martes, 21 de diciembre de 2010

La sombra, la noche, el viento y el frío [y los soles]

En la mitad de la vida. ¡No! ¡La vida no me ha decepcionado! Por el contrario, año tras año la he ido encontrando más verdadera, más deseable y más misteriosa. Desde el día en que me vino ese pensamiento tan liberador de que a aquellos hombres que buscamos el conocimiento nos está permitido ver la vida como un experimento, ¡y no como un deber, ni como una fatalidad, ni como un engaño! Y en cuanto al conocimiento, a otros les parecerá que es una cosa distinta, una especie de lecho de descanso, o el camino que conduce a ese lecho de descanso, o una diversión, o un pasatiempo. Pero para mí es un mundo de peligros y de victorias donde los sentimientos heroicos pueden dedicarse también a bailar y a saltar. "La vida es un medio para el conocimiento". Con este principio en el corazón no sólo se puede vivir valientemente, ¡sino también vivir alegremente y reír alegremente! Y, ¿quién puede saber lo que es reír y vivir bien si antes no sabe lo que es batallar y vencer?
[Nietzsche, La Gaya ciencia, sección 324.]

Un mundo de peligros y de victorias. Y también de ilusiones y construcciones. ¿De qué color es la luna? ¿Cómo es el frío de Islandia? ¿Qué olor tiene la soledad en la noche? ¿Qué nos susurra nuestro corazón en medio de una tormenta de nieve?

La sombra. Sin Sol, sin candela, sin flexo, sin Luna, sin farola, sin foco, sin linterna, sin lámpara. Sin hombre tampoco hay sombra. Queda la sombra de la taza de café, de la casa de en frente, del vecino, de la calefacción, de la pluma, del teléfono, de la chica que habla con su madre en la calle, pero, ¿a quién le importa todo eso?

Era la última semana de exámenes del primer semestre en Islandia. Sólo me quedaba un artículo que escribir sobre Nietzsche pero la cabeza no me iba muy bien. Demasiada información y poca digestión. Los libros hay que vivirlos, si no se tornan en mero papel plegado con caracteres impresos. Hay que vivir con ellos, a través de ellos, masticarlos y rumiarlos, digerirlos, sufrirlos, defecarlos y olvidarlos. El olvido. En ese sutil mecanismo de la gestión del sufrimiento en la memoria es donde surge el principio de la creación. La memoria, queriendo olvidar los pesares que nos atormentarían hasta ahogarnos, también olvida el origen de algunas letras que bailaron delante de nuestros ojos. Y nosotros, en nuestro proteico olvido, al pensar que lo que sale de nuestras manos es creación propia, sonreímos ante lo que tenemos delante creyéndolo como engendrado desde la pureza de nuestro sino. Los honestos saben que toda creación no es más que una composición de lo olvidado: de lo leído, de lo visto, de lo soñado, de lo vivido, de lo sufrido, de lo amado, de lo acontecido. Componemos los diferentes recuerdos que creemos de nuestra cosecha en una nueva unidad. Es esa composición de la unidad es lo que, si dejamos espacio a la esperanza - a la posibilidad de la autonomía -, nos pertenece como propia. El acto creativo sólo es una composición o una conjugación de todo aquello que hemos aprehendido a través de diversas fuentes ajenas que, tras el olvido de su procedencia, hacemos nuestras.
No no había digerido bien al hombre del bigote. No había olvidado que todas esas frases que se mascullaban entre mis dientes habían salido de su boca. Me sentía hablando a través de Nietzsche y no a través de mi digestión de él. No teniendo tiempo para conceder el olvido necesario que crea la ilusión de la originalidad me sentía como un escriba repitiendo lo que ya había dicho el de la Alta Engandina.

Después de ese desastre digestivo por empachamiento sabía que, al menos, me quedaba una recompensa tras desatar mis nudos con todo lo académico hasta nueva orden: el frío y la noche.

