miércoles, 17 de noviembre de 2010

El irreversible aroma del ciprés (Parte I)

Hacía tiempo que se venía anunciando. Yo nunca me lo había acabado de creer. Ante la directa mirada del fin uno siempre da un pequeño empujón a ese analgésico de la incorruptibilidad, busca el marasmo estable del ser en el sempiterno cambio del devenir. Y el ser que acontece se torna en acontecer y, en ese caminar, cambia irremediablemente. Su esencia estable queda desestabilizada por el viaje.

La mesa que tenía delante estaba poblada por diversos papeles de ese autor que, en mayor o menor medida, me estaba cambiando mi vida. Un juego intermitente de luces translucían debajo de un papel apartado del conjunto de papeles impresos que querían ser libro. Levanté la hoja y vi aquél nombre en la pantalla: Mama. No era propio de ella llamarme a esas horas. Aún debía estar en el trabajo. Ella solía tratar de contactar conmigo cuando llegaba a casa y daba cuenta de que su hijo no estaba sentado leyendo, volviéndose loco con una canción, haciendo extraños ejercicios o escondiéndose para darle un enorme susto para luego abrazarla. Entre esos brazos que habían sido pequeños, luego grandes y fuertes, luego llenos de plástico dentro de sus venas y que, en ese momento, eran la cerradura que nos convertía en un sólo latir por un instante. Ella me llamaba cuando caía en la cuenta de que todo eso ahora se encontraba a 3000km de su casa. No era la hora. Supe que algo pasaba. Me quedé mirando la pantalla por unos segundos. Sosteniendo el aparato con mis manos, cerrando el espacio entre la boca y el esófago, llenando mi sien con una presión que corría el riesgo de tornarse en lágrima. Me encerré en los baños de la biblioteca y allí apreté el botón verde:

- ¿Que pasa mama?
- Tu abuela está muy mal
- Bueno... ¿tú cómo estás?
- No sé... -escuché un chasquido de su lengua, tratando de mantener las lágrimas en su garganta-
- Está bien mama, ahora vengo.

Colgué y sentí que todo el peso de mi sien se iba a descargar a través de mis ojos. Decidí abrir la boca tratando de evaporar todo ese pesar a través de ella. De alguna manera, logré apuntalar aquél lago en el centro de mi frente. Salí y compré el vuelo a Barcelona. Saldría aquella misma noche. Llamé a Bob y le dije que necesitaba una cerveza; él, sabedor de mis vaivenes de salud y el mal estado de mi abuela, no dudó en salir al encuentro. Tiene un corazón más grande que su barba; y eso que esa rubia cobertura de áspero vello teutón no es, para nada, nimia. Con él a tu lado sientes un calor con el que desaparece ese sentimiento de desprecio hacia las supuestas bondades universales de lo humano.
Me coloqué toda la ropa encima y puse todos los papeles en la mochila. Salí de la biblioteca y el frío se coló en el cuello de mi chaqueta. Miré a mi alrededor. La noche cubría aquella parte de Reykjavík. Fui a buscar la bicicleta, resolví la repetitiva clave del candado y miré el cable que sujetaba la rueda al poste de la farola. Ahora ella también debería estar atada a su cama y, atados también, todos sus hijos que deseaban estar presentes en su último suspiro. La misma pregunta me volvió a coger por el cuello: si no hay nada después de la muerte... ¿para qué? Me monté en la bicicleta tratando de olvidar esa diatriba aunque traté de asaltar a la desazón con un: en fin, para crear una obra de arte de tu vida... y el "¿para qué?" persistió en la nocturnidad de la tarde islandesa, mientras las ruedas giraban una y otra vez sobre la hierba helada. No tenía muchas ganas de luchar. Aquella noche opté por la opción fácil: cerveza, abrazos y sonrisas. Pareció que el "¿para qué?" se diluyó entre aquella mezcla de alcohol, labios y cuerpos abrazándose. Mi familia islandesa había venido al completo para despedirse de mí. Consiguieron destrozar aquélla inquisitiva pregunta a golpe de sonrisa.

