lunes, 1 de noviembre de 2010

Café

Estreno con este post un nuevo formato: el intento de columna. Restringir la palabrería a los 2000 carácteres (más a menos). Acompañado, eso sí, por la correspondiente banda sonora que tanto caracteriza todo el detritus que puebla este sitio.

El olor de recién hecho por la mañana. El frío de le intemperie y la ligereza de ropas entre las cuatro paredes de una soñolienta habitación. Él inunda con todo su cuerpo cada uno de los rincones de la estancia. Una tenue música sin garganta acompaña el efluvio que parte del fondo negro de la taza: a veces sobra la voz. Vive dentro de diseñadas paredes de cerámica que dan a conocerse en un perfecto circulito, también blanco, por el que juguetean un par de dedos; a veces entornándose en el cerco, a veces yendo más allá, abrazando la taza cuando el agudo diálogo de la guitarra entra en ese juego de distorsión creando literatura en medio de la tormenta. A veces sobra la voz. Un fulgor rompe las nubes y da de lleno en la amargura. Los mondados árboles se visten de lucero amarillo bajo el plomizo cobertizo que arropa la ciudad y cae a plomo, a pesar de la celestial cicatriz en él, sobre la sien del que lo sostiene mediante un cerco dactilar, alrededor del circulito o alrededor de las níveas paredes salpicadas de parda amargura. Qué más da. A medida que la guitarra va dejando paso a los demás él viaja más allá de la piel, siguiendo el mismo camino de cada mañana. A través de las mismas paredes azules o escarlatas - quién sabe lo que ocurre más allá de su pellejo - recorre la misma senda. La misma rutina. Día tras día. Aunque el Sol ya a recorrido la mitad de ese tímido arco al que llaman día en las regiones cercanas a la íntima y fría reunión de los meridianos, él no logra sentir la misma sacudida que sucede entre las entrañables cañerías cada vez que se desplaza tediosamente a través de ellas. Algo sucede en aquél que lo contiene. Sostiene el resto de su cuerpo en la misma taza, ya cobriza, y lo observa desde la atalaya de su incomprensión. Sus ojos son los mismos del niño que ansía lanzarse al mar en el filo de un rocoso despeño aunque, el paso de los años, ha cincelado en sus pómulos una serenidad cultivada en la resignación del que ya no quiere entenderlo todo. Una vuelta a la niñez a través de las heladas cumbres de la experiencia.