Ese mismo fin de semana me enrolé en un viaje hacia el Norte. No sabiendo dónde se encontraba ya la frontera entre la repetición y la originalidad - y profetizando una deglución de la segunda por la primera - me senté en un coche camino de Akureyri. La seguridad de estar protegido por el vidrio y el metal. ¿Qué mérito tenía aquello? ¿Acaso debía tener mérito la vida misma? ¿Debía ser merecedora de volver a ser vivida? Hola Nietzsche. Por supuesto. Y allí me encontraba, con mi culo pegado al asiento, en el mismo acto que tantos otros habían hecho, creyéndolo como una aventura personal e inimitable. ¿En qué estaba pensando? Los que buscamos esa originalidad queremos hacer de nuestra vida una obra de arte, una originalidad en la repetición. Buscar lo propio en lo repetido, buscar lo personal en lo que ya se ha hecho, hacer del olvido un estandarte con el que entrar, tras andar por las mismas sendas que ya se andaron, en nuestro propio reino de lo nuestro, de lo engendrado por nosotros, de lo original. Olvidar a los que andaron por nuestro mismo camino y creernos, ni aunque sólo sea por un momento, los exploradores de ese explorado horizonte.

Un viaje en coche habría merecido la pena para aquél quién hubiese olvidado que aquella era una senda que otros habían andado y por la que él había transitado tantas veces que ya se había cansado. Yo no lo había olvidado. Lo había hecho tantas veces que ya no tenía sentido. Ya no encontraba esa frescura de la originalidad en la repetición. No digo que no fuera un viaje bonito pero andaba cojo de ese aroma inconfundible del aparente descubrir.

En mi cabeza daba vueltas una idea que se venía gestando desde hacía tiempo: una ruta en bici hacia Akureyri. En invierno. Hay dos experiencias básicas y totalmente diferentes al viajar por estas tierras de Odin: hacerlo en coche o hacerlo en bicicleta. Son las dos que he experimentado y, por tanto, son las dos únicas de las que puedo hablar.

Hay una diferencia abismal e insalvable entre las dos: en uno el paisaje se observa como una sucesión de fotogramas en una película, sentado y receptivo, pausándola a veces, deteniendo el motor y tomando unas cuántas capturas de el fotograma que nos ha llamado la atención. En la otra, el paisaje no se observa, se crea. Con cada pedalada uno descubre nuevos horizontes antes ocultos tras la lejanía y las pedaladas que estaban por venir. Se sufre en el paisaje y, sufriéndolo, se pasa a formar parte de él. El jadeo, el πάθος (pathos) por el que atraviesa nuestro cuerpo y nuestra mente, conforma nuestro carácter, nuestro ἦθος (ethos). A través de nuestro sufrimiento en el paisaje, nuestro carácter descubre nuevos horizontes: soportar el dolor de las piernas ante todo el camino que falta por recorrer, mirar de reojo y ver a nuestro lado todo el vasto universo que estamos creando con cada pedalada, saber que hay que aguantar, que ese dolor punzante en cada músculo es el que te lleva hacia delante, que ese jadeo que congela tus pulmones es el que te permite mantenerte encima de la bici. Cerrar los ojos, confundir el jadeo con un sollozo, mirar al cielo y gritar para sentir que sigues vivo porque tanta vitalidad ya te sabe a muerte. Avanzar, crear, seguir siendo a través de la repetición de una acción: una pierna, luego otra. Un dolor, luego otro. Un sufrimiento, luego otro. Y, por delante, un camino lleno de alaridos, sonrisas y abrazos a la vida. Los pedales han sido siempre mi escuela de vida preferida: con ellos y a través de ellos he creado lo mejor y lo peor de mí.

El coche y la bicicleta. Recepción y creación. Es cuestión de decisión. La recepción nunca excluye una cierta creación pero yo siempre he encontrado mucho más proteica la cadena de una bicicleta que la transmisión de un coche; simple cuestión de gusto en la que no hay nada que - ni lo pretendo - universalizar, ni apuntalar.

De todos modos, viajar en coche tiene lo suyo. Uno le da a la cabeza de lo lindo y, con todo el paisaje rodeándolo, el pensar se hace más ameno. Camino del Norte nos sorprendió una tormenta de nieve en la que no éramos capaces de ver más allá de todos los copos de nieve iluminados por los faros del coche. Era nuestro segundo intento de llegar a la capital del Norte, en el primero ya nos hubimos de dar la vuelta por una enorme ventisca en la que no podíamos ni ver los reflectores que marcaban los límites del pavimento. El viento arrastraba la nieve por encima de la carretera, creando unas cortinas de humo níveo que bailaban encima del asfalto. Para suerte nuestra, la ventisca no iba a ser tan violenta como la del día anterior.





















