de mi cita, mientras veía ese viejo borracho delante mío, atendiéndose a sí mismo, sin levantar los ojos de su novela y cerrando las orejas a las opiniones colindantes; dejar mis sueños moldearse en las manos de las opiniones de los demás; no parar de mostrar, como un mercader en un rastro, todas mis virtudes a la audiencia, pretendiendo aparentar – a través de la repetición del diálogo memorizado - una solemnidad, una claridad y una agudeza que no era más que la proyección de un sueño de clarividencia nunca cumplido. Dejar mi vida a los demás y dejar que la coman - sin ser ni siquiera conscientes de ello, sin degustar bocado alguno - que la desgarren con los colmillos y que la machaquen con las muelas. Atendiendo siempre a la imagen de mí mismo en lo ajeno, me olvidé de mí, perdido entre las tinieblas de la sincronía con lo otro, olvidando la sincronía conmigo mismo, con mis anhelos y con el gobierno de mi propia vida. Jamás lo conseguí. Y yo quiero conseguirlo, quiero dominar mi vida. Y el dominio y gobierno de la vida pasa inevitablemente por el gobierno y dominio de la muerte. Decidir, al menos por una sola vez en la vida, cuándo y cómo ser, cuándo y cómo vivir, cuándo y cómo morir. Atenderme a mí mismo y finalizar mi vida con un apoteósico fulgor de pólvora y metal. Estar absorto ante algo, al menos por una vez, sin atender a la posición de mi mueca, de las últimas palabras o de mi vestimenta, tratando de poner todo en sincronía con la audiencia. Como un mal actor, por atender demasiado a lo que el público tiene que decir, mira a la cámara. Quiero ser, por un sólo segundo, como un buen actor que, siendo consciente de las cámaras que registran sus movimientos, sabe cómo olvidarse de ellas. Absorto en el papel. Como el aventurero que sabe que tiene toda la opinión de su país en su contra y, sin embargo, atiende sólo al funcionamiento de las velas, las cuerdas y el timón. Absorto en el navegar. Sé que no hay otra forma de lograrlo. Jamás lo conseguiré si no es así. ¿Continuar? ¿Para volver a hundirme en la teatralidad? Prefiero morir, como lo deseaban los atletas olímpicos, en el éxtasis de la gloria, huyendo de esa vejez que no para de recordar, con lágrimas en los ojos, victorias pretéritas. Y prefiero controlar este último compás de esta patética obra. Ya no me importa el público. No sé si están ahí. Para mí el telón ya ha besado el escenario. Sé que lo has hecho. Es normal. Has tocado ese botón. Dentro de poco vendrá la policía. Dentro de poco habrá acabado todo. Antes querría pedirte un favor. Pon tu mano en el bolsillo de mi chaqueta.

  • ¿Ahora?

  • Hay una cosa fría

  • Es una pistola, sácala

  • ¿Y que hago con ella?

  • Mátame

  • ¿Qué?

  • Si no me matas tendré que hundirte este punzón en la preciosa arteria que te está regando tu postrado cerebro día tras día.

  • No puedo hacerlo

  • Yo si puedo atravesarte el origen de todo tu dolor

  • ¿Y qué pasa conmigo? Iré a la cárcel...

  • Defensa propia

  • Las cámaras no pensarán lo mismo


No quiso alargar más aquella conversación. Apretó un poco más el aguijón contra el vaso de su cuello. El dependiente reaccionó y sacó la pistola del bolsillo. Temblando y sudando levantó la pistola lentamente hasta encontrar la faz del que sostenía su cuello entre una poderosa mano. Una presión que le obligaba a mirar con el mentón trémulo y erguido la línea entre la pistola y la frente dónde debía dirigirse la bala.


  • Hazlo, ahora.

  • No puedo

  • Te voy a hundir esto hasta las vértebras si no lo haces

  • Pero...

  • Te doy cinco segundos: cinco, cuatro, tres, dos...


La policía irrumpió en la gasolinera. Entre los cuatro agentes destacaba un joven policía que temblaba blandiendo su pistola entre sus manos. Las ventanas temblaron ante el estallido y todo el mostrador quedó salpicado de esa viscosidad escarlata y gris que baña las entrañas de toda sien. La pistola cayó encima del cristal del mostrador, quebrándolo en esas formas preciosas que recuerdan a una tela de araña tejida en las entrañas del vidrio. Por fin abrazó el fulgor entre el amarillento y repentino estallido. Y lo abrazó en el fondo más profundo y viscoso de su alma. Hubo de hacer más fuerza con la mano, ahora sostenía todo el peso de un cuerpo antes sostenido por eso a lo que llaman alma. Dejó caer al muchacho encima del mostrador y acercó la mano, con el punzón escondido en su palma, hacia su cara. Se limpió la sangre y los pedazos de sesos con el dorso de la mano.


