lunes, 27 de diciembre de 2010

Ruta en bicicleta Reykjavík - Núpur. Episodio 1º: Reykjavík - þingvellir

Tras cuatro meses de masticando, digiriendo y volviendo a masticar, me dispongo finalmente a escribir las crónicas de esa ruta en bicicleta con la que cincelé mi vida y mis miedos hacia ella.


Reykjavík - þingvellir
21 /07 /2010

Distancia: 46km

Hora salida: 13:30 aprox.

Hora llegada: 16:30 aprox.

Velocidad máxima: 56 km/h


Mapa


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Fotos

Ruta Reykjavík - Núpur. [Episodio 1: Reykjavík - þingvellir] (21/07/2010)


Lo había hecho. Lo había escogido. Estaba en Islandia. Aún no era muy consciente de lo que estaba haciendo, pero una cosa tenía clara: estaba allí para enfrentarme a algo. Los últimos años de mi vida habían sido un constante ir y venir entre sábanas blancas, hospitales, doctores, recaídas y ansias de volar. La falibilidad de la medicina en mi cuerpo me había llevado a generar un miedo hacia aquella situación que podía volver a darse en cualquier momento: despedirme de mi sangre en mis entrañas desde la lejanía de un hospital. Encontrarme en soledad, lejos de cualquier persona o aparato que pudiera desplazarme hacia las verdes salas en las que se detenía todo ese torrente escarlata, me producía pánico. Una caminata en soledad en un bosque y una leve molestia en la boca del estómago arrancaban al galope mi corazón y un abrazo de sudor frío me envolvía todo el cuerpo; la cabeza me pesaba y los oídos se me taponaban. Y yo me decía que no era nada. No servía. Tantas veces me lo había dicho y tantas veces había acabado bebiendo bolsas de sangre a través de mis venas. Y yo trataba de volver a casa a paso ligero, tratando de evitar un desmayo en medio de esa soledad silvana que se abalanzaba por encima de todos mis anhelos. Evitando caer encima de mis rodillas, lejos de esa sangre que mis venas pedían a gritos. El deseo me daba fortaleza pero no excluía el miedo. Aquél deseo de encontrarme a mi mismo en soledad sin tenerle miedo. Sin querer temblar al verla afilar esa temible hoz delante de mí. Abrazándola y diciéndole: viví la mejor de las vidas posibles, llévame contigo si así lo quieres. Y yo sabía que no era mi hora. Aún debía encontrar esa consciencia de querer cada momento como algo eterno, de querer volver a vivir la misma vida que había andado. Y debía luchar. No quería volver a vivir mi vida si una enfermedad habría de significar una debilidad. Debía tornar la enfermedad en fortaleza. Echar raíces en el suelo podrido y germinar una vida que debería ser colgada en la pared de un museo. Hacer de mi vida una obra de arte.

Cada vez que el estómago me golpeaba y decidía ir en tren hacia el hospital, sabiendo que ya estaba perdiendo sangre, era un paso más hacia esa batalla por la conquista de una fortaleza nacida de la sangre desparramada. Desperdiciada por los recovecos de mis intestinos. Y de ese desperdicio salían nuevos árboles que me habrían de llevar a respirar nuevos aires.

Había un paso clave en la conquista de mis miedos: sufrirlos y superarlos en total soledad, logrando esa conquista de la autonomía que tanto anhelaba. Era fácil vivir sin miedo cuando tenías conexión directa con un hospital las 24 horas del día. Una seguridad aparente. Yo andaba en busca de la verdadera seguridad: de tener miedo en medio del páramo inhóspito, mirar a tu estómago, sonreírle y lanzar gritos al viento. Esa seguridad de saber que puedes fenecer allí mismo porque has acogido cada momento con esa responsabilidad de quererlo eterno y con ello has lanzado tu vida al camino. Esa seguridad de saber que estás acabando de pintar tu cuadro en medio de esa explosión de vida que no suele darse entre los cuartos de un hospital, donde uno muere entre sedantes, tañidos de monitor y enfermeras hablando de que necesitan un pintor a buen precio para que les pinte el piso, que no les llega para uno bueno con tanta hipoteca. Acabar de pintar ese cuadro entre dolor, paisaje, lluvia, nieve, olas, compañeros ofreciéndote el último trago de ron, con los primeros pájaros piando al alba y la brisa de las cumbres azotándote las mejillas. Experimentar incluso los últimos compases de tu vida. Esa seguridad de preferir morir cómo Shackleton, gobernando su barco en medio del mar, que cómo un abuelo con seguro funerario, siendo gobernado, sedado, maquillado y puesto en una vitrina de exposición.