[Camino del Norte con la leve brisa que hacía danzar la nieve encima de la carretera (Foto: Sabine)]

Por el camino fui pensando acerca de la idea de recorrer todo aquél paraje helado y salvaje a lomos de una bicicleta. No me pareció mala idea. Lo peor que puede pasar es que encuentre el óbito entre el hielo. No me importa. Ya hace tiempo que guardé dentro mío un miedo grabado a fuego: "morir sin haber vivido". Para algunos vivir es viajar a grandes ciudades, mantener un negocio, ser buen marido y para mí... yo no sé lo que es vivir para mí. Hay días en que no paro de pensar en la vida y días en que ni siquiera la menciono. Y esos son los días en los que más vivo. Al menos eso dice mi sonrisa. Filosofía y vida otra vez enzarzadas en esa contradicción que tanto me gusta. Vivir la vida peligrosamente, superarme a través del paisaje, a través de la posibilidad de besar el afilado perfil de esa hoz que todo lo acaba cortando. Suerte la mía que puedo decidir el querer ir hacia lo extremo para sacar lo mejor de mi mismo. Hay gente a la que eso ya le viene dado de por sí. Yo, desconsiderado aprendiz de hombre, decido ir más allá. Y a veces me doy asco a mi mismo. Y a veces me amo tanto que podría matarme a abrazos.

Cuando el coche se detuvo en una gasolinera de un pequeño pueblo cerca del fiordo que divide los Westfjords de los fiordos del norte todos esos pensamientos se desvanecieron entre el nuevo universo que se levantaba ante el coche detenido. Unas cuantas casas, tractores y una gasolinera. Todo el suelo era blanco, lleno de nieve. Si uno miraba al horizonte no distinguía el relieve de las colinas entre tanta blancura. El frío me sacudió en la cara, sonreí a los últimos rayos del Sol y entré a pedirme un café. Allí dentro se hallaban tres mujeronas islandesas tejiendo toda clase de ropajes de lana, una de ellas se levantó y me preparó ese café que quiso calentarme y consiguió algo más que eso.




















[La gasolinera y las únicas luces de Navidad del pueblo (Foto: Sabine)]




















[La gasolinera en medio de la nada. (Foto: Sabine)]























[Tomando el café que a algunos les calentó el estómago y a otros les hizo volar con la mente (Foto: Sabine)]

Ese café que empezó a elevarme el alma y, mirando al horizonte nevado tras la ventana, los supe claramente: mi camino debía seguir en la senda hacia, a través y desde el Norte. Esos sueños boreales de vivir en una cabaña de Canadá, Alaska o cualquier tierra con nieve, árboles y montañas. Aunque sea mi amado Pirineo. Con mi taza de café, mi gran perro, mi hacha para cortar la leña, mi pipa cargada de tabaco, mis montañas de libros, mi escopeta, mis plumas, mis libretas, mis raquetas, mis crampones, mis cuerdas, mi guitarra, mi barba, mi cuerpo y el frío. Un año, sólo un año. Antes de fenecer, antes de ser demasiado viejo. Una ilusión, un sueño que sabía a ingenuidad cuando era aún más niño pero que ahora va tomando cuerpo en mi mente: pasando del ensueño infantil a la madurada posibilidad. Al fin y al cabo, Islandia en su momento también fue un ingenuo sueño de un crío enfermo entrando y saliendo de un hospital.