  • ¿Pero qué coño has hecho?


El joven policía miró fijamente a los ojos del dependiente, recorridos por una cascada de sangre fresca que se deslizaba por su papada y se acumulaba en la blanca camisa. Una mancha que ampliaba sus horizontes cada vez más al ritmo de ese corazón que parecía que aún seguía latiendo. No escuchó a los gritos de su superior. Cayó sobre sus rodillas y sintió que, la escena lo pedía, debía llorar. Y no pudo. Todo se contuvo en su garganta, quedándose atrapado en las cuencas de sus ojos que recordaban el estallido del percutor en la palma de sus manos. Uno de los policías, tratando de recuperar la calma se dirigió al hombre inmóvil delante del mostrador:


  • ¿Se encuentra usted bien señor?


No pudo decir nada. Sólo pudo hablar consigo mismo, en el silencio de su mente. “Todo se vuelve a repetir. Lo escrito, escrito está. No hay nada nuevo bajo el Sol: nacimiento, construcción, alegría, dolor y muerte. Y, ¿todo para qué? ¿Para elevar la vida a categoría de obra de arte y hacer con ella algo bello? Parece lo más conveniente. Y, sin embargo, para hacerlo hay que negar, hay que olvidarse por completo de aquél quién observará la obra . Hay que deshacerse del espectador para crear una obra digna de ser vista, tener en cuenta a la audiencia sólo sirve para sincronizarte con ella. Dejando de tomar poder sobre tu propio universo, tu propia vida, tu propia obra. Siempre lo mismo. ¿Cómo escapar de mí mismo? ¿Cómo escapar de este destino destinado a complacer a los demás? Muerte. Y nada más. Me volví y vi todas las violencias que se hacen debajo del sol; y he aquí las lágrimas de los oprimidos, sin tener quien los consuele; y la fuerza estaba en la mano de sus opresores, y para ellos no había consolador. Ah, ese maldito Eclesiastés otra vez. Vanidad de vanidades, dijo el Predicador; vanidad de vanidades, todo es vanidad. ¿Qué provecho tiene el hombre de todo su trabajo con que se afana debajo del sol? Generación va, y generación viene; mas la tierra siempre permanece. Sale el sol, y se pone el sol, y se apresura a volver al lugar de donde se levanta. El viento tira hacia el sur, y rodea al norte; va girando de continuo, y a sus giros vuelve el viento de nuevo. Los ríos todos van al mar, y el mar no se llena; al lugar de donde los ríos vinieron, allí vuelven para correr de nuevo. Todas las cosas son fatigosas más de lo que el hombre puede expresar; nunca se sacia el ojo de ver, ni el oído de oír. ¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará; y nada hay nuevo debajo del sol. ¿Hay algo de que se puede decir: He aquí esto es nuevo? Ya fue en los siglos que nos han precedido. No hay memoria de lo que precedió, ni tampoco de lo que sucederá habrá memoria en los que serán después. Y, sin embargo, pretendo seguir teniendo anhelo de originalidad, anhelo de control sobre mí mismo, de olvidar a los que me gobiernan y permanecer absorto en la construcción de mi vida. La vida que merecería ser colgada en la pared de un museo. Merecimiento. Merecedora para los visitantes de ese tétrico museo, cuando yo ya esté muerto. ¿Para qué? Siempre pensando en la mirada de los demás. ¿En qué momento me diluí entre la mirada ajena? ¿Cuando dejé aquél egoísmo necesario para atenderme a mi mismo? Ese cuidado de mí que nunca tuve. Y ahora ya... qué más da.


  • Agentes, ¿cuál sería su mejor momento para morir?






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    ENGLISH VERSION


    The first and the last glare. Olympus Om 10.

    Nothing new under the Sunday light. The blue horse was in second line. Seemed likely to exceed the three muscular horses he had in his forehead. He did not. How ever. He had lost again. He changed the channel and putted a boring serial on his TV. The same Sunday. Week after week. Behind one counter, awaiting the arrival of those who wanted to fill the tank, of those which complained of the continued sway of the prices, of those that came to purchase the food on the day of the Lord that they had forgotten at the supermarket on Friday. All the same. The tedium suckled by the flapping wings of a fly that looks out to that tank. The mechanical clock tolling bell that was swallowing the minutes that were missing to get home and still struggling to find the glare of illusion in a larger television. Nothing new under the sun on that Sunday. He heard the door bell announcing the arrival of the seemingly endless repetition of different. She stood before him, he sighed and moved his lips:

    - "In short time increases the happiness of mortals, but, likewise, falls to the ground buffeted by the inflexible fate. Beings of a day, what is one? What is not?
    Man is the dream of a shadow

    - What do you want?

