lunes, 8 de noviembre de 2010

Nietzsche le va a matar y le va a dar la mejor de las vidas posibles

La habitación se iluminaba gracias a cuatro pequeñas candelas. Robándole el oxígeno le brindaban una intimidad que el filamento no podía emular. Había una que se posaba en el cuello de una botella de Porto, un par de ellas andaban pegadas a unas latas de cerveza vacías y la última agotaba su último baile con el aire en el fondo de un vaso de vidrio. Lo que antaño le había encendido el corazón ahora le combustía la garganta, las cuencas de los ojos, el estómago, el paladar y el esófago. El dolor no podía tener dos amantes. La melancolía dolía en los párpados, en los pómulos en el centro del pecho, en toda la piel y, a veces, en el pelo. Alma y cuerpo. El hilo de la candela no podía quemar sin el níveo recubrimiento de cera. A su vez, la cera no podía fundirse en resplandor sin el hilo textil que la vertebraba. Un ardiente fulgor que iluminaba las noches de tristes y húmedas alcobas en ciudades lejanas en el tiempo donde se habían escrito los mejores libros, se habían consumado las mejores cópulas y se habían degollado los mejores cuellos.

No entendía nada; quería aparentar que no quería entender, que ya no era hijo de aquella quimera a la que llamaban verdad. Tras esa apariencia, tras esa frágil máscara, se entreveían las arrugas del que no discernía lo suficiente cómo para entender un ápice de lo que aquél viejo lúcido le quería mostrar. ¿Tenía el entendimiento algo que ver con la verdad? ¿Era la comprensión una esclava de la certeza? La ciencia de lo gayo, de lo jovial, de lo alegre. Había destruido el yugo de la verdad y ahora no sabía si con aquél asesinato había enterrado también a la comprensión. Había creído entender -¿entender?- algunos de sus libros pero aquél se le estaba resistiendo. Sentía que lo estaba mezclando todo. Su estilo, la forma de escribir de aquél médico del alma, no pocas veces le había erizado el pelo de sus brazos y le había hecho tirarse hacía atrás exhalando el aire dentro de los pulmones, como dejando lugar en la boca de su estómago a esa sutil idea que más adelante abría de digerir. En cada nuevo párrafo, Nietzsche, saltaba de idea a idea. Si en el desarrollo del párrafo conectaba ciertas impresiones con una genialidad apabullante, no lograba encontrar sentido en el cambio constante de tema de un párrafo a otro. ¿Sentido? Había algo que se le escapaba.

Aquella mañana había salido a correr hacia Perlan, aquélla pequeña colina plagada de árboles que tenía al lado de casa. A veces no bastaba con un grito ni con un suspiro para quitarse de encima, por un momento, la desesperación. Cuando salió del bosque se encontró en un campo desarbolado y rocoso prácticamente en la cima de la colina. Desde allí podía otear Reykjavík, viendo cómo la península se hundía en el mar en dirección Oeste o Norte. Daba lo mismo. El día soleado le permitía ver también el monte Esja por el que había caminado pocos días antes. La nieve cubría la cima y, a medida que se acercaba al mar, desaparecía en ribetes blancuzcos que se confundían con una roca negruzca. Y no lo era. Él había estado allí: dominaban el marrón, el verde, el gris, el ocre y el aloque. La ciudad parecía mantener una calma inusual para ser un Lunes. Seguramente era su mente. Miró al Sol que, en su caminar invernal por aquellas tierras, se disfrazaba de un eterno ocaso. Aquella inclinación solar otorgaba un color especial a los días claros islandeses: todo cobraba un lúcido color anaranjado, de una manera muy sutil, como una pincelada que quiso ser y no pudo. Y aquella tenue aportación cromática confería una vitalidad serena a todo el paisaje. Esa vitalidad sosegada que surge entre el rápido caminar de las nubes bajando de Esja, las hileras de coches con neumáticos invernales atravesando Miklabraut, el mar con ese azul encendido ribetado por las incontables líneas de olas que se levantaban con los vientos bóreos, el anaranjado fulgor del ocaso que atraviesa los árboles y pinta de bermellón, por aquí y por allá, el suelo silvano. Y decidió correr. Hasta quedar extenuado. Ya sabía cuál era el método para fundirse con el entorno entre su desesperado jadear. Trotar entre los bosques, pasando árbol tras árbol, mirando a entretiempo el cielo. Un azul celeste que quería abrazar, por su potencia, al marino. Detenerse ante un árbol y mirar, a través de sus últimas ramas, al adormecido firmamento con él. Llegar hasta el mar y beber del reflejo del Sol en sus carnes. Y después, encarando la senda que llevaba a través del bosque, empezar ese vaivén de piernas y brazos hasta la extenuación. Escuchando el pasar de las ramas y el viento en la cara, frunciendo el ceño y apretando cada músculo del cuerpo. Salir del bosque a toda velocidad, guardando el equilibrio, sorteando ramas y rocas, girar hacia la derecha y encarar la senda hasta la cima de la colina. Y no parar hasta perder el aliento. En el medio de la colina sus piernas le pesaban y los brazos se alternaban tristemente pero su corazón quería ir más allá. Descubrir un límite más, descubrirse a sí mismo quitándose, zancada a zancada, un velo tras otro. Cuando sus ojos vieron la colina apenas podía ya mantenerse en pie, los pulmones no podían acoger más aire helado dentro de sí y su cabeza le ordenaba detenerse ante la turbia idea del fenecimiento. Cerró los ojos y mandó al carajo a su mente. Recorrió los últimos metros a ciegas y con una idea fija en su corazón: la exploración de lo desconocido. Ya no sentía los brazos alternándose y no sabía dónde estaban sus piernas, lo único que advertía era un grito que provenía del fondo de su estómago y que salió despedido entre su garganta poniendo punto final a aquella expedición. Se dejó caer al suelo y, aún ciego, trató de inhalar todo el aire que pudo. No tenía suficiente. La idea del ahogo le traía a la mente el óbito. Abrió los ojos repentinamente más allá de sus parpados, como tratando de respirar a través de ellos, como tratando de asirse con ello a la vida. En sus ojos entró aquel azul celeste y el jadeo se convirtió en risa, en una risa tremendamente jovial. Estaba vivo. La vida lo inundaba con todo su dolor y todo su placer. "Maldito Nietzsche", pensó. El placer y el desencanto se encuentran tan unidos que quien quisiera tener el mayor número de placeres posibles debe sufrir, al menos, la misma cantidad de desencanto; que quien quisiera aprender a "dar saltos de alegría" debe prepararse para "estar triste hasta la muerte". Había grabado aquella frase en su mente y ahora la trataba de mascullar, de pronunciar, entre jadeo y jadeo. Creando así un sonido gutural y lleno de vida que quería salir de la saliva cansada de su boca y abrazar al mundo.

La vida. Una sucesión de momentos completamente diferentes y, por eso mismo, completamente parecidos. Sucediéndose una y otra vez a lo largo de días, semanas, meses, años. Un salto de un lado a otro. Y en cada orilla hay lo mismo.

Y allí entre el frío suelo, casi imposibilitado para volverse a levantar, empezó a digerir -una forma vivida del entendimiento - la aplastante y proteica senda nietzscheana.