Una palmada en el hombro me despertó de mi ensueño y obligó a bajar mis pies a ese frío suelo para poder caminar hacia el coche. Y a partir de allí el viaje perdió importancia para mí perdido entre mis ensoñaciones con aquella cabaña. Lo único remarcable es el guitarrista islandés que conocí en la guesthouse donde fuimos a dormir. Todos los demás lo odiaron de una forma u otra pero a mi me pareció un hombre con una sensibilidad tremenda. A veces la gente no es demasiado paciente como para esperar, callar y escuchar. Y, en el momento adecuado, lanzar ese anzuelo con su plomo. Y a ver qué se pesca. Yo recogí algo maravilloso: amor fati. Otra vez Nietzsche por aquí. Aquél islandés era narcoléptico. Trató de explicarme su situación y al final llegué a la conclusión de que soñaba sobremanera, en ese estado entre el sueño y la vigila donde no se pueden distinguir muy bien el uno del otro. Y eso le traía a un estado de cansancio perpetuo. Sus sueños eran básicamente pesadillas. Él las lograba controlar, en ese estado donde uno es capaz de controlar sus sueños, llamando al Diablo en sus sueños y haciendo un pacto con él: si lograba tocar una canción con su guitarra, el Diablo haría desaparecer la pesadilla; si no, la pesadilla persistiría allí y el Diablo se llevaría su alma. Como el dijo: sólo lo más malo entre lo más malo, puede derrotar a lo malo. Dormía con una grabadora y una guitarra a su lado y, cuando se despertaba de sus sueños - de su derrota a la pesadilla a través de sus canciones - trataba de grabarlas y escribirlas. Abrazando la necesidad, la determinación, aquél hombre se hacía más poderoso. Aceptándola y uniéndose a ella podía crear una nueva vida que habría sido imposible con el reniego y la negación de su problema. Amor fati, amor el destino, abrazar las determinaciones. El hombre me invitó a ir con él a un bar con piano pero preferí mantener la armonía con los demás siguiéndolos a esos bares donde sólo encontré desidia y absurdidad. Después de ese error estuve buscando el bar con piano y, cuando lo encontré, vi que la cerveza era demasiado cara para mí. Seguramente aquél hombre me habría invitado a un trago pero en aquél momento yo ya sólo tenía ganas de escucharme a mí mismo.

Y de vuelta a Reykjavík, ya en mi casa y lavando toda la comida que habíamos recogido de los contenedores, recibo una llamada: “¿te vienes a subir al Esja?” Eran las doce de la noche y hacía un frío de mil demonios. Por supuesto, dije que sí.

La Luna colgaba de un cielo falto de nubes, dejando el negro para las noches con nubes o con noches sin el blanco lunar. Y daba paso a ese azul que todo lo cubre en los crepúsculos irradiados por esa eterna segundona que - en esa anochecida nieve que abraza a las cumbres - pasa a ser la líder indiscutible de la noche. Empezando a subir por la cuesta me dí cuenta de que el viento no iba a dejar de soplar. A veces, incluso podía llegar a desequilibrarme y a tirarme hacia atrás. El frío hacía tanto daño que toda la piel expuesta al viento acababa quemándote. El bigote se me congeló y cuando intentaba hablar notaba cómo crujía todo el hielo en él. Debía caminar a gatas a ratos entre el viento y el hielo de la senda. Al levantar la vista, con los ojos casi cerrados, podía ver el perfil azulado de una roca que debía ser negra, salpicada por ese hielo azulado y la nieve grisácea de aquella noche. A mitad de la cumbre hubimos de dar marcha atrás por el viento y porque las barrigas iban susurrando alguna canción, pidiendo un bocado de lo que fuera.

No sé si fue después de subir al Esja o al día siguiente. Encontré una nota en la puerta: “Víctor, puedes comerte toda mi comida que queda en la nevera”. Era de Zhipeng, el compañero chino que ya se había marchado. Los dos compañeros Alemanes, Sebastian y Vera, habían vuelto a casa mientras yo estaba en Akureyri. Fue en ese momento cuando me encontré con tres armarios llenos de comida para mí, dos cervezas en la nevera y un montón de cosas de chinos y alemanes en el frigorífico. Al día siguiente, reformando mi habitación, empecé a coger las cosas que los demás habían dejado y a cambiarlas por las mías: una cama más grande, un flexo mejor, un cuelgaropas y demás enseres. Ricardo, el italiano. aún andaba por allí y me ayudó a cambiar los muebles y la cama de lugar. Él se iba partiendo el culo de mí, como siempre, diciendo que mi habitación era como un museo, sacándole fotos a todo y alucinando con el calcetín colgado de la lámpara. En pocos minutos me dí cuenta de que aquello iba llegando a un fin. Ricardo se marcharía en menos de dos días y yo me quedaría solo en una casa que había estado llena de vida. Entendí todo aquél intercambio de muebles y el gran almacén de comida como la sentencia de una soledad anunciada. Cuando sostuve las puertas del armario de los alemanes abiertas entre mis manos la melancolía logró colarse por el cuello de mi camisa, logrando apretarme el pecho contra la espalda. La llamada de mi madre al teléfono detuvo aquél abrazo tan típicamente invernal.

