martes, 2 de noviembre de 2010

La ciencia de lo gayo

Me pasé toda la mañana tratando de entender el significado de ciertas composiciones de caracteres impresos en un papel doblado. Los cielos volvían a estar parapetados tras un abrigo húmedo que otorgaba cierta melancolía a los cristales de mi habitación. Aquéllos trazos negros, si se le puede llamar trazo a un golpe mecánico sobre el papel, me hablaban de nuevos caminos que habían permanecido cerrados u ocultos. Ya sea por cobardía, vagancia o convicción. Eso de lo que uno suele estar tan seguro y que acaba atándole los pies a una mesa, una casa, una ciudad, un país, una mujer y un estado. Anímico o político. Viene a ser lo mismo. Un calor inusitado susurraba alentadoras arengas para retirar, de un seco golpe, la silla sobre la que descansaban mis nalgas. Girar el pomo con crueldad, como tratando de asfixiar la soledad a dos manos, abrir la puerta y dejar vía libre a aquél aire enjaulado que moraba en la habitación. Decidí hacer esperar al fulgor allí fuera. Tomándome mi tiempo. Una pataleta resentida. Él también se había tomado su tiempo. Me enfundé aquella chaqueta de piel, o plástico cobrizo, que había comprado en un mercado de intercambio por un -muy mediterráneo - gracias y hasta luego. Cubrí mis piernas con un tejano que andaba de viaje por el caótico suelo de la estancia ocultando tras él el pantalón corto que utilizaba a modo de pijama y que sabía, a intuición cierta, que no podría lidiar con el frío. A ciencia cierta, qué cosas. Abrí la puerta de mi hogar sin deslizar mis pies hacia los confines textiles y gomosos que me aislaban de lo telúrico. En el jardín la hierba seguía verde y alta, acompañada por una manifestación de hojas secas que trataban de dar ser honestas con su solitario errar. Habían estado juntas allí arriba, junto a aquéllos frutillos rojos que aún colgaban de las ramas desnudas de los árboles. Habían madurado y ahora no podían reconocerse. Desprendidas. Habían estado en la cima y decidieron hacer su propio camino, desapegándose de los atrofiados grilletes de madera, a través del inmenso mundo de creación que las separaba de la verde hierba. El resplandor ártico del Sol, en su perenne amanecer, tintaba el cielo con un azul propio de las tempranas mañanas veraniegas en el páramo castellano. El mismo azul nostálgico que me había sacado de casa para presenciar la patética vida de los que, por necesidad o contingencia, crean y ejecutan su propio camino desde las alturas.