sábado, 18 de junio de 2011

Subsitencia por encima de la existencia (III)

Tras las gafas de sol tapaba las tímidas lágrimas que secundaban mi sonrisa. Ascendiendo con el coche por aquellas montañas llegamos, sustituyendo el asfixiante pedaleo por el cómodo juego de pedal, a las desérticas planicies que colman los fiordos del Oeste: con la roca quebrada por el hielo y los cúmulos de agua formando lagos que vendrán a morir en impresionantes saltos de agua hacia el fondo de los fiordos. Y entre aquellas precipitaciones de agua se encontraba la magnífica cascada de Dynjandi, una de las más grandes y bellas de aquella zona. Fue allí dónde comí la última lata de atún que encontré en mi mochila, con la bicicleta tirada en el suelo y mi espalda apoyada en las alforjas. La larga cabellera de agua que acariciaba las rocas más antiguas de Islandia sería también el testigo de el último giro de mi rueda trasera, cuando los radios decidieron combar la rueda en un despreciado óvalo.

Con la vibración del coche y el cansancio de todo lo recorrido me vine a dormir con la cabeza apoyada contra la ventana para despertarme en lo alto del paso de montaña más alto de Islandia, entre Arnarfjördur y Dýrafjördur. Más allá de aquél paso de montaña se encontraba la pequeña localidad de Thingeyri, en la que vendría a parar con mi maltrecha bicicleta a golpe de creencia y con el tesón de la convicción.

Cuando bajamos de las colinas hacia la pequeña localidad de los fiordos del Oeste, miré hacia aquellas montañas que rodeaban Dýrafjordur y volví a reencontrar mi hogar en aquella isla perdida en medio del Atlántico. Las montañas, aún salpicadas por la nieve, se reflejaban en medio del fiordo y eran el claro testigo de la diferencia entre el Norte y el Sur de Islandia: mientras en Reykjavík el verano ya había llegado haciendo explotar las hojas de árboles y flores, en Westfjörds el invierno no se había despedido aún. Las cimas de los fiordos me abrazaban como ya lo habían hecho durante aquellas tres semanas de Agosto de 2010, aquél era un sitio realmente especial: dónde todo terminó y todo volvió a comenzar.

Las carreteras en Westfjords suelen adaptarse y se dejan mimar por el terreno. Allí uno siente que no traiciona al paisaje, la carretera dibuja y perfila la línea de la costa: ora hacia el océano, ora hacia la horquilla del fiordo. Y dibujando hacia dentro y hacia afuera, llegamos a aquél rincón de Dýrafjordur en el que pasé buena parte del verano tratando de comenzar todo: mi meta pero no el destino de mi cabalgada con bicicleta por el Oeste esta isla.

En la puerta de Núpur me esperaba Siggi, uno de esos empresarios islandeses que día a día han construido su pequeño negocio y siguen con una sonrisa en la tez a pesar de la dureza de aquellas tierras. Me estrechó la mano cambiando su sempiterno cigarrillo de lado y me saludó con un entusiasmado: "Here he comes again, the bike-man!" Puesto que así era conocido por aquellas tierras al ser el único estudiante de aquél curso de islandés que llegó con una maltrecha bicicleta en vez de hacer uso del autobús que el curso ponía a nuestra disposición.

Le pregunté por la oferta de trabajo en las cercanías y me dijo que ahora era bastante tarde pero que podía probar en la cafetería regentada por la pareja de belgas en Thingeyri o podía llamar a su tocayo Siggi, que vivía en Flateyri y era un buen conocedor de la situación económica de la zona al ser él mismo uno de los mayores emprendedores de la zona.

Fuimos a dormir al gimnasio: un enorme edificio que servía a modo de hospedaje gratuito para los conocidos de Siggi. Allí se encontraba la zona de deporte de la que había sido la única escuela de Dýrafjordur, dónde se había formado gente del calibre de Jón Gnarr, el actual alcalde de Reykjavík. Y es que estos vientos árticos y los inviernos en los fiordos del Oeste, suelen estimular la esquizofrenia.
En aquél caótico y tétrico edificio se encontraba una piscina vacía, duchas, lavabos, una pista de baloncesto y centenares de habitaciones por las que, con la compañía del viento, tu imaginación se dejaba llevar de la mano de seres salidos del fondo de tus miedos. Buscamos una habitación de las menos tétricas y nos acomodamos allí. La soleada noche nos despedía y en mi mente tenía una clara idea: debía encontrar un trabajo en medio de toda aquella magia, debía encontrar la forma de pasar allí la el mayor tiempo posible, a sabiendas de que el perfil de aquél paisaje sacaba lo mejor y lo peor de mí. Al fin todo era cuestión de eso, de sacar algo.