Y yo sabía que en el horizonte boreal me esperaba la más dura de las batallas. La lucha contra mí mismo, mis miedos y contra el trazo que mis manos habían ido trazando en ese lienzo al que llaman vida. Estaba dispuesto a cambiar. Y lo tenía claro: no se puede cambiar si todo ese trazo que vas creando viene asistido y gobernado por los doctores, los padres y los amigos. Uno debe pararse, debe abrazarlos, debe darles las gracias por todo lo que ha aprendido con ellos y debe decirles: ahora me toca a mí. Y expresarse con tu mano solitaria sobre el lienzo. Al principio los dedos se quedan fríos sin todas aquellas manos que lo estaban dirigiendo, pero es cuestión de tiempo; a cada trazo, la mano va entrando en calor. Y sabía que lo tenía claro. Ese trazo, al menos en mí, debía pasar por ese patetismo que crea todo carácter, por ese sufrimiento en el que se forja la mejor de las sonrisas. No tenía suficiente con cambiar de país y vivir sin protección por primera vez en mi vida. Debía buscar la desprotección para poder ser entre ella, para poder luchar con y contra el miedo. Ponerlo todo en mi contra y tratar de salir de allí con los brazos abiertos. Tenía el medio y los medios: un país increíble lleno de parajes inhóspitos donde mi miedo podía crecer a sus anchas y una bicicleta. Mi tarea era la del combatiente griego: ser filósofo y guerrero al mismo tiempo, donde el pensar y el cambio sólo surge a través de la lucha. Mientras ellos blandían una espada y creaban su ciudad en la guerra, yo blandía mis dos piernas desde el sillín e iba a crear mi propia ciudad en mi propia guerra: contra el viento, el frío, la soledad, mi miedo, el hambre, el llanto y la sonrisa. Estaba decidido a entrar en la batalla. Sólo me faltaba esa arenga que todo soldado debe recibir antes de derramar gota de sangre alguna. Yo no la iba a tener. Estaba solo. Así que hube de crear mi propia arenga pensando en ese abuelo al que nunca conocí, en la lucha de mi padre por querer mejorarse y en la de mi madre por querer crearse. Tenía la mejor escuela, el mejor ejemplo: la capacidad proteica que la gota de sudor había supuesto en mi familia.

Tenía la excusa perfecta para esconder mi lucha contra los trazos miedosos de mi lienzo: un curso de islandés en el Norte. A todo el mundo respondía que iba en bicicleta para conocer mejor el país. Era sólo la punta del iceberg: iba en bicicleta para conocerme a mi mismo a través del pedaleo, a través del horizonte.

Debíamos hacer un examen antes de partir. Los días anteriores a mi partida estuve realmente nervioso por no lograr pasar el examen. Realmente no me importaba demasiado, quizá me preocupaba para hacerme sentir que para mí aquello era realmente importante. Me engañaba. Lo mío iba por otro lado. Los procesos burocráticos no me habían salido como esperaba y creía no estar dando buenos pasos en mis primeras andanzas en aquella isla nórdica. Sentía que aún no estaba preparado para aquello y que, sin embargo, ya lo estaba afrontando. Sabía que todo se desvanecería cuando me lanzara a la carretera. No tenía nada preparado del todo y tampoco tenía demasiado que preparar. El viaje lo había ido preparando en mi mente hacía cuatro años pero todas las cuestiones materiales las había definido entre la noche anterior y la mañana de aquel mismo día; los víveres y utensilios los había comprado un poco a ojo la tarde anterior.

Era demasiado tarde, no importaba, ese era mi estilo: hacer todo cuando no tocaba. Lo preparé todo al son de Brel y Tiersen, que si “Le port d'Amsterdam”, que si “Atlantique Nord”. Lo iba poniendo todo encima de la cama mientras me imaginaba los preparativos de aquellos largos viajes hacia los polos, con aquellos barcos de madera y los muelles llenos de víveres, con grumetes sudando y llevando la carga a bordo.

Yo estaba solo. En cierta medida era el incentivo esencial de mi viaje y, por otra parte, era el origen de todos mis miedos y el origen mismo de mi batalla.

