lunes, 19 de julio de 2010

Típico y tópico

En este enlace podéis encontrar las fotos de los primeros días en Reykjavík:


Aún no me lo creo demasiado, quizás mejor así. Creo estar viviendo un juego. Sólo me he encontrado conmigo mismo en dos momentos, y han sido los momentos más duros. Puede decirse que ya estoy en Reykjavík, que ya estoy en esa ciudad que, tras unos cuatro años, desee visitar. Ahora vivo en ella.

El primer día no fue mágico, que digamos. No esperaba la llegada perfecta y, quizás por eso mismo, no la tuve. Me dormí en el avión y no pude ver los hermosos campos de lava que rodeaban Kleflavík. Cuando salí del avión y vi aquellos carteles con sus extraños nombres pensé en lo que me dijo mi tía: "Ahora estás tú solo, tú y tus manos". Uno de los mejores consejos que me han dado jamás, y no me vino dado por ningún gurú ni filósofo de alta curnia, sino por una mujer que friega suelos y gana su sueldo "haciendo casas", como ella dice. De eso ya hace un par de días, en la dura despedida. Todos en corrillo, esperando pacientemente mi ronda de abrazos, algunos lloraban y otros hacían bromas para intentar no llorar. Intentaba apretar fuerte mis dientes, tratando de retener las lágrimas entre ellos. Jamás me ha gustado llorar en público. Mis ojos no lo querían creer y mi cabeza les asestaba martillazos sangrientos para convencerlos. Un año entero. Un año sin ver aquellas caras, sin abrazar aquellos cuerpos, sin sentir su calor, sin estar en acuerdo o en desacuerdo, en concordia o en discordia, sin reír con ellos, sin estar con ellos y en ellos, sin vivir, en definitiva, a su lado. Por un momento pensé en que yo no tenía derecho en sentirme así, que había gente que se veía forzada a despedirse para siempre, no por causas ociosas ni asquerosamente bohemias. Envié rápidamente ese sentimiento al carajo. A veces el respeto acalla la vida, yo debía sentir aquél momento como me venía al corazón y punto. Cualquier pretendido respeto que mitigara mi dolor al compararlo con otro, no era sino una forma cruel de hipocresía. Cada vida es un mundo, con sus sufrimientos y agonías, no podía estar dispuesto a vivirlas todas, no tenía tanto tiempo. La empatía, mal entendida, puede ser traicionera.
Cada paso que daba hacia el detector de metales era un paso más hacia el desapego, arrancaba mis aposentadas raíces en el nutrido suelo paternal, era realmente complicado. A cada paso sabía, una vez más, que se acercaba mi hora y mi turno. No sólo me despedía de unos trozos de carne a los que amaba, que levantaban sus brazos y los blandían en el aire, intentando atraparme con ellos. Me despedía de una época, de un estilo de vida. Allí se quedaba. Por un momento sentí la brisa correr entre mi nuca. Ahora estaba realmente solo, atrás quedaba mi tierna fundición entre aquellos abrazos que arrancaron lágrimas y carnavalescas sonrisas. Me sentía como aquél hoplita que abandonaba la formación y dejaba atrás a su compañero de pernera desprotegido, y no sólo a él, sino a toda la estirpe. Mi pesado escudo ya no me servía, ahora podía sentir el viento correr entre mi cara y mi cuerpo. Allí atrás iba quedando aquél grupo que alzaba al aire sus lanzas intentando exhortarme para volver al hogar, intentando evitar la deserción. Allí estaba mi madre, con mi partida, ¿quién la protegería ahora? Y a mi novia, ¿quién pondría ahora un escudo sobre mí ante los envites de la desazón? Nuestras carnes, en nuestra perfecta formación militar, se habían enternecido, ocultas tras los escudos a los rayos del sol. Era momento de curtir nuestras pieles, de separarnos y volver más fuertes. Quizás fuera todo una gran excusa, pero daba razón de ser a lo aparentemente irracional.

El vaso de té que acompaña estas líneas no se imaginaba jamás que mis labios se posarían sobre él. La vida, una suerte de suertes. Los primeros pasos en Reykjavík han confirmado la dureza de mi proyecto y, sin embargo, el azar o el carácter extrañamente amable de estas gentes han mitigado soberanamente la dificultad de la empresa. Y digo extrañamente amable por el consabido tópico de la frialdad nórdica, un título que se desvanece con el trato eminentemente humano que te ofrecen los islandeses. Llegué a mi casa como un peregrino al estilo moderno, cubierto de sudor, con una mochila de 35 kg a la espalda, y con una bicicleta con dos alforjas repletas de herramientas. Había dormido poco y mal. Cuando me bajé del autobús que venía del aeropuerto no había nadie esperándome, "típico de la frialdad nórdica" pensé. No podía entrar en mi casa, pues no sabía dónde andaba la dichosa ama de llaves a las 3h de la mañana. Pasé al interior de la estación con todos mis enseres: la bicicleta empacada en cartón y la interminable mochila. Allí se encontraban unas cuatro o cinco personas que dormían y roncaban a pierna suelta. Me aposenté entre ellos y me dispuse a mi tarea: dormir. Algo complicado con el sol de medianoche.

