miércoles, 27 de octubre de 2010

Mi nieto lo está consiguiendo

De alguna manera lo estaba consiguiendo. Él no se lo llegaba a creer, pero algo le decía que andaba en camino. Que éste fuera bueno o malo eso ya dependía de la escala de valores que cada uno guardara consigo.

El invierno parecía haber llegado a Reykjavík. El cielo se sonrojaba hacia las creativas dieciocho horas de la tarde. Las hojas de los árboles de su jardín poblaban, bellamente inertes, todos los alrededores de su hogar. Las montañas cercanas a la capital vestían una tenue cobertura blanquecina en sus hombros, lidiando con el primaveral azul del cielo; creando un colorido y níveo perfil que reflejaba los extraños abrazos de la estrella diurna en aquéllas épocas del año. Él era un producto del mediterráneo y todo aquél esplendor primaveral en el otoño ártico le obligaba a evidenciar una suave sonrisa que quería ser sincera. Y, a veces, lo conseguía. Solía volver a casa en una bicicleta que se había encontrado por la calle. La había arreglado y le había otorgado un nombre. Rescatándola de Estigia, como un acto de resurrección divina, se erigía en pleno derecho de gobernar sobre ella, vistiéndola para ello con un nombre: "La poderosa". Él lo había olvidado: convirtiéndola en sujeto le había aportado una personalidad, y la personalizada se estaba creando su propia vida a desgracia y sudor de su creador. Constantemente había algo roto en ella. La poderosa quería aniquilarse para aniquilar a su divino resurrector. En parte ella tenía razón: si cerraba todas las tuercas a esta vida y lanzaba la última bocanada de óxido y aceite de cadena, de su metálica mente desaparecería la figura de su insistente Dios. Nadando plácidamente en la corriente eterna había sido traída de vuelta a la dureza del asfalto para prolongar su agonía. La poderosa trataba con ahínco, día tras día, de volver a yacer en el suelo olvidada y mugrienta. Pero su Dios la necesitaba y prolongaba su patético sufrimiento. No había semana que frías herramientas le hurgaran en las entrañas en aquél garaje fluorescente de las afueras de la ciudad: allí había pasado del dinamismo y musicalidad del desviador de piñones a la tensión y monotonía del piñón fijo, por no hablar de la falta de pastillas en sus cuartos traseros y de la chirriante sintonía con la que desplazaba sus bujes entre los cojinetes, siendo el objetivo de las mofas de todas aquellas bicicletas recién surgidas de fábrica que acarreaban con escuálidos snobs árticos. Ella, en parte, lo odiaba. Por eso lo había lanzado al suelo cuando pasó por aquél charco helado. Aunque, en ese preciso instante, se dio cuenta de que su Dios era muy diferente de todos aquellos aspirantes a diosecillos que se le habían subido a la grupa. Recogiéndola del suelo con una sonrisa, notó en las manos de su creador una extraña mezcla entre tesón, insistencia y pasión. Repentinamente cayó en la cuenta: estaba llevando a cuestas a un proyecto de héroe, a un hombre que trataba de crear desde sí mismo y para sí mismo, sin crear desde la reacción fatídica del resentimiento. Crear desde sí con un abrazo y un sí enorme a la vida. Alguien así era difícil de destruir. Definitivamente, la Poderosa, se consideró vencida; aunque, con el ejemplo del que sudaba por encima de ella, empezó a forjar una nueva forma de rodar en el mundo: dejar de rodar por las demás y empezar a rodar desde sí misma. Ella sería su eje, su fulcro y su palanca.

Él no sabía que lo estaba observando y, aún más, él no sospechaba nada de aquella extraña conciencia que él mismo había hecho surgir en su bicicleta. Él no lo apreciaba pero, paso a paso, cada día se iba transformando a sí mismo desde sí mismo. De la misma forma que los antiguos héroes. De la misma manera que los antiguos dioses. Sus objetivos salían de sí mismo y tenía muy claro que cada luz nueva de la mañana era una nueva oportunidad para renovar ese trascenderse a sí mismo, ese superarse a sí mismo que tanto anhelaba. Sus miedos estaban siendo dominados bajo la mirada directa hacia ellos. Día tras día. Su voz y su cuerpo estaban cambiando y su manera de hablar estaba tomando nuevas
tonalidades a golpe de página y libro.