Lo preparé todo tan rápido como pude, hice el examen en cinco minutos, no hace falta decir que a esas alturas me importaba un pimiento el condenado curso. “No era lo mío”, pensaba. Me despedí de la buena de Lisa - mi compañera de piso - y me dio su número de móvil por si me ocurría algo. Lo acepté por cortesía pero me prometí a mi mismo que no la llamaría, pasara lo que pasara. En efecto, estaba solo. Presa del pánico que me provocaba imaginarme solo entre el paisaje había enviado un correo electrónico al consulado español explicándoles mi situación y lo que debían hacer en caso de emergencia. Mi estómago seguía dominando a mi mente. Estaba claro, yo iba a andar solo por las tierras de ese desconocido Odin. El consulado me deseó buen viaje y, muy cordialmente, se lavó las manos en este asunto tan exento de intereses económico políticos, aunque con un enorme excedente de substancia emotiva y vital. Aquello que no se puede tocar pero que, sin saber cómo, guía nuestro pasos por este planeta. Y pensé que así era mejor. El miedo me había llevado a pedir ayuda incluso antes de tener problema alguno. Esa ayuda externa hubiese supuesto la aniquilación total de mi estrategia de batalla.

Supongo que en la lejana Antártida o en medio del trópico, ni Shackleton ni Humboldt tenían a nadie para venir a rescatarlos. Eso me tranquilizaba, me hacía pensar que lo mío no era nada. Y a la vez, mientras miraba el mapa de Islandia, me preguntaba: “¿y en quién pensarían ellos para sentirse seguros?” Aún no sabía que esa pregunta iba a gobernar todo mi viaje.

Envié los últimos correos a los míos y, aunque ahora me parezca una soberana tontería, por un momento pensé: “¿y si fueran los últimos?”. Y sonreí, ya había empezado a blandir las piernas sin ni siquiera haberme subido a la bicicleta.

Bajé al sótano y saqué la bici de allí como pude. ¿Cómo iba a hacer 800km con semejante peso? Cuando me dispuse a salir ya se me había puesto el Sol más allá de la mitad de aquél interminable día ártico. Al dejar atrás mi casa volví la mirada hacia ella, no sabía hasta cuando la volvería a ver. Realmente me encontraba muy bien allí. Dejaba mi confortable colchón para dormir encima del suelo, la esterilla no entraba dentro de mis planes ni dentro de mi abultada montura.

Me costó salir de aquella ciudad. En Reykjavík tiene uno la sensación de que si no se desplaza dentro de una estructura metálica y motorizada, debe pedir disculpas a toda la nación y a sus dioses por haber nacido. Cruzar la calle era una empresa complicada que podía llevarte minutos. Con una mochila pesada a la espalda encima de la bicicleta los minutos se deshacían y se dilataban hasta tornarse en horas.

Cuando por fin hube salido de la ciudad me dí cuenta, y era demasiado pronto para ello, de que mi propósito no iba a ser nada sencillo. La carga encima de mi espalda era demasiado pesada y empujaba, con ayuda de aquello a lo que llaman gravedad, a mis nalgas contra el sillín. Tras dos horas de pedaleo, posar mi trasero sobre el escueto artilugio se convertía en una tortura propia de las grandes mentes de la Inquisición. No había más remedio que tragar el dolor y pedalear, no pensaba volver atrás. Mi destino andaba por delante de mi nariz.

Después de tres días en la ciudad me empecé a encontrar conmigo mismo. Yo me encontraba entre las montañas, los descampados y los yermos picachos, no entre el cemento, el habitáculo y la plaza.

El Sol bañaba mi cara y pintaba el cielo de un azul tan intenso que la vegetación se veía obligada a contestarle con unos colores preciosos para no ser menos. La carretera tomó un giro hacia el Este y encaré la bicicleta hacia las suaves colinas que conducen a þingvellir. La primera etapa no debía ser dura, no excedía los 50km, pero el peso de todo el equipaje lo hacía todo mucho más complicado. Estaba cargando con toda la ropa, los libros y el ordenador que habría de utilizar en Núpur durante tres semanas. Mi compañero de piso, Enrique, me recomendó que me llevase lo esencial. Él podría enviar todo el resto por avión y yo lo podría recoger una vez llegado allí. No era mala idea, pero yo iba en busca de ese sufrimiento creador, de esa gota de sudor de la que surge la autonomía. El peso en la bicicleta y el "nunca vas a llegar con todo eso" eran un aliciente más para luchar con más bravura.

Tras encontrarme las primeras ovejas pastando a su aire por el verde campo que conduce hacia þingvellir me crucé con el primer ciclista que habría de ver en aquellas dos semanas. El hombre se venía quejando de todo el viento que llevaba de cara y se sorprendió al verme tan cargado y masculló un: no llegarás muy lejos. Le dije que yo era del mediterráneo, que estaba acostumbrado a viajar de aquí para allá con todos los trastos encima. Como ya lo habían hecho los hititas y los griegos. Aquél viaje, entre muchas otras cosas, habría de suponer la destrucción de un tópico: la bravura de los nórdicos. Hace tiempo que muchos de ellos perdieron el carácter contumaz del pueblo vikingo, pretenden ser bravos mirándote con escepticismo. La bravía se demuestra aplaudiendo al que quiere ir más allá de sus límites, la única forma de dar con Vinlandia. Estaba dispuesto a demostrarme a mi mismo y a todo islandés que se me cruzase por delante hasta dónde llegaba la testarudez ibérica, ese "ser un jabato" que nos trae tantos problemas pero que nos lleva tan lejos. Ese "¿que no puedo hacerlo? Ahora verás" que gobernó todas mis pedaladas.