A unas oscuras 3 de la madrugada me desplacé con mi bicicleta hacia mi casa. Observé Reykjavík sabiendo que lo iba a echar de menos. Aquella había sido la ciudad que me había hecho madurar y enfrentarme a mis más profundos miedos en soledad. Le debía demasiado como para no dedicarle una sonrisa. Detuve mi bicicleta con los pies. El freno delantero era el único que funcionaba y no quería irme al suelo con el piso helado. En medio de la carretera. Tenía Perlan delante mío. Ese bosque que tantas veces me había visto sufrir con zapatillas de correr. El parque de Miklatún a mi derecha, por donde solía ir a pasear cuando me hartaba de leer en casa, donde encontraba la paz entre un sendero de altos árboles que, con sus ramas desnudas, parecían interminables conexiones neuronales que querían beber de mis transitorias ideas de paseante. Una ciudad en la que había creado una vida que surgía del fondo de mis órganos: el taller de bicicletas, la comunidad de comida sacada de los contenedores, el grupo de rescate, los amigos del rocódromo, los acogedores estudiantes del aula de filosofía... había sido más fácil de lo que me pensaba. Sabía que esa interrupción forzada iba a suponer un pequeño análisis de mis logros y desgracias en el Norte. Algo me decía que aún necesitaba esforzarme más.

Dejé una nota de despedida en mi casa y me dirigí a la estación de autobuses. Dejé mi bicicleta aparcada en unos árboles y me despedí de ella. Al llegar el autobús que me debía llevar al aeropuerto, dirigí la última mirada a la ciudad. Sentí profundamente que estaba abandonando mi hogar. No era para menos. En tres meses me había construido más allí que en una año entero en Barcelona.

Dejando una forma de hacer, una forma de vivir. Al subirme al avión golpeé la ventana, tratando de mantener una relación con la última visión de aquella tierra a través de la vibración en un cristal. Las chicas que se dirigían a Londres, la tripulación, los abuelos que tenía delante. Todos ellos hablaban un melódico idioma del que empezaba a entender algunas palabras cazadas al vuelo. De ese entrañable y acogedor sonido ártico que iba a echar de menos. Al despegar dirigí mi mirada hacia la ventana; en medio de Reykjavík vi las luces verdes, rojas y blancas de Perlan. Alguna vez había ido a correr allí en medio de la noche y, con la luna, podías ver la senda. Ahora todo estaba negro. El edificio que coronaba Perlan parecía un barco pesquero mecido por el oleaje en medio de la nocturnidad del océano.

Fui el último en abandonar el avión cuando aterrizó en Londres, aquél aparato era el último retazo nórdico que podría pisar con mi cuerpo. Quise tomármelo con calma. Al salir sentí un calor enorme, de esas temperaturas sucias que te pringan hasta el alma. Caminé por una serie de pasillos desiertos y, al abrir un par de puertas, me vi envuelto de gente, cámaras de seguridad, controles aleatorios de equipaje, escaparates, publicidad, vendedores, gente con cara de asfixia, salas de juego, calor y gente corriendo a mi alrededor. Supe que había dejado la Atlántida atrás. Traté de adaptarme lo mejor que pude pero, repentinamente, empecé a notar esa náusea que me sobrecogía cuando me encontraba rodeado de tanta gente. De ese poner la culpa y la responsabilidad en lo otro, en lo exterior.