Caminando solo en una playa a la que accedió descendiendo un acantilado, desafiando a su antiguo miedo a las alturas. Foto: Piotr Sterczewski

Se estaba superando y estaba transformándose para siempre. Y eso él sólo lo podría notar con el pasar de los años. A él le daba miedo escribir sobre lo que le estaba pasando y sobre lo que estaba viviendo porque sentía que las palabras no podían abrazar la inmensidad de lo vivido. Debía esperar. Algún día su lengua podría acariciar siquiera, y con ello bastaba, el fruto de lo sentido. La ruta en bicicleta hacia el Norte, los constantes desafíos a su infantil miedo al abismo y el trabajo con el pensar surgido del alfabeto le pondrían los pies en nuevas rutas. Él ya había sentido algo. Había vuelto al lugar donde, en completo sufrimiento solitario, había pasado con su bicicleta. En aquéllos montes que en aquél Agosto estuvieron repletos de ventisca, niebla y lluvia. Allí dónde rió por no llorar y dónde la soledad le mostró la cara más cruel, aunque más fructífera, de la creatividad. Estaba volviendo a pisar la misma ruta pedregosa y por dónde se encaramaba la senda, dónde hubo de poner pié a tierra entre la ventisca y otear entre el horizonte para no perderse. Solo. Sin nadie. Pensando en su familia y sus amigos. Creando desde sí mismo aunque sin olvidar el estimulante recuerdo de lo vivido, de lo sentido. Allí había vuelto en una ruidosa compañía. Veinte personas que no estaban con él en Agosto pero que se habían juntado en el blanquecino y frío Octubre. Volvió a Snæfellsness. Y decidió volver a separarse del grupo bajo esa premisa que apunta hacia una tendencia a la soledad en el fuerte y un decanto hacia la compañía, a expensas del ruido, en el débil. Él encaramó en solitario el páramo hacia el punto de reunión.














Subiendo hacia el Snæfellsness buscando su propia senda. Foto: Piotr Sterczewski

Él era consciente de que la naturaleza salvaje le proporcionaba una oportunidad única. Una capacidad creadora con la que podía brindar a su cerebro unos momentos preciosos de relajación, tratando de huir del asfixiante esquematismo de lo marcado, lo urbano y lo preestablecido. En el páramo el podía crear su propia senda en su imaginación y, a diferencia de las vías recomendadas típicas de la ciudad y del paseante con mapa, experimentar su propia creación bajo las suelas de sus botas.

Una vez hubo llegado al punto de reunión con los demás, miró hacia arriba. Siempre había tenido en mente a aquella montaña como un gigante de hielo en el cuál él no debía adentrarse sin la adecuada preparación. Él se estaba preparando para ello pero aún no había llegado el momento. Aún así, siguió oteando las cicatrices del gigante. Vio una gran cresta que subía casi hasta la cima pasando y cortando en dos el terrorífico glaciar y sus profundas fauces heladas. Por esa cresta de roca cubierta de nieve podría subir hasta la cima con cuatro más que se le habían juntado. Él no tenía reparo en esa compañía. Su lucha seguía siendo suya. Aunque sabía de su naturaleza humana. En presencia de los demás el hombre tiende a enfrentarse con sus congéneres, algo que no sucede cuando se encuentra cara a cara con la montaña, pues se mide a él mismo a través de ella. Se supera a sí mismo desde sí mismo a través del reflejo en los peñascos. Sonrió a la compañía y se concentró en su batalla: en contra de sus miedos y en contra de sí mismo. Allí estaba, a escasos metros del glaciar que tanto lo había asustado. Subiendo al lado de él pero sin luchar contra él. Sabiendo de su imbatible poder, Víctor no luchaba contra las montañas. Él utilizaba las montañas como el escenario en el que encontrarse a sí mismo enfrentándose en las cercanías del límite: dónde toda teoría se sometía a tensión y prueba. Él no tenía nada contra las afiladas fauces del glaciar. Más aún, su intimidadora presencia le ayudaba a explorar los polvorientos rincones de sus miedos y le ayudaba a buscar una tranquilidad frente a la posibilidad del óbito. Una especie de ataraxia surgida de la creatividad, del oteo al hielo, del paso resbaladizo entre la nieve. Él quería evitar esa serenidad surgida de la pasividad. Pues, de hecho, era sabedor de que la serenidad es sólo un estado que puede ser alcanzado en el movimiento y que, tarde o temprano, se pierde y debe volver a encontrarse. Ese era el eterno esfuerzo en el que él insistía, ese esfuerzo por la constante e interminable superación de sí mismo.














Las fauces del glaciar que Víctor podía observar des de la cresta de roca que había recorrido en su imaginación y que ahora pisaban sus botas. Foto: Piotr Sterczewski