    - Do not you see? Do not you confused?

    - Sorry ... I swear I do not know what you're talking.

    - What would be your best time to die?

    - What? You see I'm just the clerk of this station. If you want to do a survey should expect to come my boss.

    - I did not want to start so soon.

    With a quick motion put his left hand on the plump jowls of the dependent. He clenched fingers, trying to secure his windpipe and vertebrae from the palm of his hand. More calmly raised his right hand pointing to the ceiling and with a graceful flick of the wrist took a sharp punch of his shirt he held between his fingers. The eyes of the dependent rested on the metal tip of one subtle piece of metal that could derail its peaceful languor. The glow had come without changing the channel. Posed the metal end of the punch on the left artery connecting the heart with his head, tired of traveling the same paths, channel after channel. He pressed a little more inward to feel the heartbeat in the palm of his hand through that piece of metal and that was heating up step by step.

    - And now?

    - What you want from me? The key to the box is underneath the counter. Today it is almost full. Take it all.

    - I have not come to that. The money is not useful where I'll need sleep tonight.

    - If you want to go to prison for sleeping between the sheets just beat me up, burn the gas station or something ... but do not kill me.

    - Answer me. What would be your best time to die?

    - What do you mean?

    - Answer me. I certainly will not shed a single drop of your blood with my hands.

    - I do not know ... as later as possible I guess ...

    - We care about looking for those moments of glory in our lives. Thinking ourselves capable of being up to the creators of our own failure. From our own pain. And we are the sons of a destiny that seems to us cruel for his relentless infallibility. We tried everything. We want to be the kings of our universe and we are only servants of the image projected onto others and ourselves. Have you ever been yourself? I mean, have you ever felt so absorbed that the ropes that bind you to the fray and puppeteer scorch to turn into ashes? See, are you who pulls the strings of your life or are the others? Are you a ruler or ruled? Understand me. I grew up in the hands of those books that had the travel of a bearded adventurers who do not care about the skeptical opinions and suspicious glances from his peers and, without paying attention, they threw his life on the road. And it is the lives that have deserved to be remembered: those who have forgotten that there was someone waiting for something from them, that someone was reviewing them. They are the only lives they have managed to be ruled by their masters. Their masters were in command of the ship and behead all those who wanted to mutiny against their course. I have longed for the control of myself, that unattainable desire of the shadow that I shall never projected on the creaking wood of my sailboat. I was too weak and nervous. Always governed by the eyes of others, comments, pleasure, condescension. I have been a mere boy in the ship built by my own hands, designed by another teacher in the shipyards. I have been a simple executor of an order coming from outside. They have controlled everything. The position of my body to a conversation to try to pretend who I should be. The way that you walk and dress, tailored to every moment: melancholy, proud, buoyant or ecstatic, synchronizing it with the eyes and ears that I had to meet. The sudden inclusion in a conversation, trying to make something bright and intelligent, trying to impress my listeners instead to letting me absorb the dialogue. Opening a book in a smoky bar pretending to look interesting while I wait for that appointment, as my eyes servemore like my pose, the position of my clothes, the smoke down my skin, the perfect crossing of my legs, taking an image that should be printed in the mind of my appointment, and then, I watched that old drunk in front of me, without looking up from his novel and closing their ears to the surrounding views, without taking care in which the others will say. Letting my dreams be molded into the hands of others' opinions, not stop to show, as a merchant in a track, all my virtues to the audience, pretending to pretend - through the repetition of a memorized dialogue - a solemnity, a clarity and sharpness that was only the projection of a clairvoyant dream never fulfilled. Let my life and let others eat it - without being even aware of it, without trying one bite - the tear with the teeth and the grind with the teeth. Consistent with the image of myself as others, I forgot myself, lost in the darkness of sync with the other, forgetting myself in sync with my wishes and the government of my own life. Never got it. And I want to get it, being the master of my life. And the dominion and government of life inevitably involves the government and control of death. I've decide, at least once in life, when and how to be, when and how to live, when and how to die. Addressing myself and end my life with a flash of gunpowder and metal. To be lost before something at least once, without regard to the position of my face, the last words or my clothes, without trying to put everything in sync with the audience. Like a bad actor, for attending too much to what the public has to say, look at the camera. I want to be, by one second, as a good actor who, being aware of the cameras that record their movements, he knows how to forget them. Absorbed in the paper. As the adventurer who knows he has the whole view of his country against him, however, serves only the operation of the sails, ropes and rudder. Absorbed in the sailing. I know no other way to go. Never will get if it is not. Continue? To go back to sink into the theatrics? I'd rather die, as they wanted the Olympic athletes in the ecstasy of glory, running away from the old to not remember, with tears in his eyes, wins bygone. And I'd rather handle this last measure of this pathetic work. I do not mind the public. I do not know if they are there. For me, the curtain has already kissed the stage. I know you've done. It's normal. You have touched the button. Soon will come the police. Soon be over. Before I would ask you a favor. Put your hand into the pocket of my jacket.