En el frío de Thule había aprendido a poner culpa y responsabilidad en mí mismo. ¿A quién si no? En medio de un desierto ártico, con una bicicleta entre las piernas, sin encontrarme con nadie en dos o tres días. ¿A quién podía echar la culpa de mi sufrimiento sino a mí mismo? La sociedad y la muchedumbre nos torna débiles, perdemos heroicidad y grandeza rodeados de demasiada gente. Nos vemos tentados en poner la causa de todas nuestras desgracias en aquél que nos rodea: los vecinos, los ciudadanos, los padres, los amigos, el gobierno. Es mucho más fácil. El páramo de la soledad exige una fortaleza heroica para colocar el inicio y fin de todo sufrimiento en lo más profundo de nuestro ser. En el profundo frío de la soledad. Darse cuenta de que no hay nadie sino tú. Y tú eres la causa y el efecto de todo lo que te acontece. Es difícil ver eso rodeado del gentío. La soledad es para los fuertes, no es fácil aceptar tal responsabilidad: saber que hasta el último movimiento de nuestro cuerpo es causado por nosotros. En sociedad tratamos de desplazar la responsabilidad al contexto que nos rodea pero, cuando andamos en soledad, nos damos cuenta de que nosotros somos también creadores de dicho contexto. Una responsabilidad que pesa como una losa y que sólo los fuertes están dispuestos a cargar. Traté de escapar a ese ofrecimiento de la sociedad: poner la culpa en el otro. Necesitando entonces una policía que controle al otro, un gobierno que administre al otro y unos profesores que eduquen al otro. Intenté asirme a la fortaleza que me había dado la soledad, escapando de ese mirar culpando a aquéllo que me rodeaba. Yo, yo y yo. Yo era el condenado y el verdugo. Yo era el culpable y el inocente. Yo era la causa y el efecto. Yo causaba mi propia desazón. Yo causaba y daba sentido a mi propio contexto. Un engreído niño que creía devenir en una especie de Dios.

Y no era para menos: yo quería construir mi mundo y ser dueño de él, controlar y crear mi propio contexto y, con él, mis propios valores. Podía malentenderse como un intento de escapar de la humanidad. Al contrario, era la única forma de amarla. Escapando de ese odiar al que te rodea, de esa náusea ante el gentío, otorgándole a él todos mis pesares. Intenté escabullirme de ese destructivo y reactivo pensar deslizando mi cuerpo dentro de un bar. Allí esperé hasta la salida de mi vuelo hacia Barcelona.

En el vuelo no logré conciliar el sueño, consciente de que me alejaba más y más de aquéllo que me había hecho fuerte. Pensé en mi madre. Ella siempre fue para mí un símbolo inequivocable de fortaleza. Aunque jamás había presenciado algo similar a lo que iba a vivir con ella. Al salir del aeropuerto me fundí en un abrazo con mi padre, le puse al día de mis glorias y fracasos y pusimos rumbo hacia el hospital. Viendo pasar polígonos industriales, islas de vegetación llenas de plásticos y de restos de coche, tierra seca de la que sólo nacen cañas. Un erial de cemento, humedad y hastío. Sentí que aquello ya no formaba parte de mí. Aquél paisaje me ahogaba.

Ella ya no hablaba. Dormía entre narcóticos. Decían que ya no escuchaba pero mi madre insistió en que le hablara. Le dije que había venido para verla y le deseé suerte en su último viaje. Se estremeció y masculló un suspiro en su boca. Quise creer que la causa de aquello fueron mis propias palabras. Aunque, era sabedor de todo el sentido de causalidades que otorgamos a nuestro universo solamente es, a veces, una patraña para hacerlo más habitable y menos punzante. A veces, pensé, debemos permitirnos alguna mentira.