No llegaron a la cima. Víctor vio que debían atravesar una pequeña hondonada repleta de fisuras cubiertas de nieve. Sólo les quedaban 200 metros para alcanzar la cima. Él sabía que la batalla no lograba en alcanzar un punto en la geografía sino, al contrario, un punto en la mente. Ya habían desafiado demasiado a la suerte. Eran las seis de la tarde y empezaba a anochecer. La nieve se iba a helar y la bajada se haría peligrosa sin crampones. Había un eslovaco que se empeñaba en querer subir. Se encontraba en una isla de hielo entre puentes de nieve sobre las fisuras que, por inexperiencia o por impetuosidad, no había podido ver. La falta de paciencia y el mimo necesario que se debía tener para medirse a través de las montañas le habían llevado a discutirse con Víctor en la lejanía acerca de un posible intento para llegar a la cima. Él se decidió ir a buscarlo para mostrarle el lío en el que podía meterse si no vigilaba la correspondencia entre imaginación y realidad en los páramos helados de lo salvaje. Cuando el eslovaco dio cuenta de dónde se había metido se calló súbitamente y no dijo mucho más en algún tiempo. Bajaron de allí con cuidado y dirigiendo algunas miradas a ambos lados de la península desde los que podían ver el mar. Víctor iba el último, cerniéndose sobre sí mismo y mirando no pocas veces hacia atrás. Hacia aquél hito de hielo, piedra y fuego. Hacia aquellos colmillos que sobresalían del glaciar y que anhelaban, rocosos y desde el Hades, el Olimpo. El blanco, el terrorífico azul de las fisuras y el negro de las rocas dominaban el paisaje. No hacía mucho aquello hubiera sido impensable para él. La conexión entre la reflexión, la imaginación y la pasión por querer seguir siendo y seguir siendo mejor lo habían llevado allí y lo iban a sacar de allí con vida. Con una vida plena, salvaje y pletórica. Una sensación que, superación tras superación, debía renovarse hasta su muerte. El trabajo sólo encontraba fin ante el perfil afilado de la guadaña. Él lo había notado. Algo en él había cambiado allí arriba. El frío le hacía volver la cara hacia el valle para continuar con el descenso. En un parón para beber agua, el eslovaco musitó algo que parecía un perdón. Para Víctor el perdón estaba desapareciendo de su vocabulario. Sólo había hechos. La pesadumbre debía acallarse a golpe de hecho. La excusa en la boca no servía de mucho. Víctor prefería un abrazo a un vocablo salido de la boca que se pierde en el viento y se oculta, mecido entre la helada brisa, entre los recovecos inhóspitos y terribles del glaciar.














Bajando del Snæfellsjökull con las fauces del helado Hades a su espalda. Foto: Piotr Sterczewski

Y lo de esta última montaña, cómo su relación con la bicicleta, sólo son ejemplos de lo mucho que él está cambiando. Él no quiere escribir o reflexionar sobre esto ahora, por eso debo hacerlo yo por él. A veces llega a casa y enciende esa música que le acentúa ese sentimiento melancólico de incomprensión. Y no se atreve a comunicarse para no resultar malentendido. Sé que mucha gente se preocupa por él. Mi hijo, su padre al que tanto ama, lo mira ahora con diferentes ojos. Sabe que su hijo va camino de convertirse en ese héroe en el que resplandece el fuego de la vida. Su madre, esa nuera a la que jamás conocí, sé que lo echa tremendamente de menos. Él era el fulcro en el que ella se apoyaba para continuar siendo. Ella lo siente: la mayor parte de la fuerza que tiene su hijo la saca directamente de los recuerdos de ella misma. Delfina sabe que, sin ella, sin su recuerdo y sin las cicatrices que habitan en sus brazos, de aceite que salta y que quema el alma y la piel de su querida madre, él no tendría esa fuerza para sufrir. Esa fuerza terriblemente poderosa para ser. Él no se lo imagina. No sabe que es capaz de crear algo extraordinario y, a su vez, cómo héroe que es, es capaz de destruir toda la potencia creadora que reside en su estómago. Sé que el se va a sorpender cuando lea esto. Va a pensar que lo escribió en una noche onírica de las que tanto sueña y de las que tanto carece. La lógica del vivo apunta a encontrar una suerte de posibles aún cuando sólo se hallan imposibles. Aunque yo sé que mi nieto es un héroe que pertenece al reino de los muertos y al de los vivos, al reino de lo imperecedero. Por ello sé que él puede buscar y aprehender los imposibles y tornarlos en posibles. La gente, sobretodo sus más allegados, necesitaban saber de su lucha. Puesto que él no quiere ponerse en contacto con ellos por ese miedo suyo a parecer que no se está esforzando lo suficiente para trascenderse. No os preocupéis. Él va camino de serlo. Se está forjando como tal. En su piel rezuma el olor a héroe: a muerto y a vivo. A vivo que muere y a muerto que siempre ha estado vivo.

A él aún le queda mucho más para luchar y mucho más aún por cambiar pero, no os preocupéis, el ha hecho del sufrimiento el fulcro de toda su creación. No como un masoquismo sino como el sustento fatídico del que surge toda la posibilidad, del sustento determinado del que surge lo indeterminado, del yugo de la asfixia que se desvanece en la aspiración patética que llena los pulmones de un nuevo aire. De ese pago podrido en el que se fundamenta toda vida heroica. En ese Dioniso que precede a Apolo. En ese patetismo que soporta a toda belleza.

Con cariño,

aquél a quién jamás conociste y que murió, como seguramente lo harás tú, en soledad. Y es que los fuertes no tememos el fenecer con nosotros mismos sino que tememos morir sin nosotros, diluidos en la muchedumbre de lo débil.

Tu abuelo,

Paco.