martes, 9 de noviembre de 2010

Miedo

El remedio contra la "miseria" imaginaria no es otro que la miseria real
Nietzsche, "La gaya ciencia", sección 48
Aquí ya no vale la incrédula máscara de la tercera persona tras la que el escritor se esconde a sí mismo tomando distancia para crearse a sí mismo, jugar consigo mismo y reinventarse a sí mismo. Aquí ya no valen esas patrañas. El miedo habla en primera persona del singular. En el caso del plural, suelen ser esos miedos colectivos que nada tienen que ver con el solitario pánico del singular. De tener que parar de escribir porque vuelvo a marearme. Yo. Sólo yo solo. Solamente yo en soledad. Ayer - o hoy - me pasé todo el día entre una melancólica nostalgia que, visto a estas horas de la noche, no parecía ser más que un producto de escaparate.

Me he levantado hace una hora y media, a las intempestivas dos de la madrugada. Tenía algo de hambre y algo de sed. Me fui a regar la blanca taza del lavabo mientras me miraba al espejo, apoyado en la pared con la misma mano de siempre. La otra andaba apuntando. En la cocina me preparé un modesto bocadillo con jamón hervido barato y pan más humilde aún. Lo comí en la habitación mientras daba algunos tragos a un vaso de agua que había acallado la amargura de mi boca en los tragos de café. De aquella taza de café que había marcado el compás de el anterior intento de comprenderme a través de la palabra. La candela en el vaso de vidrio aún ardía. Repentinamente, noté un latigazo en la nuca y tuve ganas de acostarme. Un vahído me nubló la vista y noté un arponazo en el corazón. Me tapé con la manta y posé mi cabeza sobre la almohada. La idea de tener que ir a visitar un médico atravesó fulminantemente mi cabeza acuciando aún más si cabe el aguijonazo en la nuca. Algunas imágenes se pasaron por mi cabeza, todas ellas terribles y agobiantes. La habitación andaba mecida por la roja candela, creando una burlesca y bailona calavera en el techo. Levanté las piernas y empecé a jadear con un sudor entrecortado y frío. Estaba perdiendo la conciencia. En la soledad lóbrega de mi habitación luché por mantenerme a flote. Una cruel sentencia se repetía en mi cabeza a pesar de que la quería sacar de allí a cañonazos: sangre en el estómago. Otra vez. La respiración cada vez era más fuerte e iba a más cada vez que pensaba en arrastrarme por el suelo, abrir la puerta y llamar a las habitaciones de mis compañeros de piso. Buscando compañía entre el erial. Una orgullosa y peligrosa confianza en mí mismo me dijo que aún tenía fuerzas para llamar a una ambulancia yo solo. Los papeles con mi historial médico yacían encima del alféizar interior de la ventana. Sólo debía colocarme un pantalón y una camiseta y coger la bicicleta en dirección al cercano hospital. A medida que toda aquella imaginaria lucha por mantenerme vivo se iba creando en mi mente, el sudor se iba haciendo más y más frío. Todo el cuerpo me temblaba y estaba terriblemente asustado. La idea de la autosuficiencia se desvanecía y me imaginaba tirado en el salón ayudado por mis compañeros de piso recién despertados y, algunos, aún más asustados que yo. El universo del enfermo es un juego de estatuas que te rodean elevándose más allá del alcance de tus dedos mientras tratan de arroparte con juguetonas preguntas y agradecidos giros humorísticos. Los podía ver junto a mí, animándome con estúpidas aunque bienvenidas frases que, de alguna manera, me mantenían consciente. Aunque yo yacía en mi cama jadeando de la misma forma que lo había hecho en la cima de la colina, aquellas imaginaciones en mi mente se me presentaban horriblemente reales. Miré a la bufonesca calavera en el techo y me dí cuenta de lo hipócrita que había sido alabando el sufrimiento cómo una especie de fin y bien último. El dolor no era placentero, no el que estaba sufriendo yo bañado en el sudor frío del miedo. El dolor era importante en tanto cuanto era una etapa más en la eterna alternancia entre placer y displacer, una oportunidad que la vida nos brindaba para superarnos a nosotros mismos conociéndonos, de esa forma, mucho mejor. No había que buscarlo, como muchas veces lo había hecho para ponerme a prueba, él mismo te venía a encontrar en su forma más cruel. Y era en ese preciso momento cuando todas las tentativas de superar el supuesto dolor que yo mismo me creaba para conocerme a mí mismo se veían como puro simulacro. En una cama, solo, casi sin posibilidad de hablar por el jadeo, era donde el miedo y el sufrimiento se expresan de forma excelsa relegando todas las demás tentativas a puro juego artificial. Si bien podían servir como juego preparatorio, en el momento de la verdad no había literatura, ni conclusiones, ni terceras personas. Estaba yo, mi piel, mi estómago, mi sudor, mi desamparo y mi agonía. La literatura surge horas después. En el instante del pánico sólo hay una lucha por agarrarse al hilo de la vida e impedir que esas malditas parcas lo corten a tijeretazos.