Vi a mi madre acariciándole las manos mientras me miraba a los ojos con un "las tiene frías", con esa mirada de inocencia e incredulidad bañada en el rojo del lloro controlado. Con una cara más de niña que de mujer me miraba no queriéndose creer que estaba ante un fin. No queriendo dar respuesta al "y todo esto para qué". Mi madre. Con sus labios bañados en la saliva que acompaña al llanto y los cristales de las gafas repletos de unas lágrimas secas que daban cuenta de que, por mucho que se hiciera la fuerte, era la persona más sensible del mundo. Sólo los que son capaces de descender hasta las profundidades húmedas del sollozo saben cómo llegar a las alturas de la superficie; porque, habiendo tocado las raíces de una montaña, tienen en su mano la senda hasta su cumbre. Ella. No queriendo dejarse notar, dejando espacio y silencio para el duelo a mi abuelo. Ese hombre fuerte y recio que había conducido a una familia desde los barrios de barracas a las vecindades de ladrillos. Ese hombre, que había sido fuerte, resistente e implacable, se deshacía en el incómodo sofá, al lado de su mujer. La fortaleza y la sensibilidad jamás se han excluido en mi familia.

Nadie quería mirarse a los ojos. A ese cerco enrojecido de tanto aguantarse las lágrimas o de tanto dejarlas correr. Miré las manos de mi madre tratando de calentar las manos que le habían traído a la vida. Unas manos mustias y ya níveas por las que la sangre ya dejaba paso a lo inevitable. Como aquéllos viajeros que lanzan una última mirada al paisaje que han descubierto, han recorrido, han vivido y han sufrido, y se despiden de él con una ojeada a todo el paisaje por los que sus pies han andado. Una mirada que, si es sincera, de un golpe consigue captar la inmensidad y el sentido otorgado a ese cúmulo de circunstancias e hitos pétreos. Con una última sonrisa se despiden de lo que ya nunca jamás volverán a pisar. Una mueca en los labios que es consciente de su última tentativa de captar y abrazar lo que tiene delante; y, en ese momento de plenitud, queriendo apretar en su pecho el último aliento de lo que ya nunca volverán a ver, giran la cabeza y el cuerpo hacia la senda. Y siguen caminando. Cómo ese viajero, la sangre de mi abuela se iba despidiendo de aquellos recovecos y vías por las que había circulado durante tantos años. Las manos de mi madre trataban de convencer a esa sangre para que anduviera más tiempo entre el paisaje escarlata, tratándola de convencer de que aún no lo había descubierto todo. Pero los viajeros son inquietos. Y la sangre ya iba dibujando esa sonrisa conciliadora con la que abraza lo recorrido, se despide y gira su tez hacia su última senda.

Dejé a mi madre tocar a mi abuela y no quise entrar en aquél diálogo entre sus manos y la sangre de su madre. Y yo no podía dejar de mirar las manos de mi madre. Llenas de heridas, quemadas, hinchazones, sarpullidos y ampollas. Las mismas manos del héroe. Las que se pasan el día entero quemándose en el fuego para llenar los estómagos de unas cuantas familias y bastantes comensales. Las mismas que, a pesar de su lucha diaria entre sartenes y ollas, mantienen una sobrecogedora ternura para acariciar la piel de lo humano, olvidándose del ardiente metal. Una mezcla entre fortaleza y sensibilidad. Un héroe griego en frente de lo que nos recuerda que a todos nos llega el tijeretazo de las parcas. Y yo estaba allí. Con un océano en mis ojos y un puño atravesado en mi garganta. Ya no me dolía mi abuela. Eso ya estaba hecho. Me dolía mi madre. Me vi con la misma cara de incredulidad, con los mismos ojos inyectados en esperanza, con la misma persistencia en el convencimiento con mis manos ya destrozadas también. Y ella, mi madre, tumbada en una cama, lanzando su último aliento al techo: desconchado, sucio y anhelante de la blancura perdida entre el tedioso e inútil pasar de los días. Su sufrimiento, su lucha, su despertar cuando el Sol aún acaricia horizontes demasiado lejanos, el desprecio de la desconfianza, sus cabezadas entre los libros de cocina y las tazas de café. Cada noche, cada día. Y yo también me inundé, me empapé y me ahogué con esa pregunta que acometía, como un mar embravecido, ante los acantilados -ya desechos- de nuestra convicción: "y todo esto, ¿para qué?"