Tras dos horas circulando en dirección Este, surcando todas las pequeñas colinas que se amontonaban entre sí abultando la aparente planicie, apareció þingvallatn, el lago que riega las cercanías de þingvellir. Estaba en una posición privilegiada, en lo alto de una colina podía ver toda la extensión del lago y la planicie donde se estableció el Alþingui, según los islandeses, el primer parlamento de Europa. Me deslicé con la bicicleta hacia la cicatriz de Almanjá, la hendidura que poco a poco se abre paso entre las dos placas tectónicas que destrozan y hieren lo que los hombres ven, regocijándose ante la suprema belleza que emana de la destrucción.

Era el único que andaba en bicicleta por allí, pronto empezaría a comprender que - al menos en mí - la única forma de captar un paisaje era captarlo a través de ser en él, de sufrir en él. Era la única forma de comer y dejarse comer por el paisaje.

Me encaramé hacia la caseta de información y pregunté por el estado de la carretera que debía atravesar el día siguiente. Sabía que no estaba asfaltada y que se adentraba en el territorio inhóspito de los Highlands. Me atendió un islandés con brazos de hierro y, apelando a su experiencia con bicicleta por aquél territorio, me desaconsejó rotundamente tomar esa ruta con todo el peso en mi bicicleta. Dijo que había piedras en medio del camino del tamaño de mis ruedas, bancos de arena, viento del Norte y no había agua. Cada palabra que salía de su boca estiraba más y más la sonrisa en la mía. Iba a ser el entorno perfecto para construirme a mí mismo. Me dijo que no lo iba a lograr. Y yo le dije, con mi inglés de aquellos momentos, que era el hijo de un matricero, el nieto de un metalúrgico y el nieto de un carpintero. Heredero de los que doman el metal y la madera. Creo que no me entendió. Se limitó a darme un mapa de la zona y me deseó buena suerte.

Me dirigí hacia la zona de acampada. Estaba rodeada de todas las grietas que atraviesan el valle, de todas las hendiduras que se abren en la tierra. Al Norte podía ver las altas cumbres por las que me habría de encaramar a la mañana siguiente, al Este se oteaba un volcán y los penachos de un glaciar, al Sur el inmenso lago salpicado con sus islas y rodeado de aquellas colinas que lo adoraban. Y todo con aquél verde de musgo que lo cubría todo, moteado a veces por ese musgo gris con el que tanto soñé. El azul del cielo cayendo a plomo sobre el verde de la vegetación, el negro de la roca, teñida ora de rojo ora de marrón, creando una explosión cromática ante la que sólo podías dar un paso atrás para acoger en tu sino la onda expansiva.

Descargué la mochila en la hierba y monté por primera vez esa pequeña tienda que iba a ser mi hogar durante las próximas dos semanas. Encendí el hornillo y empecé a calentar agua para preparar la cena. Me metí dentro de la tienda y me cambié de ropa. Aprendí rápido a cambiarme estando estirado, sin poder sentarme allí dentro. Una vez cómodo me dediqué a pasear alrededor de la tienda mientras iba oteando al agua que se iba calentando. Los músculos de las piernas pesaban, en esa sensación tan agradable sentir la tierra con ellas después de haber estando dando vueltas alrededor de sí mismas, a un palmo del suelo. Cuando la cena se posó en el fondo de mi estómago di una última vuelta por los alrededores, mantuve una charla con unos franceses que tenía a mi lado, tapé la bicicleta con una capa de plástico y me metí dentro de la tienda. Me sentía asustado y solo, pero no podía parar de sonreír. Antes de tratar de conciliar el sueño entre el eterno Sol de verano islandés escribí las últimas líneas del día en mi diario de viaje.

El musgo gris existe. Son las 21h, me voy a dormir. El freno de atrás aún chirría, con todo el peso que llevo, sólo me faltaba eso. Mamá, Núria. Cómo os echo en falta. Es muy duro viajar solo, sólo tengo a mis manos y a mí. Lo que me ocurra es responsabilidad mía. Es jodido no compartir esta belleza con alguien.

Tras aquello, me quedé dormido con la libreta y el bolígrafo encima. Y los pájaros no dejaban de piar en el sempiterno brillar del Sol de medianoche.