jueves, 15 de julio de 2010

¿Adiós?

A punto de cambiar de país, de vida, de aire, de costumbres y de modos de hacer. Muchos lo han hecho antes. Soy consciente de ello, la originalidad no se halla en el sino de la acción humana, en el centro de ésta gravita la repetición. La vuelta a las andadas de los mismos caminos que ya se habían recorrido pero que, quizá olvidados, vuelven a tomarse. Da igual. De todas maneras jamás he sentido algo semejante en mis carnes. Con eso basta. Mi cabeza me dice que otros lo han hecho, mi estómago me dice que soy el único.

La última noche, una noche cualquiera. Mi madre anda liada con su interminable lucha por persistir, mi padre tiene montado un concierto con sus ronquidos y mi hermana se desespera por escuchar los diálogos de aquella película, interrumpidos por los resoplidos de mi padre. Todo normal y todo tan extraño. Aún no he acabado nada y parece ser que estoy cerrando una puerta. Ha llegado tarde, pero ha llegado. Me voy de casa. Y me voy con una mano delante y con otra detrás: no entiendo el idioma y no tengo dinero para sobrevivir un año entero. Igual que mi abuelo. Igual que millones de personas a lo largo de toda la historia. Encontrar originalidad en la repetición, parece extraño, ¿verdad? Voy a tener que adaptarme a otras formas de hacer, a otra manera de hablar, voy a tener que buscar (obligatoriamente) un trabajo compartido con los estudios. Aún así, no tengo a nadie a quien alimentar, de mi sueldo no depende ninguna boca y puedo estar respaldado en algún momento de debilidad económica que, por respeto a los postulados de mi proyecto, no debería aceptar. Él, en cambio, estuvo solo. Verdaderamente solo. Cambió la dehesa por el campo teutón, de sus manos dependían los estómagos de sus pequeños y hubo de aprender un idioma realmente extraño para aquél extremeño de campo que jamás conocí. ¿Por qué tuve miedo?
No quiero ser presuntuoso pero parece ser que el miedo ya se ha disipado y ha dejado paso a una nostálgica serenidad. Nunca mejor dicho. Ya siento el dolor por aquel cálido hogar, cuyo retorno a él se pierde en el tiempo; pues parece ser que, desde el momento presente, aquella vuelta jamás llegará. Y llegará, pues espero no morirme en el intento.
Había soñado miles de veces con este momento. Estoy dejando 23 años guardados en una pequeña habitación. En las cuencas de mis ojos no se agolpan lagos de lágrimas, al contrario, parece ser que la vivacidad de lo que va a acontecer sea más potente que lo ya acontecido.

Si hablamos de carne, intestinos, pelos, ojos y huesos, si hablamos de personas, todo cambia. Una madre, un padre, una hermana, unos primos, una tía, una novia y unos amigos. Todo parece quedar, lamentablemente, atrás. Los lazos de unión, ante la ruptura cercana, suelen apretarse entre sí con más fuerza. Lo que nos recuerda por qué aquél ser andante es nuestro amigo o por qué aquella loca dice ser nuestra novia. Todo puede echarse a perder. Y, el recuerdo en la distancia, puede fermentar sentimientos que creíamos olvidados. Nunca se sabe.

No es el momento de partir. Sin duda. Y, sin embargo, me largo. La fuerza que he cobrado construyendo todo este proyecto es suficiente para poder seguir siendo en esta putrefacta ciudad, al lado de las personas que me han demostrado que todos los tópicos suelen cumplirse y me han aportado un sano relativismo con el que acometer las nuevas propuestas de compañerismo. Ellos son insustituibles. A pesar de recorrer el mismo camino que otros antes ya han recorrido, han sabido ser originales y me han acogido en su sino. Eso me basta.

No sé si esta sensación de desazón, de inutilidad, inunda todos los corazones antes del viaje. ¿Para qué? ¿Es buen momento? ¿No es mejor esperar? Suelen ser preguntas que te mantienen con vida, con una vida al lado de la estufa, el sofá y las costumbres de toda la vida. Ellas me han mantenido apegado a una ciudad que no me gusta, a un modo de vida que he llegado a odiar y que, poco sorprendente, han sido tolerados y construidos por mí. No hace falta irse lejos para saber que todo puede cambiar, pero a un cobarde como a mí hay que darle bofetones fuertes para que despierte de su protectorado paterno y salga al mundo. Quizá nada salga bien, pero algún día pensaré, muy ibéricamente, que tuve cojones para intentarlo.

Nino Bravo, "Un beso y una flor" --> http://www.youtube.com/watch?v=r-OvqPW3j6c la típica canción, la misma que mi madre me cantaba mientras subíamos por los picachos que ella me enseñó a amar, la misma música de fondo que sonaba en mi mente cuando imaginaba a mi madre perecer. Lo de siempre y, a su vez, lo propio.