    - Now?

    - Yes

    - There is a cold thing

    - It is a gun. Take it off

    - What I do with it?

    - Kill me

    - What?

    - If you not kill me I'll have to sink this beautiful punch in the artery that you are watering your brain lying day after day.

    - I can not do

    - Yes, I can pierce the source of all your pain

    - What about me? I'll go to jail ...

    - Self-defense

    - Cameras do not think so


    He declined further lengthen the conversation. He pressed a little more sting against the vein of his neck. The clerk responded and pulled the pistol from his pocket. Shivering and sweating up the gun slowly to find the face of whom that was holding his neck with a mighty hand. Pressure which forced him to look with trembling chin into the straight line between the gun and the front where the bullet should be directed.

    - Do it now.

    - I can not

    - I'm going to sink it to the vertebrae if you do not

    - But ...

    - I give you five seconds: five, four, three, two ...

    The police stormed the station. Among the four police officers stood a young man brandishing his gun trembling in his hands. The windows shook with the explosion and the whole desk was scattered with the viscosity of scarlet and gray washes the entrails of every soul. The gun fell on the glass counter, breaking it in such beautiful shapes that resemble a spider web woven in the depths of the glass. Finally embraced the yellowish glow from the sudden burst. And hugged him in deeper and viscous substance of his soul. There was more force in the hand, now holding the full weight of a body before it sustained by what they call soul. He dropped the boy on the counter and put his hand with the stylus hidden in his palm to his face. He wiped the blood and pieces of brains with the back of the hand.

    - What the fuck have you done?

    The young cop stared into the eyes of the servant travels by a cascade of fresh blood that ran down his chin and accumulated in the white shirt. A spot that expanded their horizons once again to the rhythm of the heart that it seemed that he was still beating. He heard the cries of his superior. He fell on his knees and felt the scene and tried to cry, as all the audience was expecting. And he couldn't. Everything was contained in his throat, remaining trapped in the caves of his eyes that recalled the striker burst into the palm of their hands. One of the police, trying to restore calm to the man is still at the counter:

    - Are you all right sir?

    He could not say anything. He could only talk to himself in the silence of his mind. "Everything is repeating. Writing, written. There is nothing new under the sun: birth, construction, joy, pain and death. And, all for what? To raise the life into an art work and make something beautiful out of it? It seems most convenient. And yet, to do so is to deny, forget completely that one who observed the work. We must rid the viewer to create a work worthy of being seen. To take account of the beholder only serves to sync with them. Failing to take power over your own universe, your own life, your own work. Always the same. How to escape from myself? How to escape this fate destined to please others? Death. And nothing else.
    I turned and saw all the oppressions that are done under the sun, and behold the tears of the oppressed, they had no comforter; and strength lay in the hands of their oppressors, and they had no comforter. Ah, that damned Ecclesiastes again. Vanity of vanities, saith the Preacher, vanity of vanities, all is vanity. What does man gain from all his labor which he take under the sun? Generation goes and another generation come: but the earth remains forever. When the sun rises and sun sets, and hurries back to where it stands. The wind go toward the south and around to the north, is rotated continuously, and their money back the wind again. All the rivers run into the sea, the sea is not full, the place from whence the rivers come, thither they return again. All things are wearisome more than man can express, the eye is never satisfied with seeing, nor the ear filled with hearing. What it was? Just as it is. What has been done? The same will be done, and there is nothing new under the sun. Is there anything you can say: Behold this is new? And was in the centuries before us. There is no remembrance of former things, nor what will happen in memory to be later. And yet, I intend to continue longing for originality, desire for control over myself, I forget the rule and remain absorbed in the construction of my life. The life you deserve to be hung on the wall of a museum. Merit. Worthy to visitors that fateful museum, after I'm dead. Why? Always thinking in the eyes of others. At which point I diluted me between the eyes of others? When I left that selfish needed to be addressed and absorbed into myself? That care about me I never had. And now it does not matter.

    - Agents, what is your best time to die?