- ¿Cómo está el tito?
- Sigue luchando
- ¿Está despierto?
- No
- ¿Cómo está Papá?
- Como siempre, no encuentra trabajo.
- ¿Pero sigue haciendo cursos?
- Claro, ya sabes que nunca quiere tirar la toalla.
- ¿Y la tita?
- Tirando, llámala, quiere escuchar tu voz.
- Bueno, ¿y tú como estás?
- Cansada, pero no puedo hacerle nada.
- Cuando acabe los exámenes de Febrero me busco un curro de 8 horas aquí.
- Tu no te preocupes.
- Joder, claro que me preocupo.

Mantuve el puño cerrado dentro de mi garganta, tratando de contener en la boca del estómago las lágrimas que tarde o temprano iban a acabar saliendo. Y no quería hacerlo delante de mi madre, ella era la única que tenía derecho a derramar lágrimas. Al menos en ese momento. Yo era un privilegiado tratando de construirse a sí mismo, a mí me quedaban muchas cerillas que quemar. A mi madre no le quedaba ninguna. Sólo podía abrazar, como aquél borracho islandés, aquello que le había tocado – o se había buscado – y crear a través de ello. Amor fati de nuevo, esta vez de las manos de una experta en la materia. Mi madre.

Esa noche no pude dormir. Sabía que me estaba esforzando pero siempre podía dar algo más. Cada vez que hablaba con mi madre notaba que aún podía dar una vuelta de tuerca más, apretando los dientes para seguir creándome. A veces necesitaba descansar de tanto cincelarme, por ello a veces no le cogía el teléfono. Eso significaría escuchar la voz de mi madre adormilada entre libros de cocina, significaría quererme quedar despierto toda la noche acompañando su lucha con otro libro entre las manos. Y yo quería descansar. Sabía – mi madre también me advertía de eso – que el cansancio era uno de los enemigos para ponerse a esculpir el futuro de uno. Podía permitirme estar cansado pero no podía dejar lugar a la vagancia. No con mi madre quemándose la piel en el aceite y con mi padre recorriendo despachos con todo su potencial de genio sin título.

A las 6h de la mañana, Ricardo picó a mi puerta. Ese día había eclipse lunar. Le dije que se avanzara hacia Miklatún. Yo le cogería más tarde. Salté del sofá y me puse toda la ropa que pude, sabía que iba a hacer frío. Al salir, detrás de mi casa, vi aquella Luna: con una última uña blanca y, todo lo demás, de un rojo anaranjado vivo, muy vivo. Allí estaba, la Luna nívea que se vestía de escarlata colgada del cielo. Con ese azul oceánico que hace perder nuestras mentes en preguntas sobre lo que hay más allá de ese manto marino colgado del techo. Fue en el parque, sin encontrarme a Ricardo, cuando miré solo a ese fenómeno extraño: la Luna roja sobre Reykjavík. El frío azotaba mi cara, quemándola una vez más. Fue en ese momento cuando vi mi sombra creada por la luz de una solitaria farola, proyectada en la helada hierba salpicada de nieve. Y miré a la Luna vestida de escarlata. Ese color era parte de la sombra que la Tierra proyectaba sobre ella. Y esa farola solitaria que es el Sol aún dormitaba por los sures del ártico. Y pensé en mí, en el hombre. Y en todas sus sombras. Y pensé en los libros, en los viajes, en la vida. Todos ellos deben pasar por nosotros para crear, como la luz del Sol a través de la Tierra, todos esos nuevos colores que jamás habíamos soñado justo delante de nuestra nariz, como la Tierra hacía con su luna roja.

No basta con quedarse en un sitio esperando a la luz para proyectar aquella sombra que deseamos. Hay que buscar esa candela, ese foco, esa cerilla, que quiera proyectar lo que hemos de ser. Hay que ir en busca de esos libros, de esos viajes, de esa vida. Todos esos soles que, con nosotros en medio y – de alguna manera – a través de nosotros, habrán de proyectar esas sombras. Con ese perfil propio de cada Sol digerido a través de nuestro estómago. Esas sombras que habrán de ser obras de arte. Y aquí, en el Norte, quiero seguir trabajando duro para proyectar la mejor de mis sombras, buscando el mejor de mis soles.