viernes, 24 de diciembre de 2010

Las riendas entre los copos

Llevas una semana sin reunirte con él. Has estado arreglando la habitación, cambiando cosas de sitio, aprendiendo algo de música con una alma que te encuentras en este camino boreal y acostándote muy tarde. Estás demasiado cansado como para reunirte con él. Hoy, al levantarte, te has puesto a estudiar para esos exámenes que vendrán en Febrero. Entre lógos y nómos te das cuenta de que hoy era 24 de Diciembre. El cielo estaba pintado de ese plomizo que presagia el copo. No has querido darle mucha importancia y has seguido apuntando con tu nariz hacia las páginas del libro. Cuando levantas los labios para acercarlos al borde de la taza y sorber ese café que - olvidado entre renglones tintados - ya se ha enfriado, ves esa sinuosa senda que dibujan los copos de nieve al acercarse hacia el suelo. Ese abrazo inevitable en el que se fundirán, se abrazarán o se hartarán de ellos mismos. Apartas la silla de la mesa. Te levantas y vas hacia el armario a buscar la ropa de correr. Sonríes, hoy vuelves a correr por Perlan. La ropa de montaña en tu pecho, los guantes de alpinismo en las manos, las zapatillas de correr en tus pies y unos simples pantalones cortos en las piernas. Te gusta sentir el frío en las rodillas cuando corres a través de los árboles. Ese frío que parece que te va a cortar la piel en pequeñas lonchas. Camino de Perlan, esos 5 minutos de asfalto previos al sueño, los islandeses te miraban con ojos sorprendidos desde sus ropas de invierno y sus caras tapadas, desde sus coches con clavos en las ruedas y calefacción en el interior. Sonríes cuando un copiloto te miraba por primera vez y después, para corroborar el extraño suceso, vuelve a mirar atrás para luego comentar la imagen con el conductor. Un hombre corriendo entre una tormenta de nieve con pantalones cortos y con la piel de las piernas ya roja de tanta sangre. De esa sangre que intenta calentar las paredes de su castillo, expuestas a esos helados trozos de nube que se posan sobre ellas. Es algo muy gratificante saberse el más loco entre los locos. Una vez en Perlan, entre toda la nieve que había caído y estaba cayendo, esa canción ha llegado a tus orejas. Y piensas en él, atado a una cama de hospital. Y el sollozo ha entrecortado la respiración acompasada por tus piernas. Aceleras el vaivén de las piernas tratando de acallar el sollozo con un grito. Y sólo consigues sonreír. La sonrisa que precede a la lágrima. Y la sensación de no controlar muy bien esas emociones que surgen al levantar los pies del suelo desplazando tu cuerpo hacia el aire que tiene enfrente y que jamás atraparás. Sentir en tu piel que no estás del todo bien pero que sin embargo sonríes y lloras al mismo tiempo; y ya no sabes si eso forma parte de la vida o es un gran teatro que tu cuerpo te monta para reírse de ti, confundiendo el jadeo con un sollozo y la mueca de cansancio con una sonrisa. Y cuando te cansas de pensar en todo eso, das un salto y abrazas al paisaje y a todos los copos que quieren también quieren abrazarte. Y no pueden. Su abrazo es un choque contra tu pecho, quedándose pegados y muertos donde tu tráquea trabaja por mantenerte en movimiento. Y llegar al bosque jugando a sortear toda la nieve que cae, buscando túneles entre ella. Una cortina de nieve y viento cubriendo a duras penas el verde perenne de los abetos. Y tú entre todo eso. Y cuando encuentras un claro en ese océano de verdes invernales, viendo sólo el blanco que cubre la senda, te da por respirar más fuerte de la cuenta para tomarte un aparente descanso, y das cuenta de que tu bigote ya se ha congelado. Vuelves a sonreír y escuchas el crepitar de los pelos debajo de tu nariz acompañados por el constante crujir de las zancadas sobre la nieve. Al salir de ese ir y venir de claros y verdes, te encuentras con la bahía y con las sendas que discurren cerca de ella. Y debes pararte y te paras. Observas el velo níveo con el diente de mar detrás. Te lanzas corriendo hacia la orilla, esperando que la marea esté baja para poder correr a través de la playa. Tus piernas se detienen en el pequeño acantilado que separa Perlan de la costa: donde antes había roca negra, algas y arena ocre, ahora sólo hay roca plomiza por el hielo, algas negras que simulan ser rocas cubiertas de nieve y arena que se disfraza de blanco. Bajas hacia allí y te pones a correr a través de todo eso. Unos cisnes que andan durmiendo se despiertan con el ruido de tus apresurados pasos y el agua de mar que sacuden al levantar el vuelo llega hasta tu cuerpo en una suaves gotas arrastradas por el viento. El jadeo retiene en tu nariz algunas de esas gotas y tu cuerpo no sabe cómo clasificar todo ese cúmulo de experiencias y, por hacer algo, lo confunde con un sueño. La brisa del mar junto a la nieve fresca que se despide del cielo, algo difícil de asimilar para carne del mediterráneo. Volviendo hacia el bosque te encuentras con más islandeses ataviados con sus abrigos de invierno que te miran con desconcierto y, cuando los dejas atrás, sabes que se han girado para comprobar que ese hombre corriendo con pantalón corto en medio de una tormenta de nieve no es un mero producto de su imaginación. Jadeaba, hacía sonido y nos ha dicho hola. En el bosque te tumbas en aquellos bancos de madera para hacer abdominales. Todo el mundo se para. Sólo se mueven los copos que atraviesan las ramas de los árboles posándose en todo el suelo forestal y en tus gafas que ya han empezado a empañarse. Y vuelves a pensar en él y en esa sensación que ya tuviste de dejar a tu cuerpo estirado en una sábana blanca. Confundes el movimiento de los copos con el de los árboles y crees que eres tú, con todos esos abetos, el que se está acercando al cielo. Todo eso te empieza a marear y vuelves para casa recorriendo los mismos senderos por los que has venido. Tus huellas ya han desaparecido. Al llegar a tu calle lo ves todo nevado y sabes que es la primera Nochebuena que pasas entre la nieve y que la pasas en soledad. Y recuerdas que hacía un año que soñabas con todo eso. Un año atrás habías estado en un vórtice de desprecio hacia ti mismo, hacia los demás, de sinsentido y de dolor. Y habías decidido dar un paso. Y con ese paso estabas ahora en el Norte. Lejos de todo y, a su vez, abrazado a ello. A pesar de todo, sonríes al comprobar que el primer paso, llevado con decisión, es esa centella con la que se encienden una multitud de zancadas -apresuradas o calmadas- entre los bosques, los claros, las montañas y los mares. Entre aquello que imaginaste y que hoy se dibuja delante de tu nariz. Y, aunque quizás este pequeño engaño sea tu regalo de Navidad, sientes que en algún momento de tu vida tomaste las riendas de esos pasos que ahora mismo estás andando.




















[Autorretrato en el jardín de mi casa después de venir de correr]
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[Autorretrato en el jardín de mi casa después de venir de correr]
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[La habitación reformada: un sofá cama, muchos cojines y una alfombra. ¿Será esta mi luz? ¿Será este mi Sol? ¿Será esta mi bombilla? Al menos lo intenté, que dicen los perdedores. Mi primera nochebuena boreal.]
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[Una de las razones por las que ando por el Norte]