jueves, 9 de junio de 2011

Subsitencia por encima de la existencia (II)

Con la rueda reparada y el teléfono del jefe de la planta de pescado en mi bolsillo, emprendimos el viaje de nuevo. Conducía aquél coche y no podía parar de pensar en mi cabalgada a lomos del equino metálico que kilómetros por delante pasaría de ser la montura portante a montura portada. Me acercaba, fiordo a fiordo, a aquél punto en el que los radios de mi rueda empezaron a estallar uno tras otro, debido a los 30kg de equipaje en la rueda trasera cuando sólo eran permitidos unos 20kg. Algún radio había estallado ya en Selárdalur, pero lo había compensado tensionando y destensionando los contiguos.

Al volante de aquél cajón metálico desde el que se imaginaba uno el paisaje, me acordé de la sensación que tuve al levantarme aquella mañana de Agosto en Bíldudalur. Un Domingo en el que todo estaba cerrado y sólo me quedaba un paquete de puré de patatas y una lata de atún. Por delante tenía unos 120km de carretera de montaña, entre fiordos, subidas con porcentajes asfixiantes y bajadas tenebrosas hacia el fondo de los valles. Miré el mapa. Observé la distancia entre Bildudalur y Þingeyri, el siguiente asentamiento humano. El único con abastecimiento alimenticio en todo el desolado recorrido entre las dos ciudades. En invierno, el paso está cerrado y las penínsulas del Sur son abastecidas desde Patreksfjordur, la ciudad más importante del sur de Westfjords; mientras que las penínsulas del Norte son abastecidas desde Ísafjordur. Así que ese paso que tenía que recorrer era tierra de nadie en invierno y, por eso mismo, la población se limitaba a una serie de granjas salpicadas por aquí y por allá, muchas de ellas derruidas y abandonadas.

No me la podía jugar. No me quedaba comida. La idea de dormir a mitad de camino era impensable. Pedalear con 30kg subiendo colinas y pasos de montaña exige aportación calórica. Dormir sin haber comido, despertarse con el estómago vacío y seguir pedaleando inducía claramente a esa sensación de mareo y confusión que debía evitar a toda costa para mantener la cabeza fría y tomar las decisiones correctas. No había otra. Me dije a mi mismo antes de salir de la tienda: "hoy llego a Þingeyri, sea como sea". Jamás había creído tanto en una sencilla frase. Me lo creía para hallar esa pasión sin la que lo imposible se ve incapaz de destruir su propia definición. Me lo creí antes de abrir la cremallera de la tienda para pisar la hierba con fuerza y decisión, lanzando una mirada al cielo que habría de prensenciar aquél espectáculo.

Los fiordos y sus azules aguas oceánicas fueron pasando y siendo dejados atrás. Estábamos atrapados en aquella estructura metálica que te impedía disfrutar del paisaje, que te impedía hacerte uno con él. Una unión que me fue posibilitada en mi pedaleo veraniego.

Y llegamos al puente, aquella estructura de cemento anterior a las cerradas curvas que escalaban aquellas montañas que se perfilaban como los molares de un lobo desde la lejanía. Aquél puente que cruzaba aquél río, dónde había una roca que servía a forma de mesa. Ante aquél envite recordé cómo paré la bicicleta y, con el estómago aún vacío, me puse a cocinar el último paquete de puré, aderezado con todas las hierbas comestibles que encontré por la cercanía. Desde el coche veía la mesa en la que aposenté mi bicicleta y conté los radios rotos: cuatro. No dije nada, quería aquél recuerdo sólo para mí. La garganta empezó a sentir el impulso que avecina el sollozo. Intenté rememorar mis sentimientos ante la mala noticia que recibí aquella mañana de verano: cuatro radios rotos en tan sólo cuarenta kilómetros. Recordé cómo en aquél momento las cuencas de los ojos se tornaron más acuosas de lo habitual, y me llevé las manos a la cabeza tratando de acariciar mi sien, tratando de consolarme en la soledad de aquél páramo. Solo. Ni un coche me había cruzado en toda la mañana. Comí el puré mientras sollozaba en silencio. Tenía miedo. Era débil. Todo aquél viaje se resumía en ese momento, sabía que ese instante debía llegar. Me había estado esperando. Todo mi esfuerzo se resumía en la acción que había de emprender: llamar y pedir ayuda, rechazando el envite del miedo, o abrazarse al temor y seguir pedaleando. Todo aquél viaje lo había preparado para superar el miedo, surgido de las calavéricas paredes del hospital, a valerme por mis propias manos. Había llegado la hora de dar un sentido a todas las pedaladas que me habían llevado hasta allí.




















Llegando a las carreteras que se encaramaban a lo alto de los fiordos, dónde ocurrió todo. Foto tomada en verano de 2010, Arnarfjordur.


Paré el coche. Aquello no era una simple mesa, era el sitio dónde
se había librado la batalla que me abrió los caminos de una nueva conciencia, de una nueva vida. Un lugar común convertido en monumento, un hito histórico que servía de testigo de mis pasos por este mundo.

"Por qué paras el coche?"
"Es un lugar histórico"
"Por qué?"
"Aquí fue dónde el antiguo y el nuevo Víctor se despidieron para siempre en un tembloroso abrazo"

No hacían falta más palabras, volví a encender el motor y continuamos el viaje. Encaramé el morro del coche hacia las cuestas dónde hube de dar vueltas y más vueltas a mis piernas, dónde escuché cómo los radios rebentaban uno tras otro. Dónde lloré cómo un crío recordando a mi abuelo y a mi madre, pidiéndoles ayuda y consejo desde la lejanía, desde ninguna parte. Dónde tuve miedo de quedarme sin rueda en medio de la nada a 40km del último pueblo y a 80km del siguiente. Dónde me dí cuenta de que una llamada a la policía significaba el continuar aterrado y encerrado en mis miedos; mientras que un pedaleo, aún a grito, lágrima, temblor y sollozo, me hacían dueño de mí mismo, abrazándome al miedo y superándolo.

En aquéllas cuestas, dónde mi vida cambió a través de la superación mediada por el sufrimiento: cuando yo lo quise, como yo lo quise. Dónde tomé las riendas de mi destino y me hice con él. Más tarde, en mi escritorio de Reykjavík leería en un oscuro invierno las palabras del alemán con bigote tupido y recordaría aquéllas pedaladas asustadas pero decididas: "Soy así porque yo lo quise, mi vida es así porque así la quise"