Pronto dí cuenta de que, si estaba perdiendo sangre en el estómago, debía intentar calmarme para perder la menor cantidad posible. Reduciendo el latir del corazón, minimizando así la inyección de sangre en mi sistema digestivo. Si lograba calmarme también podría mantener la cabeza fría para llamar a la ambulancia e ingresar en el hospital. Me imaginaba allí. En un hospital. Llevando a cabo la misma lucha que había sufrido rodeado de mis conocidos. Esta vez en soledad. Me armé de valor y me dispuse a presentar batalla. Empecé a respirar con calma pensando en las caricias que mi madre me podría estar dando en la cara si ella estuviera aquí, en los balsámicos besos en mi frente y sus "tú eres muy fuerte" y sus "no te preocupes" que me mantenían a resguardo del desfallecimiento. La tez del óbito se me presentó más de una vez ante mis ojos. Me toqué las manos y las tenía frías. Podía ver, aún y la oscuridad velada por la calavérica y onírica alma que moraba en mi techo, cómo mis manos languidecían pálidamente. Las puse sobre mi estómago y traté de calmarlo a él también. Empezaba a recuperar el ritmo normal del aliento y me horrorizaba pensar que podía volver a pasar por el mismo túnel de pánico, sudor frío y temblor en la misma noche. Música. La medicina del alma. Sabía que ella me podría ayudar. Tanteé el suelo con las manos tratando de hacerlo con movimientos suaves que no alterasen mi corazón. Abrí el ordenador y puse aquellas canciones de Víctor Jara que mi madre me cantaba cuando era pequeño mientras ascendíamos por aquellos montes en los Pirineos, de aquellas canciones que me cantaba antes de irme a dormir, arropándome hasta la nariz y dándome un beso en la frente. Rompí a llorar. Me horrorizaba la idea de morir solo. Aún a sabiendas de que, dadas mis ambiciones vitales, era un destino que podía acontecerme con total normalidad. Era el principal enemigo contra el que debía luchar: el pavor a recibir el abrazo de la guadaña en el yermo de lo aislado. Me volví a imaginar muriendo allí. En aquella habitación. Lejos de los míos. Y lo que más me asustaba era que habían cosas que aquí se quedaban por atar. Al menos, sería consciente de mi muerte y evitaría ese miedo que tanto me asustaba: la falta de conciencia en la experiencia suprema de la vida. Volví a balbucear, entre lágrimas y sollozos, y mi respiración comenzó a dispararse. Detuve mis pensamientos y me concentré en calmarme. Fijé mi mirada al techo, tratando de enfrentarme al fulgoroso cráneo, y puse en marcha aquella música que me ayudaba a dormir, a escribir, a despertarme, a correr, a sentir, a vivir. Tras un largo rato peleando a tumba abierta contra el techo me dí cuenta de que, si quería persistir en mi deseo de ser en lo salvaje, de vivir entre las montañas, los valles, los riscos y los prados, dos palabras deberían poblar los libros de mi preparación para aquél destino: psicología y medicina.

Agarré el ordenador y me puse a escribir lo que - el pavor que me inundaba las venas aún era terrible - podría ser mi último escrito. Una vez llegado a este renglón, a esta misma palabra, tuve miedo de acabar de escribir y quedarme dormido. Tuve miedo de soñar y, en medio de la fantasía, no volver a despertar. Quería fenecer en contradicción: morir despierto. Volví a escuchar las canciones de nana de mi madre y, entre algún arroyo salado que se deslizó pómulo abajo, esperé el amanecer ártico que, en aquella época, besaba en su despertar al Sur. Allí dónde mi madre ya se estaría despertando para ir a trabajar, yo lo sabía, pensando en mí. Desconocedora de mi sufrimiento y de mi nostalgia de ella. De mi dolor por la posibilidad de no volver a sus brazos, a mi hogar. Nostalgia, una de las palabras con la etimología más bella para el viajero solitario de nuevas tierras, del que quiere sufrir su tierra en la distancia, ante la imposibilidad del retorno. Una situación que dota de un significado mucho más vital a la comarca que deja atrás y que lo vio nacer.

Sabedor de que ya no iba a poder dormir, miré con retrospectiva todo lo sucedido. Tenía toda la pinta de un ataque de ansiedad. Pensé en mi hermana y lo comprendí todo. Compartir aquello en la total soledad de mi habitación me había hecho estar, sin que ella lo supiera, cerca de sus miedos y, por consiguiente, cerca de sus ilusiones.

Centella del alba, ¿por qué llegas tarde a nuestra cita? Besa el horizonte y acaba con esto de una vez. Hoy ya he tenido suficiente.