jueves, 9 de diciembre de 2010

Lo que extraño de Barcelona.

Caminar solo entre el gentío con paso contumaz, indomable y contundente; lento; más despacio que el más lento de los abuelos, sintiendo cada paso en cada suela; con una sonrisa en mis labios. Detenerme en medio de la noche con una canción colgada de mis orejas y mirar a las estrellas conformándome con imaginármelas. Esconder mis pulgares entre las palmas de mis manos, poner atención en cada sombra, en cada sonido extraño y preparar mi cuerpo para un inminente y probable asalto de no se sabe quién. Hablar de lo intrascendente entre vasos de esa cerveza agria con su espuma pegada al vidrio del vaso, cómo queriendo escapar a una inminente muerte; y ese humo que lo rodea todo y que al principio molesta, luego acompaña, más tarde abraza y al despertar apesta. Apartarse del lugar sin levantar los pies del suelo, mirando al fondo del vaso y pensar en ella, a punto de levantarse sin despertarse, bebiendo el café preparado por mi padre y arrastrándose hacia aquella cocina que nos daba de comer; salir del antro acogiéndome a mi derecho a no dar respuesta alguna a mi huida; mi derecho a guardar silencio y secreto de todo el espino plomizo y metálico que se acomoda en mi estómago; lanzar el vaso contra cualquier pared gris de cualquier calle oscura que me lleve a casa, escuchar los cristales tintineando contra el suelo y pensar que, ni la pared ni mi madre, se merecen eso; y querer consolarme con un "así lo quiso ella y así lo quise yo" que sólo me dura unos cuántos callejones. Noches enteras bebiendo café en mi refugio, con la nariz pegada entre páginas que caen en el tedio más pedante si no se les descubre el velo del lógos de la psiqué detrás de ellas, de esa psicología prendida de filosofía que infla las venas de mis brazos cuando mis ojos ven una luz al final del camino; una bajada a lo telúrico desde lo celeste, un contacto con lo práctico desde lo teórico; y puestos a bajar, me da por bajarme a mi casa para prepararme otro café y allí sigue ella: dormida entre esas revistas de cocinas garabateadas con nuevas ideas, y yo, tratándola de despertarla suavemente me veo poniéndole más veneno en su taza, un cobrizo agrio que, para nosotros, ya se ha convertido en un negruzco amargo. Y todo esto, ¿para qué? Mirar una luz parpadeante bajo los papeles que ando leyendo y descubrir el nombre, que aparece y desaparece, de un amigo impreso en la pantalla del teléfono; dejarlo todo y fundirme en un abrazo con él, tratando de resolver lo irresoluble, y a sabiendas de ello, reírnos de nuestro futuro. Pasear por todos los rincones por los que anduve con ella, que en un principio eran puro cemento, luego lo significaron todo y ahora ya dolían con sólo olerlos; y, sin dar espacio al arrepentimiento, asumir que todo fue, incluso el ahogo que abraza mi gaznate, porque yo lo quise así; responsabilidad le llaman. Llegar a casa y que alguien te pregunte si has bebido; tratando de ser honesto afirmando el hecho y escondiendo, a duras penas, su cantidad. Correr por los campos en los que el cemento desaparece y ver cómo el Sol pasa la mano sobre las monótonos y desordenados edificios de mi ciudad, con ese color ahogante del ladrillo y del penoso gris de la estructura vista; girar la tez hacia el campo y escuchar, mientras me dejo los pulmones, aquellas canciones del horizonte nórdico que me impulsaban las piernas, proyectando en mi mente todos mis anhelos puestos más allá de mi a mí mismo, más allá de las latitudes que encuadran a lo ibérico. Volver de ese compendio monótono de situaciones y charlas entre los mismos bares de siempre y encontrármela con la cabeza apoyada en la pared, cubierta por el edredón y con el reloj que tañe las horas del desvelo entre sus manos; apagar la luz que se ha dejado encendida, coger su cabeza entre mis manos y con cuidado ponerle la almohada debajo, taparla bien y programar el despertador; darle un beso y sentir cómo los roles van cambiando a medida que ella se hace más vieja y yo me hago mayor, cómo ella se hace más pequeña y yo me hago más adulto. Esperar en una parada de autobús a altas horas de la noche y saber que hay que escapar de allí a sabiendas de que todo lo atado se queda atado y todo lo desatado se queda sin desatar. Las charlas con esa mujer que se desloma fregando suelos y que, a pesar de su dedicación con el mocho, sabe cómo pronunciar la mejor de las arengas para impulsarme a esa construcción de mi mismo a golpe de libro, pluma, papel y tinta; esa mujer y sus dos hijos que, más que primos, ya son hermanos; y su padre, ahora asistido por una mecánica máquina que quiere ser pulmón, que en su día fue la persona más arisca y el hombre con el corazón más grande que jamás haya conocido. Ese oscuro húmedo de las noches de invierno entre los días de semana cuando todo está calmado y puedo pasear sin tener que dar explicaciones de mi rumbo a nadie, eludiendo la mentira por conveniencia y convivencia, ya que ni las suelas de mis zapatos saben a dónde les lleva mi corazón. Ese extraño pesar de saber todo el potencial que se halla en tu sino y que, al no tener una dirección clara, explota en mil pedazos salpicándolo todo y sin teñir absolutamente nada. Tratar de dar respuesta al "y todo esto para qué" con una sonrisa, un café, el abrazo de un amigo, el beso a una madre soñolienta y esculpiendo la vida cómo si de una obra de arte se tratara, obligándome a abandonar la madriguera para aflojar un poco el asfixiante pero irreversible nudo de la determinación.