Me despertó un estruendo. Nadie más se levantó, deberían estar realmente cansados o felizmente drogados. Un grito en un extraño idioma me hizo girar bruscamente la cabeza. Había un loco en el improvisado dormitorio. Él pobre borrachuzo empezó a tararear una canción mientras daba unos interesantes brincos que desafiaban la biomecánica de sus rodillas. Otro tópico de los nórdicos se había cumplido: son unos borrachos. Pensé que ya iba siendo hora de salir de aquél atolladero y hacia eso de las 4 me fui a fuera a montar la bici con un sol de tres pares de pelotas. Una vez montada puse rumbo hacia lo que debía ser mi casa. En mi mente se estaba fraguando otro tópico, había quedado con la ama de llaves en la estación y no se había presentado ni había respondido a mis llamadas. Todo me sonaba a timo y ya iba pensando en algún hostal barato. En efecto, con el cansancio lo dije: estos nórdicos son unos ladrones.
Tras un par de horas callejeando por Reykjavík, con la mochila a cuestas y la bici entre las piernas, encontré mi casa. Eran las 10 de la mañana. Me tumbé fuera y me puse a dormir. No lo logré. Mi cabeza lanzaba imaginaciones al vuelo, miré los buzones y el nombre de aquella a quién había pagado la estancia no asomaba por ningún lado. El timo se hacía más grande en mi cabeza. Posé mi dedo sobre el anticuado botón y sonó un timbre. Esperé. Resoplé. Pensé en buscar un hostal entre las páginas de mi guía. Miré el primer escalón y puse mi pié sobre él. ¡Qué comienzo más duro joder! Cuando mi mente ya andaba durmiendo en un hostal y mis pies andaban sorteándose los escalones, escuché un crujir de bisagras. Giré la cabeza rápidamente y de aquella puerta salió una mujer cuarentona. Le pregunté si vivía allí una tal Rut. Me dijo que no me esperaba tan pronto. Yo no entendí nada. Le dije: "ai am de erasmus estudent", con mi inglés de señor bachiller. Me hizo un gesto con la mano con el que me invitaba a entrar a aquella casa. Se empezó a disculpar y me enseño lo que debía ser mi habitación. Me enseñó toda la casa y se disculpó mil veces por no tener recogida la habitación. Yo le dije otras tantas que a mi me la traía floja, que yo lo que quería era dormir. Sonó el timbre. Era la ama de llaves. Se pusieron a hablar entre ellas en perfecto islandés y, ora una después otra, se iban ruborizando. Mis ojeras no daban crédito. La casera me soltó otra ristra de disculpas. Habían entendido que llegaba un día más tarde. Ahora comprendía toda aquella amabilidad. Les volví a repetir que a mi me daba igual, que me gustaba intentar dormir en estaciones pero que ahora prefería mi cama. Insistieron en que fuera a comprarme algo de comer. Eran dos mujeres cuarentonas. Dos madres. Era imposible negar el envite. Me acompañaron al supermercado más barato en coche y quisieron esperarme a que comprara todo para traerme de vuelta a casa, les dije que no hacía falta, que tenía ganas de ir a ver una película. Que me iba al cine. Se quedaron bastante sorprendidas. "Is de mitnaigt sun" les espeté. Al final me dejaron en paz. Cuando me compré la comida de reglamento, pagué y la abuelita de la caja me sonrío. O iba falta de experiencias pre-menopáusicas y le gustaban los latinos con cara de zombie o los tópicos se iban destrozando.

Al día siguiente me dispuse a ir a dar una vuelta en bicicleta, quería conocer los caminos para salir de Reykjavík y dirigirme al Norte cuatro días después. La salida me demostró dos cosas: que debería entrenar más y que los nórdicos sonríen cuando los saludas encima de tu bicicleta. Llegué hasta el puente que separa el monte Esja de la Bahía de Reykjavík. De vuelta a casa vi un letrero que apuntaba hacia Alþingui, el lugar donde puede ser observada la deriva continental y donde se reunió el primer parlamento eruopeo. Subí la colina que llevaba hacia aquél destino y observé la inmensidad que me separaba de mi objetivo. Una llanura salpicada de verde y ocre, luchando por sobreponerse a la negrura volcánica. Hacia la derecha la cordillera del Esja y hacia la izquierda unos montículos de arena grisácea colmados por un fresco musgo. Las montañas me indicaban el destino, el letrero me hechaba hacia atrás. 30 km más. Ya llevaba 40. Tenía hambre y me quedaba poca agua. Abandoné la empresa y volví a mi hogar.

Un año parece demasiado tiempo y, con el mapa de Islandia delante, se me hace que se me va a quedar corto. Cada día que paso entre procesos burocráticos es un día menos que tengo para estar entre los montes. Y un día que aprovecho para destrozar tópicos. Hoy, sin la amabilidad de los islandeses, no hubiera salido adelante. Ni aquél conductor que me ha perdonado 100 aurar por que no tenía más, ni todas las personas que han soportado mi inglés (diccionario en mano) en la universidad, ni la señora del Registro Nacional que ha modificado cuatro cosas para que me den el número de identificación antes de lo normal y pueda hacerme una cuenta en un banco. Sin olvidarme de la señora de gestión académica, que me ha estado vigilando las cosas mientras otra me iba a explicar cómo funcionan los iMacs en la sala de ordenadores. Sí, ¡la Universidad de Islandia es un bellezón! Ni los tintes soviéticos de la UAB ni el carácter catedrático de la central. No se que tiene pero es increíble.

Un cierre que esto se me escapa. Lo típico y lo tópico. Lo que suele ser destruido, martillo en ristre, por aquél que viaja atento a lo que acontece.